Pinta con palabras la topografía de Entre Ríos, pero a la vez hace un resumen más o menos involuntario sobre la evolución de las nuevas tecnologías aplicadas al terreno musical. Para Sebastián Carreras, el arte de componer canciones parece indisociable del contexto en el que se las graba, se las distribuye y finalmente se las reproduce. Y en ese plan explica cómo fue que la banda que encabeza desde el amanecer del nuevo milenio llegó a su estadio actual de instalaciones sonoras, un tipo de espectáculo audiovisual que guarda más afinidad con las galerías de arte que con los escenarios habituales. En la línea temporal que traza este espíritu inquieto por naturaleza pero también por elección, lo que aparece en el origen es la invasión masiva de las PCs y, en el otro extremo, la desmaterialización del disco por la vía del streaming. 

“Cuando empezamos, el grupo era un proyecto experimental: queríamos probar el uso de herramientas de la música electrónica en la canción. Habían aparecido las primeras computadoras domésticas y con una placa de sonido y ciertos programas podías producir música con una buena calidad”, recuerda. El arsenal digital le permitió despegarse de la etiqueta lo-fi alumbrada por el indie, para apostar por un registro “limpio y pop” que se nutría de cajas de ritmos, sintetizadores virtuales y lenguaje midi. “Por alguna razón, al grupo le fue inmediatamente bien. Seguimos laburando así durante diez años. Y después, lo que me pasó fue que sentí un agotamiento de la fórmula”, completa. El punto de quiebre se podría fechar en 2010, con la salida de Era. “Me empecé a enfrentar con la sensación de que ‘en este terreno ya no sé más que decir’. Y ahí di por concluida esa etapa, sin saber qué iba a pasar después”. 

Entre Ríos había logrado elevar la vara del electropop local con una colección de temas sofisticados y evocadores, que le abrieron las puertas en el exterior y también le granjearon un contrato con EMI. Pero a su alrededor el panorama parecía haber mutado a la velocidad de la luz. “Al principio Internet eran los mails, pero después apareció el MP3 junto con sitios como Napster. Después aparece MySpace, después YouTube, después las redes sociales. Hoy el rey difusor es el streaming”, enumera. “En los últimos diez años hubo más transformaciones tecnológicas que en la segunda mitad del siglo XX, que marcó la explosión de la música grabada. Y, por otro lado, casi no hubo cambios estéticos. Entonces te preguntás por qué, es como si los músicos se hubiesen quedado dormidos y no se hubiesen enterado”, desliza. 

Fue desandando su propio camino que encontró la llave para abrir una nueva puerta. “Mientras hacía una canción siempre me preguntaba por qué no podía dejar solamente el sonido de un sintetizador, por ejemplo, que es complejo, para que la gente pueda escucharlo, vivenciarlo, porque cuando está empastado dentro de la canción no se registra. Y ahí se me ocurrió lo de empezar a hacer instalaciones sonoras. ¿Qué tal si puedo grabar canciones, pero la forma de representarlas en vivo sea más participativa para el oyente?”, evoca. “El formato cuadrafónico lo que hace, en principio, es sacarte del estéreo. Ya no hay una verdad. Hay cuatro parlantes y, de acuerdo a la posición que tengas en la sala, el sonido cambia. Y si uno recorre el lugar, la mezcla va a ser distinta. La tecnología permite todas esas cosas desde hace muchísimo tiempo, pero por alguna razón no se usan”. 

Las preguntas entendidas como combustible que pone en marcha el motor creativo lo empujaron hacia adelante, pero a la vez le permitieron recuperar la esencia del asunto. “Si en el 2000 intentamos ser los receptores de ese cambio inmediato que estaba sucediendo a partir de la irrupción de lo digital, ahora es la misma idea: aplicar la nueva tecnología a una forma de expresión. ¿Y por qué hacer esto? Porque lo que estoy buscando, siempre a partir del formato canción, es mantener el nivel de emotividad que me despertaba la música cuando era chico. Me tocó atravesar la adolescencia con el pospunk: The Cure, The Jesus and Mary Chain, Siouxsie and the Banshees, PiL. Y lo que me conmovía era esa idea de ruptura, de búsqueda de lo nuevo, de que cada grupo tenía su identidad. Renegaban del pasado, tenían que sonar a ellos mismos”, define.

Después de explorar el concepto de show audiovisual en distintas galerías de arte, Entre Ríos lanzó Saga Catálogo en 2013 y, un año más tarde, Saga Instalación. El siguiente paso fue Cuadro, que los llevó a ganar el Premio Gardel al mejor disco de música electrónica y a participar en la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid. La producción más reciente en la misma línea se titula SIN y fue estrenada en el Malba, con una serie de intervenciones que se extendieron a lo largo de dos jornadas de septiembre pasado. La formación actual de la banda está integrada por Carreras en bajo y sintes, Loló Gasparini en voz y Javier Medialdea en percusión y sintes. El trío se completa en vivo con las visuales que aporta Lucas DM, que cumplen un rol clave en las instalaciones. “En todo el proceso, que ya dura casi cinco años, lo primero que encuentro es el desarrollo de un lenguaje nuevo. Las combinaciones que pude encontrar entre la letra y la música, el sonido y la imagen, son muy ricas y también son infinitas”.

Hay una cadencia particular en las melodías, un acento prosódico en la entonación que comunica con el núcleo de la obra de Entre Ríos. Pero, a la vez, los matices distintivos que aporta Gasparini trazan con claridad el horizonte actual de la banda, de manera similar a la que en su momento había logrado Isol. “Loló le dio una identidad a esta etapa”, resume Carreras. “Después, qué importa el después”, canta Gasparini en “Después”, el tema que abre Sin. Y casi al toque, en “Para saber”, suelta aquello de “saber sufrir, después amar, después partir y andar sin pensamientos”. Inesperada cita doble de “Naranjo en flor”, que el compositor explica así: “Siempre me pareció una frase increíblemente pop. Todo el mundo la sabe. Y entendí que era bueno para mí, que vivo en Buenos Aires, samplear el tango y recontextualizarlo”.

Carreras dice que todos estos años de escribir canciones se pueden ver, retrospectivamente, como el aprendizaje de un oficio. “Como un carpintero que hace una silla de una manera determinada”, ilustra. ¿Cuál sería la principal lección? “Tengo un respeto casi religioso por la canción, porque existe desde los orígenes de la humanidad. Hace unos años me compré un CD de la UNESCO, que traía músicas de todas partes del mundo. Había una canción de cuna, ‘Deep forest’, que venía de una tribu ancestral: tenía miles de años y ya era una canción antes de que la grabaran. Y eso va a ser así mientras el ser humano siga siendo como nosotros y no una versión mejorada por la tecnología genética. La canción aparece todo el tiempo, la tarareás cuando te bañás o andás en bici. Es una necesidad, un vínculo que tenemos con la voz y que excede al lenguaje: va más allá del código en el cual está compuesta”.

Entre Ríos toca en vivo las canciones de SIN, que integran la instalación homónima, el jueves 25 de enero, a las 21, en La Tangente, Honduras 5317.