Hay un libro muy interesante, casi inconseguible, de un tipo con un nombre muy raro. Mladen Dólar. El libro se llama Una voz y nada más: es un estudio con una pata puesta en la filosofía, otra en la lingüística y el resto del cuerpo en el psicoanálisis. ¿De qué va el estudio, cuál es su objeto? La voz. Allí se dice que la voz es lo que siempre sobra de cualquier intercambio comunicativo. Es un intermediario invisible, como dice Dólar retomando las palabras de Fredric Jameson. Algo que es necesario para llegar a algún punto, como el significado, pero que se desvanece apenas el objetivo es alcanzado. La voz: una cosa imprescindible pero cuyo recuerdo o presencia misma es fantasmal apenas se la intenta pensar. La voz: esa cosa que no se acomoda para nada a la imagen que tenemos de una persona. ¿Cuántas veces notamos que tal o cual tiene una voz que no va con su cuerpo? La voz es todo y a la vez nada, dice Mladen Dólar, un esloveno. Pero, para el escritor español Manuel Vilas, la voz es todo. Y no cualquier voz, sino la Voz, la de un ícono del Rock and Roll, del arte, en un sentido general. Ese drogadicto, ese “yonqui” (si usamos una linda palabra ibérica) que nació una y mil veces, luego de cada momento en que su carrera o su cuerpo parecían no dar más. Por todo esto y por más es que Vilas, para hablar de Lou Reed, lo bautiza “la Voz”, con esa mayúscula imponente que deja traslucir la idea de que había algo raro en ese muchacho con cara de Frankestein y ojos grandes y vacíos que le dio al rock la base misma de lo que está hecho. Lou Reed era español se convierte así en un libro que cumple las veces de homenajear al ídolo musical y al país, al mismo tiempo que muestra las miserias de ambos en momentos similares de sus historias. Se puede decir: una maldita pareja perfecta.

“Creo en el pensamiento mágico”, afirma Manuel Vilas acerca del dúo tan hermoso como excéntrico entre un país y un poeta. “El libro explora dos cambios: el de Lou Reed, que pasa de ser un rockero maldito, heroinómano y punki, a un artista de vanguardia, muy respetado y muy intelectualizado. España pasa de ser un país con una dictadura vergonzante a convertirse en una democracia avanzada. Esto ocurre desde 1975 hasta 2013, año de la muerte de Reed. Mejoraron a la vez: Lou Reed y España. Me llamó la atención esa rara coincidencia. Por otra parte, empeoraron también a la vez: en España la recesión económica comienza de forma feroz en el 2010 y a Lou Reed le detectan un cáncer de hígado en el 2011”, explica el autor desde su hogar en España. Y en su libro está eso, ese doble seguimiento. Con capítulos que se alternan entre recortes biográficos de un seguidor de Reed, que parte de la fascinación por discos escasos y prohibidos que se podían llegar a conseguir en Barbastro y alrededores; y la propia vida de Lou Reed en España. Un acercamiento ficcional que también se permite jugar con el diálogo entre la geografía y el músico, llegando a niveles que evidencian la soltura que tiene Vilas para manejar una prosa poética que poco tiene de estrictamente lírica y más de jodidamente rabiosa, como corresponde escribirlo. 

ANIMALES DEL ROCK AND ROLL

Lewis Allen Reed nació el 2 de marzo de 1942, en Brooklyn, para después mudarse a Long Island y hacer carrera en el New York de los ‘60. Vilas vuelve con elegancia a esos primeros momentos de la vida de Reed sobre el final del libro, como si estuviese llevando adelante un vuelo retrospectivo para recordar el verdadero nacimiento del objeto de su libro: el primer recital del músico en España. En marzo de 1975, con Franco todavía vivo, Reed da sus primeros conciertos en el territorio, visitando Barcelona y Madrid. A partir de allí, comenzaría una relación de idas y venidas. Relación que incluye un recital suspendido el 20 de junio de 1980 en el estadio Moscardó de Madrid, un show frustrado que Vilas reconstruye con el país en plena liberación democrática y apertura de nuevos conflictos, como el de los atentados de la ETA del período. O la participación de la leyenda consolidada de Reed en el Festival de Benicàssim, como “side show” y con Morrissey en el “main stage” –y la lectura de la injusticia se siente en la apretada prosa de Vilas–. O el recital suspendido en España hacia el final de sus días con una convocatoria escasísima, de 300 localidades apenas, y con Laurie Anderson a cuestas. Pero todos esos shows se cargan del misterio que rodea a una presentación exitosa o suspendida o incluso decadente sólo por el hecho de constituir un momento más en la biografía de un fanático que creció y tuvo su educación sentimental con Walk On The Wild Side o White Light, White Heat. Educación que compartió con su país natal: bien leído, Lou Reed era español es también una especie de novela de iniciación con el propio Reed, España y Vilas creciendo en sincro. 

Lou Reed siempre fue un maldito. Y siempre atrajo a los malditos. Fue también, en algún sentido, una figura del rock que servía como bisagra, uniendo un mundo en despedida (el del fin de la Segunda Guerra Mundial, el de la música jazz como paradigma de lo popular) y abriendo una nueva época en la cultura occidental. Sí, occidental, así de fuerte: ¿o no es acaso el rock and roll esa especie de trasfondo que acompaña cada imagen de la mitad del siglo XX hasta, por lo menos, ahora? Y Reed las vivió todas. O vivió unas cuantas. Por ejemplo, en su adolescencia, apenas con catorce años, fue tratado con electroshocks para tratar su bisexualidad. O, ya de más grande y en la Universidad de Siracusa, entabló contacto con Delmore Schwartz, un escritor que daba clases de “creative writing” en varias universidades y que fue su primer mentor en eso de escribir. Armó también canciones pop en uno de esos trabajos de compositor en las sombras antes de Velvet Underground, la banda que pocos escuchaban. Pero que esos pocos que escucharon, después, armaron su propia banda. O, finalmente, sacó ese disco misterioso que sigue siendo una de sus mejores placas, el segundo solista, Transformer, de 1972, que tiene en “Perfect Day” ese verso definitivo que parece adelantar, en un simple trago en el parque, su cariño por las voces en castellano: “drink sangría in the park”.  

Siempre Reed contó con una figura rectora que le marcó algo de su camino, y que después desobedeció o abandonó por otra cosa, por otro camino. Así pasó con Andy Warhol, así pasó con John Cale, así pasó con David Bowie. Hay algo, igual, que une a estos dos espíritus. Digamos, al de Vilas y Reed. Ambos parecen querer unir, en algún punto de eso que escriben, el mundo de la calle, los solitarios páramos de las esquinas oscuras de la ciudad, a donde nadie quiere ir, y la lírica más elevada. O académica, si se quiere. En más de una entrevista, Lou Reed molestaba al periodista de turno indicando que él era un chico de la calle con un título en la mano. O sea, alguien inclasificable, que podía estar de un lado o el otro de la línea que dividía lo sublime de lo bajo, pero que al mismo tiempo resultaba incómodo en cada uno de esos espacios. Casi como la definición del dandy que más o menos se arrastra desde finales del siglo XIX: alguien que se desmarca de lo que sucede alrededor, ya sea por la manera en la que se viste o por cómo habla o interviene en las conversaciones. O por cómo escribe.  

¿Qué encontramos en las anécdotas de Vilas, el fanático de Lou Reed? En principio, la historia de alguien nacido en un pueblo como Barbastro, en la provincia de Huesca, en donde sólo hay una disquería. Y ese alguien, ese fanático que seguirá apareciendo capítulo tras capítulo, cuenta la manera en la cual se metió de lleno en la adicción por el “hombre de negro”, tan diferente al “hombre de blanco” que comandaba la feroz dictadura que dominaba a su país desde finales de la Guerra Civil. Por un trueque inmotivado, el niño de la historia le cambia a un amigo Harvest de Neil Young por Rock’n’Roll Animal. Ese disco, justo. Es difícil imaginar la manera en la cual, ya desde esa tapa siniestra, con la imagen de un Lou Reed poseído, demoníaco, una idea totalmente diferente de lo que era el rock se impone en la mente de un chico que quizás, con suerte, se había entregado a alguna que otra distorsión en los armónicos terrenos de Neil Young. Y ahí también viene la primera consciencia real de lo que pasaba en el país. Porque “Heroin”, uno de los temas más recordados de Reed –presente en el fundamental Velvet Underground & Nico (1967)–, esa descripción poética y sonora de un “chutazo” de heroína, estaba censurado en la España franquista. ¿Cómo escuchar un disco sin tener uno de sus temas más importantes, en esa versión de trece minutos desgarradora, cuasi mortuoria, de “Heroin”, en lo que sería la primera placa en vivo de Reed? ¿Qué era eso de quitar un tema? 

Pero la búsqueda no termina en el trueque y esa disquería de Barbastro. Página tras página, la pasión va creciendo junto con el conocimiento de la Madre Patria. Y de otras patrias. Un capítulo se detiene, por ejemplo, en la visita que hace el fanático protagonista al Principado de Andorra, ese micro-Estado entre España y Francia, al cual la gente solía visitar para comprar mercadería de contrabando pero que se convierte en el lugar donde comprar discos sin censura. Así, se va perfilando un look “moderno” en el fan, tal como busca identificarse. Una postura diferente frente a la vida que lo marca como un conocedor particular de algo que no es para todo el mundo. Por eso, al entrar de vuelta a España, el fanático se tiene que bancar el control y el gaste de los policías de aduana que le advierten que ese drogadicto maricón es mala influencia. Pero que puede pasar igual. Fue como colar una bomba frente a los ojos de todo el público. Lou Reed, sin censura, entraba a España.

Manuel Vilas

TRANSICIÓN VERSUS TRANSFORMER 

“Lou Reed fue más famoso en España, Francia, Alemania e Italia que en los Estados Unidos”, remarca Vilas, autor de novelas como Los inmortales (2012) o poemarios como El hundimiento (2015). “Era un artista de espíritu europeo. En España tuvo seguidores que se quedaron en la cuneta. La gente se drogaba porque él lo hacía. Eso fue en la década de los años setenta, ochenta. Por eso homenajeo a todos esos jóvenes españoles que se murieron con una jeringuilla colgando de su brazo. Y les doy voz. Lou Reed no se murió, pero sus seguidores sí”. En Lou Reed era español desfilan esas voces de la Transición, el regreso a la democracia que dejó una marca rabiosa y que aquí leemos desde el destape, desde las películas de Almodóvar y ese mundo punk, de colores brillantes, de drogas y teñido de matices fuertes, plásticos. Y su repliegue oscuro, en el reguero de personas que quedaron en el camino. 

Así como la vida de Lou Reed va tomando diferentes cambios (o desvíos) a medida que va creciendo, también sucede lo propio con el joven fanático, el Manuel Vilas (no tan) encubierto en el libro. Alguien que pasa a ser un hombre de cuarenta años, con una carrera en Letras terminada, un futuro laboral bastante raro y pequeños gestos que le devuelven algo de juventud. Por ejemplo, irse sin pagar de los negocios de comida de los estacionamientos de servicio, o incluso de los hoteles. Gestos de rebeldía que le dan un poco de vida, así como le suma adrenalina poner el auto a más de 150 kilómetros por hora para llegar de un lugar a otro de España. Siguiendo, sí, a la Voz, en otra de sus visitas a las tierras ibéricas. ¿No es la muestra, también, de esa rebeldía abierta con la Transición, que de a poco se va apagando y dejando sólo sombras, gestos desesperados para recobrar el golpe de aire? 

Por eso, uno de los capítulos más llamativos de un libro que no es novela, que no es crónica ni (auto) biografía, pero que tiene los condimentos de cada uno de estos géneros, consiste en la interpelación imaginaria de una de los miembros de Las Vulpes a Lou Reed. Las Vulpes fue una banda de punk vasca compuesta sólo por mujeres que lograron la atención masiva por tocar el tema “Me gusta ser una zorra” en un programa de TVE. Tema que tenía la música de “I Wanna Be Your Dog” de ese otro astro rescatado también por Bowie, Iggy Pop (y los Stooges). ¿Qué decía tan controvertido tema en sus letras? “Quiero meter un pico en la polla/ a un cerdo carroza llamado Lou Reed”. Hasta ese punto había calado hondo el músico: se había convertido en el Rey a destronar por una nueva movida musical. 

Lou Reed es un símbolo en la cultura española, desde la perspectiva de Vilas, de la España de los ‘70-’80, la que vio la muerte de Franco, la apertura democrática y la instauración de un nuevo camino harto más luminoso que el anterior. Y si por los viajes reales de Reed que se convierten en motivo de ficción podíamos mirar con distancia y atracción la cultura española, la manera en la cual el astro y el país mismo es visto desde afuera por ese fan devenido “hombre” le permite al libro contrastar el proyecto de la España-primera-economía-europea con la España real, doblegada a los mandatos de otros puntos de mayor resonancia económica (como la Alemania de Merkel) y su más triste presente. Es que, puestos a pensar, España guarda más similitudes con la realidad latinoamericana actual que con las premisas financieras del Viejo Continente. Por eso, en el libro, desfilan espacios fabriles, gente comiendo poco y nada, zonas vacacionales que le deben todo al turismo europeo, y un contraste radical entre diversos tipos de moneda (pesetas, euros) que van marcando también, sutilmente, las transformaciones a las cuales el país de Manuel Vilas es sometido. Repitiendo uno de sus poemas más conocidos, “Macdonald’s”, la utopía deviene ironía en el símbolo de una cadena rápida, en la avant garde capitalista: “Es el mejor restaurante del mundo./ Es un restaurante comunista./ Rumanos, negros, chilenos, polacos, cubanos, yo mismo,/ aquí estamos, abajo, al lado de un muñeco,/ al lado de un cartel que dice ‘I´m lovin´ it’”.

GRACIAS AMIGOS

Las únicas palabras que Lou Reed tenía para el público español, un público que lo adoraba y que lo recibió en todos los formatos y proyectos posibles, constituían una frase hecha que parecía poco significativa, casi un acto de extraña ventriloquía: “gracias amigos”. Lou Reed en España es también un texto que le rinde homenaje a un amor imposible, a un novio solitario que nunca le retribuyó a su amada fiel todo lo que ella pareció darle. Hasta Laurie Anderson palidece frente al amor que la España que arma Vilas le tiene al astro rockero. La última visita, inclusive, poco tiene que ver con las fantasmagorías de los ídolos y más con los artistas que tratan de llevar actos simples impulsados por lo único que parece constante en la vida de Reed: su amor por la poesía. 

El 17 de noviembre de 2012, Lou Reed se presenta en el Teatro Español de Madrid, situada cerca de la Plaza Santa Ana, para recitar algunos fragmentos de algunos poemas, presentado su libro de poesía y fotografía Rhymes. Una lectura simple, sin mayores vericuetos, dada luego de cancelar un show musical compartido con su esposa, Laurie Anderson. Vilas se permite contrastar ese último recital con una posible visita de la primera esposa del músico al lugar, Betty Kronstad, y la hija que tiene con otro hombre. La escena es determinante: un hombre viejo, arrugado, todavía orgulloso, que aduce que suspende un recital de música por las “condiciones en las que se encuentra España” y no quiere confesar la escasa venta de localidades. Casi arroja el mismo sinsabor que, retrospectivamente, dejó a más de un fanático ese fallido disco con Metallica, Lulu, aparecido en 2011. 

De todos modos, son formas de mirar la cuestión. Un recital de poesía para despedirse de uno de los lugares que lo tenía como su héroe, un disco extraño con una banda que poco tenía que ver con su espíritu rockero, eran intentos honestos de hacer algo nuevo, siempre, más allá de cualquier clasificación. Como remarca Vilas, esa especie de leyenda de que falleció haciendo tai chí puede llegar a ser una de las últimas expresiones de un artista que siempre se desmarcó del lugar común. Estaba donde no tenía que estar, haciendo lo que nadie esperaría que haga. Como si eso fuera un happening, como si el último tramo de su vida hubiese seguido los patrones artísticos del gran patrón artístico de la última mitad del siglo XX, su (resentido) amigo Andy Warhol. 

Lou Reed era español es un libro tan inclasificable como melancólico, pero en un tono que no tiene que ver con lo penoso. Es el retrato de un mundo en retirada: de la liberal España post-franquista, de una era de la música (en donde se compraban discos, elepés, cedés) y de un modelo de artista. Y darle la nacionalidad española a un irreverente neoyorkino es, quizás, un último acto de sorpresa que el propio Reed, indirectamente, nos tenía preparado. O ya nos lo había adelantado, con esa sangría que se tomaba en un “Perfect Day” en New York. 

“Ya no hay gente como Lou Reed”, agrega Vilas al final de la entrevista, como una sentencia acerca de su ídolo, pero casi como un dictamen sobre el mundo que dejó una vez que Lou partió por un fatal cáncer de hígado en 2013 a quién sabe dónde. “No hay gente que le eche valor. Lou Reed se pasó toda la vida peleando con las discográficas. La música que se hace ahora es una pendejada. Los años 60 y 70 fueron una especie de Renacimiento de la música popular. Ese renacimiento llegó tarde a España, llegó en los 80. Ahora no queda nada, solo música comercial, sin fuerza, sin rabia, sin desafío. Desde que se murió Lou Reed, el mundo es un basurero”.

Lou Reed era español Manuel Vilas Malpaso 451 páginas