Junot Díaz, el autor de La maravillosa vida de Óscar Wao, dijo una vez –la cita no es exacta pero la idea viene al caso– que los escritores de género viven en el Tercer Mundo de la literatura. No se los tiene en gran estima ni se los nombra entre los imprescindibles. Es una afirmación cierta según desde donde se la mire, pero es verdad que si hay que nombrar a autores fundamentales del siglo XX es raro que se incluya a Mervyn Peake, Shirley Jackson o Ray Bradbury. En esto no juega sólo el gusto sino una especie de reflejo que ubica a la imaginación desatada cerca del entretenimiento y la poca atención al lenguaje. Hace tiempo que estas no son características de la ficción de género pero los reflejos son difíciles de torcer. En muchos casos los autores suelen ser recompensados con la popularidad,con el redescubrimiento y, en el caso de los más jóvenes, con la aceptación, gracias a movimientos de sensibilidad propios de la época.
Michael McDowell, que nació en Alabama en 1950 y murió en Massachusets en 1999 como consecuencia de complicaciones del vih, fue un ejemplo de ese doble estándar. Hasta hace diez años, casi todos sus libros estaban fuera de circulación aunque fue el guionista de Beetlejuice (1988) y La pesadilla antes de Navidad (1993) de Tim Burton, además de la colaborar con sus grandes amigos Stephen y Tabitha King: escribió el guión de Thinner (1996), basada en la novela de Stephen y Tabitha completó su novela póstuma Candles Burning en 1996. Hace apenas seis años la editorial Valancourt, especializada en ficción gótica, de horror y de ciencia ficción, además de dedicarse a autores olvidados de ficción gay, inició la recuperación del catálogo de Michael McDowell con ocho novelas prologadas por autores como Poppy Z. Brite o Christopher Fowler.
La novela más notable de las elegidas, que acaba de publicar en Argentina La Bestia Equilátera es Los Elementales, de 1981, una fábula de horror en Alabama con todos los detalles escenográficos del gótico sureño: las familias extendidas y excéntricas, las mansiones victorianas bajo el calor y el impiadoso sol, los secretos, la empleada negra con poderes psíquicos, los fantasmas como maldición, la crueldad subyacente. La historia empieza con el funeral de Marian Savage, matriarca detestada, que antes de ser puesta en la tumba debe ser sometida al rito familiar: en el ataúd, su hijo, el elegante y adorable Dauphin, debe clavarle un cuchillo en el corazón. Es que los Savage tienen la costumbre de enterrar vivas a sus mujeres y ya han sufrido unos cuantos macabros sobresaltos en este sentido. Para relajarse después de la profanación y olvidar los últimos días de Marian, consumida por el cáncer, Dauphin parte con su mujer Leigh y su familia política a Beldame, la propiedad familiar en el golfo de Alabama. Son tres casas: una es de los Savage, otra de los McCray, la familia de Leigh, esposa de Dauphin. La tercera es una casa abandonada sobre la que avanza, lentamente, la arena. Una casa a la que todos le temen y nadie se acerca.
En estas vacaciones, sin embargo, la tensa tregua se verá rota. Es que viajan a Beldame Luker e India, padre e hija; él es el yerno de Dauphin, ella una adolescente de trece años que ya toma whisky. En esta pareja memorable aparece la sensibilidad única de McDowell: nunca lo hace explícito pero India y Luker son una unidad familiar queer, está claro que él tiene una vida en Nueva York de la que no habla con su madre borracha, la deliciosa Big Barbara y mucho menos con Lawton, su padre inescrupuloso, lobbista y político rosquero. Así las cosas, la indomable India quiere investigar la tercera casa. Y descubre que, además de la arena ahí hay seres voraces. Seres con ojos negros y pupilas blancas, con uñas que lastiman, que a veces tienen la apariencia de Martha-Ann, la hija de la empleada negra Odessa, que murió ahogada en una laguna adyacente. India les saca fotos. Los espía y los despierta a pesar de los ruegos peculiares de Odessa, quien tiene la mala suerte de poder ver el mundo de los espíritus. Y todo esto mientras se mueren de calor en casas viejas con ventiladores inútiles, Big Barbara transita una forzada abstinencia y Lawton quiere comprar el terreno para buscar petróleo.
Aunque es el sur literario con su parafernalia, el estilo de McDowell no tiene ninguna relación con el de los patriarcas góticos Faulkner o más recientemente Cormac McCarthy, ni con la intensidad emotiva de Tenneesee Williams. Él se consideraba y quería ser un escritor popular: decía que no escribía “para el porvenir”. Sus diálogos son de una ironía histérica. Cuando India se entera de que Odessa tuvo una hija y se asombra porque “no sabía que estaba casada” su abuela le dice: “No lo está y es mejor que así sea, teniendo en cuenta quién es el padre de Martha-Ann. ¡Johnny Red fue nuestro jardinero durante un año y robó mis mejores azaleas!”. La dinámica entre Luker y su hija es una delicia de afecto no convencional y él suele decir cosas como “me gustaría arrancarle los testículos y clavárselos en el paladar” acerca de su propio padre. Los Elementales tiene tanto de relato gótico de casa embrujada como de comedia: McDowell recuerda a las genialidades morbosas del autor e ilustrador Edward Gorey, también fascinado por las estéticas victorianas y eduardianas y el sentido del humor negro; o a Charles Addams, el creador de la famosa familia. McDowell, además, escribió una saga sobre un detective gay, otra (conocida como Blackwater) sobre una familia sureña, coleccionaba memorabilia mortuoria, desde ataúdes para niños hasta fotos post-mortem. Sus temas recurrentes eran las madres dominantes –en Los Elementales “se comen a sus hijos”–, las adolescentes con poderes psíquicos y la naturaleza triunfante típica del Sur, con inundaciones y vegetación que le ganan a cualquier esfuerzo humano. Los Elementales es una novela opresiva llena de inolvidables imágenes de pesadilla y también es una divertidísima sátira familiar. Con sutileza, además, es una mirada impiadosa sobre los prejuicios raciales a fines del siglo XX, más fuertes en el Sur que los huracanes y los lazos familiares.