Desde la asunción de la Alianza Cambiemos la inflación fue de casi el 70 por ciento. La cifra se queda corta para caracterizar la etapa, pues no incluye el fuerte salto inflacionario que se produjo entre octubre y diciembre de 2015, cuando los formadores de precios comenzaron a descontar la depreciación del 40 por ciento que se produciría apenas el neoliberalismo asumiera el poder. Vale recordar, porque el tiempo pasa rápido, que la devaluación fue vendida en su momento como una “exitosa salida del cepo”, entendiendo por tal a los controles cambiarios que, con sus limitaciones, ayudaron a frenar la tradicional sangría de capitales característica de economías como la argentina, bimonetarias de hecho. Pero concentrándose en el 70 por ciento de inflación, el dato es que se asiste, en vivo y en directo, a uno de los habituales fracasos de la teoría ortodoxa, en concreto, al fiasco del sistema de Metas de Inflación (MI). El detalle importa porque el único laboratorio inapelable para validar las teorías económicas es la historia.
El presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, disfruta de las conferencias de prensa en las que proyecta gráficos de inflación descendente en contraste con los relevamientos de las expectativas del mercado, es decir, contra los números que dibujan esas consultoras de la city que jamás pegan una. El ritual no consiste sólo en construcción de imaginario y mística de la profesión, sino que es una representación de la esencia “técnica” del sistema de MI. Más allá del argot con que se lo rodea (“la tasa del centro del corredor de pases”), el mecanismo es bastante simple. Consiste en que a partir de las “expectativas del mercado” sobre la inflación futura, los dibujos de las consultoras, el Central establezca una meta de inflación, la que se expresa en la forma de un rango anual deseable, y luego maneje la variación periódica de la tasa de interés “de referencia” –para el caso las Letras del Banco Central o Lebac– con el fin de ajustar la inflación real a la meta prestablecida. La gran panacea es conseguir en el mediano plazo una inflación baja y estable.
El mecanismo presupone que si las expectativas del mercado están por encima de la meta, el BCRA debe subir la tasa de Lebac. Nótese que el Central no opera directamente sobre la cantidad de dinero, como sugeriría un monetarismo estricto, sino que lo hace a través de la tasa de referencia con el objetivo de regular la liquidez del sistema financiero. Esta regulación se hace operativa a través de los “pases”, que son operaciones de muy corto plazo entre el Central y los bancos, “activo” cuando el Central compra e inyecta liquidez, “pasivo” cuando vende y retira liquidez. Se llaman “pases”, porque cuando finaliza el plazo, por ejemplo 7 días, la operación se revierte, es decir el BCRA se obliga a recomprar o revender. El supuesto es que de esta manera influye en el resto de las tasas que regulan las decisiones de Consumo e Inversión, como por ejemplo las de los depósitos a plazos y los préstamos.
La teoría que subyace a la relación “suba de la tasa-baja de la inflación” es que la suba generalizada de precios es un fenómeno de demanda, es decir que ocurre porque el Consumo (privado y público) se expande por encima de la capacidad productiva de la economía. El aumento de la tasa, al retirar liquidez del sistema, frenaría la demanda “recalentada” y los precios. El costo de frenar la demanda es el del freno del crecimiento, con lo que la tasa regularía el ciclo económico. En última instancia, entonces, la única manera de tener crecimiento con baja inflación sería mediante una expansión de la oferta. Ortodoxia pura.
Hasta aquí la teoría de las MI en sus propios términos. Si se la introduce al laboratorio de la historia el resultado es una inflación del 70 por ciento en dos años. La conclusión es que algo no funcionó. Ante la evidencia abrumadora, el BCRA optó por argumentar por la tangente dividiendo la inflación en dos: una núcleo y la de los precios regulados. La culpa del fracaso de las MI estaría entonces en los precios regulados, los que serían ajenos a la acción del Central. Dicho de otra manera, el sistema de MI sería muy eficiente para controlar todos los precios a excepción de los que determinan la inflación. Siguiendo esta lógica vale reconocer que los sistemas de MI funcionaron más o menos acorde a las expectativas en países que partieron de inflaciones relativamente bajas y sin mayores problemas para sostener en el tiempo los precios relativos de sus economías, precisamente los que se encuentran en el centro de la puja distributiva y la distribución del ingreso.
Si se deja a un lado la economía vulgar, la buena teoría sostiene que salvo circunstancias excepcionales, como por ejemplo el pleno empleo de todos los factores productivos incluido el trabajo, la inflación es un fenómeno de costos –algo que sabe cualquier propietario de un comercio cuando remarca precios, de la misma manera que sabe que no puede tener precios mucho más altos que su competencia–; es decir, es un fenómeno de precios relativos. Los precios relativos de economías como la argentina son tres: el tipo de cambio, los salarios y las tarifas. La entrada de capitales y el súper endeudamiento externo en un contexto de tasas de interés muy elevas permitieron, aun en un contexto de fuerte déficit de la cuenta corriente del balance de pagos, mantener un tipo de cambio relativamente estable y, la mayor parte del tiempo, atrasado en relación a la inflación. Los salarios tuvieron un efecto casi neutro en el período, cayendo en 2016 y recuperándose parcialmente en 2017. Muy distinto fue el caso de las tarifas, desde el transporte y el combustible a todos los servicios públicos. Los picos inflacionarios se produjeron siempre cuando se tocaron estos tres precios relativos, a los que siguieron los ajustes de segunda vuelta.
La conferencia de prensa del pasado 28 de diciembre en la que se anunció “la recalibración” de las MI no reflejó ninguna interna entre la jefatura de Gabinete y el BCRA. Fue sólo un ajuste necesario para dejar al dólar en un escalón más arriba, un éxito de los sectores exportadores en la puja distributiva luego de haber presionado reduciendo liquidaciones y ventas externas, así como para evitar el ridículo de las metas del Central frente al peso de la evidencia. Si el Banco Central hubiese efectivamente bajado la tasa con alguna significación, como se supone esperaba la jefatura de Gabinete y parte del “mercado”, el resultado hubiese sido una mayor suba del dólar.
La triste realidad es que el esquema macroeconómico entró en un callejón sin salida: la inmensa masa de recursos en Lebac supone que una baja de la tasa se traducirá inmediatamente en una suba del dólar, el principal precio relativo de la economía y, en consecuencia, en una disparada de la inflación. Este es el arbitraje real. La bomba está armada. No parece difícil pronosticar el desenlace. Si hay dudas, allí está otra vez la historia.