Las denuncias de abuso sexual siguen inundando la industria cinematográfica, el mundo del teatro y hasta la política, pero el negocio de la música por ahora permanece relativamente intocado. No es tan sorprendente, dado que la industria musical siempre fue muy eficiente en proteger a los propios, especialmente cuando se trata de documentales. La mayoría de los films centrados en artistas masivos aún vivos son correctas hagiografías que acumulan elogios hacia su sujeto de estudio. Si el músico está muerto, el documental tiende a ser más audaz, como el sombrío Amy (Asif Kapadia), el similar Cobain: Montage of Heck (Brett Morgan), o el terriblemente triste Can I Be Me, enfocado en Whitney Houston y dirigido por Nick Broomfield.
Los más recientes documentales musicales, lanzados este mes, son el absorbente Eric Clapton – Life in 12 Bars, de Lili Fini Zanuck, y el encantador Suggs: My Life Story, sobre el líder de Madness y con la firma de un experto como Julien Temple. El primero da cuenta de la miserable relación del celebrado guitarrista con su madre, su fijación con Pattie Boyd (esposa de George Harrison), su obvio amor por el blues y sus abusos con el alcohol y las drogas. ¿Acaso toca su momento más desagradable? Bueno, tiene que hacerlo. En un concierto en Birmingham en 1976, Clapton evocó el discurso “Rivers of Blood” (“Ríos de sangre”) del político y escritor Enoch Powell, informando a un confundido público que Inglaterra había sido “superpoblada” y que debían votar a Powell para impedir que el país se convirtiera en “una colonia negra”, para luego decir “echemos a los extranjeros” y gritar repetidamente el slogan del Frente Nacional “Mantengan blanca a Gran Bretaña”.
En la voz en off de Life in 12 Bars (“La vida en 12 compases”), Clapton suena sinceramente arrepentido y horrorizado por su conducta –“Me estaba volviendo chauvinista y fascista”, admite–, pero echa la culpa a su excesivo consumo de alcohol. En el momento, su comentario disparó el movimiento Rock Against Fascism (“Rock contra el fascismo”) y hubo mucha furia dirigida hacia él. Pero su alcohólico fanatismo está hoy bastante olvidado (¿incluso perdonado?) hoy. Quizá hubiera ayudado a su causa que no solo se disculpara en cámara para el documental sino también mostrara cierta contrición a través de los años. No parece haber sido el caso, e incluso en 2007 se las arregló para volver a enfatizar su apoyo a Enoch Powell en el programa The South Bank Show: “Estaba convencido de que habíamos tenido –el gobierno había tenido– una extraña actitud hacia la inmigración, una actitud corrupta e hipócrita; mi impresión de Enoch Powell era que de algún modo estaba diciendo la verdad, prediciendo que habría problemas. Y, por supuesto, los hubo y los hay”. La hagiografía de Zanuck no se mete en el tema demasiado tiempo, lo que en realidad parece la práctica standard en los documentales musicales; en la mayoría tienden a soplar a un lado el material más incómodo.
My Life Story es un proyecto mucho más ingenioso y entrañable –tanto como su protagonista–, en el que Graham “Suggs” McPherson es amplia (y es probable que merecidamente) celebrado. El “tesoro nacional” de 56 años (al cabo, tocó en la terraza del Palacio de Buckingham) ejecuta una especie de rutina de stand up en la que detalla su vida para un pequeño, receptivo y sospechosamente atractivo grupo de personas reunido en el Wilton’s Music Hall del East London. El cantante de Madness se explaya sobre una vida llena de peripecias con típico descaro y excentricidad. De todos modos, hay cero chances de contradicción, ya que Suggs es el único narrador, y por lo tanto hay que tomar por ciertas sus escapadas adolescentes y sus trapisondas en los años ‘70 (peleas de bar, pintada de grafitis, problemas en las tribunas del Chelsea). Temple no interviene, nadie lo hace (solo se ve la divertida reacción de la audiencia), la cámara solo observa. Cuán auténtico es todo es una duda que permanece. Lo cierto es que Suggs sale de esto muy bien, proclamando al final que, después de todo, todo lo que se necesita es amor, para luego entregar una maravillosa rendición de “It Must Be Love”. ¿Consiguen los fans devotos un sentido mucho más rico de quién es Graham McPherson tras 90 minutos de disfrutable charla? En realidad no.
De hecho, la lista de hagiografías es bastante larga, con Made of Stone (Shane Meadow, 2013) al tope de las más ofensivas. Su película es una conmovedora exploración de la exitosa reunión de Stone Roses en 2012, tras una separación de 16 años, y hace una crónica del íntimo y emocionante show de regreso en Warrington Parr. De todos modos, el film se las arregla para eludir completamente la dramática salida del baterista Reni en el comienzo de la gira, en Amsterdam. No hay una explicación profunda o al menos un cuestionamiento de por qué se fue de manera tan abrupta, y qué efecto tuvo eso en la banda. Meadows parece fijado en mantener todo positivo y “buena onda”, lo que en un documentalista resulta decepcionante. Afecta a la autenticidad del documento, que así se convierte simplemente en la mirada de un fan sobre su banda favorita, un enfoque que de manera implacable canta loas y deja a un lado los puntos incómodos.
Muy a menudo, las películas llevan el sello de aprobación de los mismos artistas. Ese parece ser el caso del documental que realizó Temple en 2016, The Origin of the Species, sobre Keith Richards. La efusiva película resulta un retrato abrumadoramente acogedor, francamente deshonesto, del guitarrista de The Rolling Stones: es la adoración del héroe llevada a un grado poco saludable, que no cuestiona casi nada. Es un fuerte contraste con Cocksucker Blues, de Robert Frank, mucho más controversial y desafiante, que retrató la gira de los Stones de 1972 con todo su libertinaje y múltiple uso de drogas. El film fue suprimido por la banda.
Hay algunas excepciones a la regla. La más notable quizás sea Beware of Mr. Baker, notable film realizado por Jay Bulger en 2012 sobre Ginger Baker, el misántropo, mercurial baterista de Cream. Es toda una experiencia en la que Baker, en un punto, insulta al director y le pega en la nariz con un bastón de metal. No es muy agradable. También puede contarse Mistaken for Strangers (2013), donde Tom Berninger explora la relación con su hermano Matt, cantante de The National: una película divertida y honesta. Pero en su mayoría los documentales de música prefieren jugar a lo seguro, del reciente Supersonic (sobre el ascenso de Oasis) a Story of Anvil –sobre la banda estadounidense de heavy metal– pasando por Hello Quo (Alan G. Parker, 2012), que aborda la carrera de Status Quo de manera relativamente amable. Son todas películas perfectamente serviciales y persuasivas, pero en su mayoría evitan la crítica y el análisis serio. No se puede evitar sentir que los músicos, especialmente los de primera línea, consiguen salirse con la suya. Por ahora.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para PáginaI12.