Todas las mañanas Esteban Rossano se arma de paciencia y hace fila para llamar a su papá desde el teléfono público de la unidad 26 del penal de Marcos Paz. “¿Tomaste la pastilla de la presión?” “¿Te pusiste la insulina?”, le repite como ritual. Rossano padre, Pablo, no quiere responder. Se pone nervioso porque la tarjeta para comunicarse que le lleva en cada visita a la cárcel consume los minutos de manera vertiginosa. Quiere saber de él o contarle algo “que le dé alegría”. En la conversación del jueves último el chico lo sorprendió: quería leerle una carta. Una de muchas que empezó a recibir de parte de personas a las que no conoce y le mandan palabras de aliento. Esteban tiene 19 años y está preso desde el 14 de diciembre. Lo agarró la Gendarmería cuando pedía que no le peguen a una mujer y apenas terminaba de ayudar a otra que se había caído en las escaleras del subte A por los gases lacrimógenos que tiraban los agentes en la primera movilización contra la reforma previsional, y también por fuera de ella. “Mejor me leés la carta cuando voy a verte”, se impacientó Pablo. “Hace un mes, en cuanto supe que Esteban había sido arrestado pensé que era cuestión de horas que volviera a casa, como me pasó a mí en alguna razzia de joven. Ahora no puedo creer lo que estamos viviendo”, le dice a PáginaI12. En el lapso que lleva preso lo golpearon, tanto en el edificio Centinela como en el Servicio Penitenciario Federal y allanaron su casa en busca de “banderías y propagandas políticas”, “explosivos” y “elementos cortantes”. Una de las razones por la que el juez lo mantiene en la cárcel es que en su mochila, secuestrada por los gendarmes, aparecieron dos piedras y cuatro panfletos políticos pisoteados, que ni siquiera reconoce como propios y asegura que le plantaron. Eso, según el juzgado -que obtuvo aval de la Cámara Federal– lo convierte en un sospechoso de intimidación pública y de coerción para que el Congreso no sesionara ese día, lo mismo de lo que están acusadas otras cuatro personas que también siguen en prisión y las más de 30 que fueron liberadas y están siendo indagadas.
Pablo Rossano tiene 46 años y es vendedor ambulante. Atiende un puesto propio en la estación de Morón, donde sale el colectivo 236. Allí ofrece garrapiñadas, golosinas y helados en verano. Todo el mundo lo conoce en la zona porque lleva dos décadas haciendo lo mismo. Le gusta y le alcanza para llegar a fin de mes. Pero desde que Esteban cayó preso dejó de trabajar. Ya usó casi todos sus ahorros para ir dos veces por semana a Marcos Paz. Es un efecto colateral del que cayó en la cuenta en estos días, al advertir que lleva gastados unos 20.000 pesos. “No quiero que le falte nada, y lo único que me dejan darle es lo que venden en la cantina del penal. ¿Sabe cuánto cuesta una Fanta ahí? 80 pesos. Por suerte tengo mi auto”.
Cuando llega a Marcos Paz y observa a tanta gente que hace viajes interminables y agobiantes en transporte público hasta ahí, se siente raramente afortunado. Cada visita, los viernes y domingos, dura tres horas. El momento más duro se presenta cuando Esteban le dice “te extraño”. Evita abrazarlo porque si lo hace se pone a llorar. Lo reemplaza por bromas como “ahora tengo la tele solo para mí”. Después se hunde en lágrimas que se combinan con furia todo el trayecto de regreso a su casa, que dura cerca de una hora. En el momento de estar con su hijo cara a cara primero le habla de la causa penal. Le explica en qué está todo. Se convirtió en un conocedor inesperado del Derecho. Después se afloja y le habla de Boca, de su sobrino de cuatro años, Benjamín, de los vecinos.
Un paseo al infierno
Pablo enviudó el año pasado. Norma se llamaba su pareja. Habían juntado sus familias en 2001. Ella con tres hijos, Micaela, Lucas y Johnatan; y él con dos, Franco y Esteban, el más chico. Con los años cada uno de ellos fue armando sus respectivas familias y proyectos. Pablo y Esteban quedaron viviendo solos. “La mamá de Esteban reapareció ahora que se enteró que está detenido. Él me dijo resignado que acepta que lo visite, así tiene alguien más con quien hablar”, cuenta el papá. Esteban terminó la secundaria hace algo más de un año. Estaba haciendo los trámites para empezar la carrera militar en Campo de Mayo. Trató de disuadirlo con sutileza, pero al final pensó que era bueno que siguiera su deseo. “No sea cosa que a los 50 me recrimine que yo no lo dejé hacer lo que quería. Mejor que elija”, piensa en voz alta. En la primera visita durante su detención, Esteban le dijo: “Mi Patria me traicionó.”
Según Pablo, a su hijo no le gusta salir. Sólo de vez en cuando va a bailar. Cada tanto va a pasear con un vecino que vive a dos casas de la suya. Se llama Esteban Titarelli. El 14 de diciembre estaba habían decidido ir a pasear a Capital Federal. Fueron, almorzaron, y después se tomaron el subte. Bajaron en la estación equivocada, en Sáenz Peña, y al salir se encontraron con una nube de gas lacrimógeno que lanzaba la Gendarmería. Esteban Rossano ayudó a una mujer que había caído por las escaleras. Trató de cerciorarse que estuviera bien. Ella agradeció, se despidieron, caminó con su amigo unos metros y vio que la Gendarmería le pegaba a otra señora mayor. Empezaron a pedir que pararan y se les vino encima un grupo de gendarmes. “¡Ustedes tiran piedras y botellas!”, acusó el grito de los efectivos. A Rossano lo agarraron de los pelos, y su amigo simuló que estaba con la mamá y escaparse detrás de una mujer. Después se quedó buscando ayuda para ver cómo podía saber adónde lo habían trasladado. Consiguió un listado con números de teléfono de abogados y se lo llevó a la noche a Pablo. En rigor, fue quien le dio la noticia.
“Lo primero que pensé fue: ‘mañana lo tengo en casa’. Yo también caí preso de chico cuando iba a bailar si había lío o en alguna razzia. En dos o tres horas te largaban”, cuenta Pablo, y agrega que no puede creer lo que vivió en apenas un mes. Las primeras dos semanas dice que Esteban bajó 10 kilos. Le dieron puntazos y piñas. Primero en Gendarmería y después en el Servicio Penitenciario, tanto agentes como internos. La Procuración Penitenciaria logró que lo cambien de la unidad 24 a la 26. “Ahora tiene mejor cara y creo que está recuperando peso. Además, me puede llamar”, describe.
Pablo fue tres veces a Comodoro Py. “Jamás en mi vida había ido a esos ni otros tribunales. Apenas conocía de afuera los de Morón. No sé Derecho, pero me va orientando el abogado, voy aprendiendo y tampoco soy tonto”, dice. En el edificio de Retiro se encadenó, esperó en los pasillos pero no logró que lo atendiera el juez Claudio Bonadio. Sólo en una oportunidad se asomó un secretario, fue atento y lo escuchó. “Mi hijo no tiene antecedentes, allanaron mi casa y no encontraron nada, si me muestran una foto donde está cometiendo un delito no molesto más”, le espetó.
El fiscal Jorge Di Lello se pronunció a favor de excarcelarlo. Pero pese a todo, el juzgado rechazó hacerlo, lo mismo que con otras cuatro personas que también cumplen un mes detenidas (ver aparte) con el argumento de que pueden entorpecer la investigación. En el caso de Esteban, sumaron la cuestión de las piedras y los cinco panfletos que había en su mochila, que estaban todos pisoteados y eran de agrupaciones políticas distintas. El chico asegura que se los plantaron. La Cámara agregó que tenía ropa y a los jueces les gusta interpretar que es para cambiarse si la policía los marca con pintura. Sí, tenía ropa deportiva, porque iba a ir a jugar al fútbol y su defensa ofreció 20 testigos. Su papá cuenta que jamás fue a una movilización ni tuvo militancia. “Pero, a ver, yo digo, no fue a la manifestación. ¿Y si hubiera ido cuál es el problema? ¿Y si los panfletos y las piedras eran de él, cuál es el problema? ¿Es un delito? ¿Le pegó a un policía? ¿Robó? ¿Dañó un coche? Nadie me muestra eso. ¡Y está preso hace un mes!”, se desahoga. “Yo quisiera que el doctor Bonadio se siente a hablar con Esteban. Diez minutos. Que se tome un mate o un café y va a entender con quién habla. Va a entender todo”, se ilusiona Pablo.
Cuando recuerda el allanamiento en su casa a Pablo Rossano todavía le parece una película. La policía le dijo que buscaba elementos terroristas. La orden decía que debían secuestrar “panfletos, artefactos explosivos, elementos que sirvan para armar los mismos, banderías y propagandas políticas (ropa, papeles), elementos cortantes, llaves falsas o ganzúas y todos los elementos útiles para la pesquisa”. El acta final decía que el procedimiento había sido “negativo”. Este y otros allanamientos se hicieron porque las actas de detención de Gendarmería y la Policía no brindaban datos concretos que dieran cuenta de que la persona estaba cometiendo un delito. Un grupo de abogados del Frente de Abogados Populares –entre ellos los que representan a Rossano, Adrián Albor y Federico Paruolo– pidieron al Consejo de la Magistratura el juicio político al juez por los allanamientos en cuestión, que consideraron ilegales, arbitrarios e inconstitucionales, en la medida en que estaban orientados a buscar “rastros de militancia política”. “Mal puede un juez allanar un hogar en busca de propaganda política dado que la tenencia de propaganda política no constituye ni puede constituir delito alguno, sino al contrario”, señala la presentación.
“Lo visito y vuelvo sin él”
El plazo que otorga el Código Procesal a los jueces para resolver en qué situación queda un imputado es de diez días. A veces los jueces se toman más, pero es una definición que urge cuando alguien está privado de su libertad. En este caso, como también se había visto tras la primera movilización por Santiago Maldonado, las personas son detenidas y recién después se busca alguna prueba que los comprometa. Los abogados de Rossano volverán a pedir esta semana que el juzgado resuelva la situación procesal del chico. Su papá se aferra a cada pequeño paso, con esfuerzo: “Cuando me levanto a la mañana pienso ‘hoy es el día’, y después me voy a dormir angustiado, sin novedades. Y así una y otra vez, lo voy a visitar y vuelvo sin él”.
El viernes último, Pablo fue a visitar a su hijo. Otra vez las rejas. Otra vez la requisa. La revisación y la desnudez. El olor a cárcel, que no conocía, y al que no se acostumbra pero acepta enfrentar. Esteban lo esperaba con las cartas que le quería mostrar, las de personas a las que no conoce pero le mandan afecto. “Fuerza chiquito, me animo a decirte así porque podría ser tu abuela y estaría muy orgullosa”, le escribió Alicia. “No te sientas vencido, ni aún vencido; no te sientas esclavo, ni aún esclavo; trémulo de pavor, piénsate bravo, y arremete feroz ya mal herido….”, le envió Mariana el poema de Almafuerte (Pedro Bonifacio Palacios). En el texto le dice que tiene dos hijos, que viven en Mar del Plata y le mandan “toda nuestra fuerza y apoyo”. Juan, en otra carta, le cuenta que se enteró por Facebook de lo que le había pasado, le ofrece ayuda y que si quiere le manda libros. Al final, Esteban descoloca a su papá con una carta escrita a mano, con lápiz, por él mismo. Tiene algunas tachaduras, pero se llega a leer: “Todos esos momentos hablando y enseñanzas que me diste para ser un mejor hombre, quiero que tengas en claro que es lo que me mantiene hoy con vida (…) lo que yo siento por vos no hay nadie que lo entienda…”
Pablo se seca las lágrimas en un baño del penal. Ya pasaron algunas horas cuando se lo cuenta a PáginaI12, pero se siente en carne viva. Cuando se están por despedir en Marcos Paz, recuerda, Esteban le dice: “¿Y si me clono? Dejo acá a mi clon y me voy con vos”. Ahora se ríe. Y le viene a la mente algo que quería transmitir: “A veces cuando charlaba con conocidos y decían eso de que la Justicia está lejos de la gente yo les discutía. Ahora veo que la justicia está lejísimo de mi hijo”.