Quienes en Mar del Plata, hasta fines de diciembre, no sabían quién era Miguel Osvaldo Etchecolatz difícilmente sigan con la duda después de la noticia de su llegada al Bosque Peralta Ramos en calidad de múltiple condenado por delitos de lesa humanidad que comenzó a gozar allí el beneficio de la prisión domiciliaria. Al verdugo de la Bonaerense lo recibieron con repudios multitudinarios en la ciudad balnearia y en el barrio donde viven sobrevivientes de su accionar durante la última dictadura y familiares de desaparecidos a los que especialmente afectó la domiciliaria del genocida. “¿Por qué somos nosotros los que nos tenemos que sentir inseguros?”, se preguntan. Y se responden: “Es él el que se tiene que sentir incómodo porque no tiene que estar acá, tiene que estar en la cárcel”.
Ana Pecoraro vive en el extremo sur del Bosque Peralta Ramos, camino al mar. El jueves 28 de diciembre estaba volviendo de un viaje familiar cuando le “explotó el celular de mensajes. Vecinos, los compañeros del sitio, amigos. ‘Ana, viene Etchecolatz, viene Etchecolatz, viene Etchecolatz’. Yo casi me muero”, contó a este diario. Llegó al barrio esa noche. Etchecolatz, unas horas después. “No pegué un ojo”, aseguró.
En la primera que pensó fue en su hermana menor, que hace unos meses compró el terreno frente a la casa de Etchecolatz sin darse cuenta de que su futura casa miraría a la cueva del monstruo. Cuando supieron, se tranquilizaron: “Vive la mujer ahí, pero él está en cana, mirá si lo van a dejar salir”.
Los hermanos Pecoraro son tres. Ana es la única que nació en Mar del Plata y la más activa en términos de militancia en memoria, verdad y justicia. Tenía cinco años cuando su papá, el sociólogo, docente universitario y montonero Enrique Pecoraro, cayó en manos del Ejército, en 1979. Su hermano, tres; su hermana, uno. Su mamá sabía qué tenía que hacer: “Agarrarnos a nosotros tres y levantar campamento”, indicó Ana. Se fueron a Mar del Plata, la ciudad de la que había huído cuando la CNU comenzó a barrer militantes de las universidades. Su madre fue secuestrada poco tiempo después y llevada a la Esma, donde pasó cuatro meses. Regresó a la costa, de donde nunca más se fueron. “Mirá que mi vieja se cruzó muchas veces durante mucho tiempo a quienes la habían secuestrado, eh. Pero ésta es la primera vez que siento un poco de miedo, que siento que el peligro acecha”, confesó.
“Nunca el miedo nos paralizó, eso está clarísimo, pero lo que encarna la figura de Etchecolatz te hace pensar un poco”, concluyó Ana, un poco extrañada de que la llegada del ex bonaerense la haya perturbado tanto. Integró Hijos hace algunos años y, desde hace poco más de uno es referente del sitio El faro de la memoria, que recupera lo que queda de lo que fue el centro clandestino de detención que funcionó en la Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina (ESIM). Sin embargo, le agarró “mucha intranquilidad” cuando el celular se empezó a llenar de la mala noticia.
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“Cuando mi mamá se vino para acá la ayudé a construir su cabaña en el Bosque. Estábamos ella, la señora que la cuidó cuando era chiquita –y que luego ella cuidó hasta su muerte– y yo, tres mujeres de tres generaciones distintas viviendo en una cabaña que cuando la empezamos no tenía ni puerta ni ventanas porque no nos había dado el presupuesto.” De esa escena que recordó Paula Píriz pasaron 20 años. Con PáginaI12 habló de los primeros tiempos de su mamá, Susana, en el Bosque Peralta Ramos, donde compró un terreno con una pequeña herencia familiar. Ahí ya vivía su hija mayor, que de tanto viajar a la ciudad a trabajar terminó quedándose. Paula fue la última de la familia en mudarse. Eligió una casa en el barrio Alfar, que queda ahí nomás del Peralta Ramos, un bosque “pacífico, muy especial”, lo definió.
Ellas no están solas. “Cuando recuperamos los restos de mi viejo, en 2013, plantamos un nogal en el bosque, de libre acceso para todos, con la idea de que dé frutos. Y bajo ese nogal pusimos sus cenizas”, recordó Paula. Julio Luis Píriz era periodista y filósofo; responsable del área de Cultura del PRT, “consultado y querido por integrantes de todas las orgas”, aclaró su hija menor. Fue secuestrado el 26 de mayo de 1976 en la ciudad de Buenos Aires, donde vivía –a esa altura huía– junto a Susana Chamizo y las chicas.
Paula tiene dos hijas. Por ellas –que “tienen amigos en el barrio, andan en bicicleta”—, por su mamá, por su hermana, pero sobre todo por que el bosque es el espacio en donde está finalmente su papá, a Paula le causa “mucho dolor” que Etchecolatz esté ahí “haciendo de cuenta que está preso”. “Que mi papá esté compartiendo el mismo espacio con este asesino, que está vivo y que tuvo a diferencia de él, la posibilidad no solo de una prisión domiciliaria sino de un juicio, de una cárcel donde su familia lo pudiera ir a visitar, su estancia es indignante”, define.
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Un “concurso de casualidades” llevó a una de las víctimas y sobrevivientes de lo que la crónica literaria bautizó como “La noche de los lápices” a instalarse en el Bosque Peralta Ramos. Llegó hace casi una década después del largo tiempo de exilio que sobrevino a algunos meses de secuestro y torturas y dos años y pico de encierro en la Unidad 9, de La Plata. No tardó mucho en enterarse de que el bosque había sido territorio de varios represores.
Supo que una de las casonas ubicadas en la avenida de ingreso le perteneció a Guillermo “Pajarito” Suárez Mason. Que Etchecolatz había sido devuelto a la cárcel en 2006 después de ser descubierto en su vivienda con un arma de fuego. Que “era dueño o socio” de una de las agencias de seguridad que controlan las calles del Peralta Ramos y que “Alfredo Astiz era otro, se comentaba”. En efecto, el verdugo de la Marina tuvo casa en el Bosque. Un chalet ubicado no muy lejos del ex jefe de la Dirección de Investigaciones de la Bonaerense que tenía un cartel de presentación: “El descanso del guerrero”.
Lo que no pudo imaginarse esta víctima es que debería compartir actualidad y territorio con quien dirigió los peores sufrimientos que experimentó en su vida porque “era inimaginable”, sostuvo: “Cuando empezás a pensar decís ¿cómo puede ser que a quien ha matado, que ha torturado, que ha robado niños, sea perdonado entre comillas?”
La decisión “política” de los jueces de otorgarle el beneficio de cumplir condena en su hogar “a un ser como este, que es un ser pero no humano” le molesta no por la casa que habita desde hace dos semanas queda muy cerca de la suya. Sino por el efecto. “Su caso es emblemático”, señaló, “abrirle las puertas a la domiciliaria a alguien con ese pedigrée es abrirle las puertas a todos los otros”.
“La decisión no es médica, es política. No es un enfermo terminal, es un viejo. Titubea, se hace pis encima. Y la prisión domiciliaria es un beneficio que los jueces pueden dar si se cumplen determinadas pautas. Pueden, no deben”, remarcó el sobreviviente. Los crímenes que sufrió los expuso en calidad de testigo en juicios contra Etchecolatz y volverá a hacerlo cuando llegue el juicio oral por los hechos sucedidos en el centro clandestino Pozo de Quilmes. Ése y el que repasará los crímenes del Pozo de Banfield son dos causas principales que tendrán al genocida como principal acusado. Su víctima y flamante vecino continuó: “Los jueces decidieron ir por esa posibilidad seguramente dictados por el partido judicial y el gobierno actual, que viene por todo”.
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Paula coincidió. Haciendo la salvedad de que Mauricio Macri fue elegido democráticamente, se siente “casi en dictadura”. “Nunca pensé que esta bestia iba a salir de la cárcel. Es más, sentía que había una parte de la historia que estaba cerradita. Pero con este Gobierno… a mí me daba mucho de aquellos años. No vivimos bajo el régimen de una dictadura, pero el método económico, sus formas de pensar, de expresarse, todo coincide, es muy similar”, opinó.
La salida de Etchecolatz de la cárcel, “las domiciliarias para los genocidas” son, para ella, “una patada no solo para los que tenemos familiares desaparecidos, sino para la sociedad que esta bestia esté disfrutando de ese paraíso”. Ella y Ana sienten “pena” por los cambios que pueda imprimir la presencia de Etchecolatz al Bosque. Que ya imprimió. Lamentan, por ejemplo, el incremento de la presencia policial en las calles.
“Más allá de la garita de prefectura que tiene en la puerta, si se acerca alguien a sacar una foto a la casa al toque tenés dos o tres patrulleros dándote vueltas y vemos mucha gente de civil que no se conoce y que uno puede identificar claramente que son canas”, contó Ana.
Ella creció “en la otra punta de Mar del Plata”, pero junto a su compañero encontraron en una casa vieja del Bosque Peralta Ramos su “lugar en el mundo”. Eso cambió: “Uno quiere mantener cierta normalidad, pero es algo que perturba todo el tiempo. Su presencia, esa horrible sensación. No tenemos por qué pasar por esto. Los genocidas deben cumplir cárcel común”, remarca.
Para ellas y sus familias, “se ha vuelto una zona de peligro”, añadió Paula. ¿Por qué? Contestó Ana: “Sabemos lo que son las fuerzas. Y no sabemos cuánto poder le quedó a Etchecolatz en ellas”. Hubo otros cambios que ellas y el resto de los vecinos y vecinas del Bosque tomaron “sin petrificarnos de miedo, pero con precaución”. A Paula y a su hija, una noche de la semana pasada las siguió y acorraló un Falcon verde “viejo, como los que se usaban en la dictadura”. La mañana siguiente, la vereda de la casa del joven que colgó los carteles que anuncian la presencia del genocida en el barrio durante el repudio vecinal amaneció marcada con pintura blanca, algo que también les llamó la atención.
Y las visitas de “amigos neonazis” del represor. “Acá recibe a sus amigos neonazis, si quiere, se come un asado con ellos, tiene internet…No seamos ingenuos, sigue teniendo poder”, advirtió la hija menor de Píriz. El viernes pasado a la mañana, el dirigente del neonazi Foro Nacional Patriótico Carlos Pampillón se sacó una foto sentado en un tronco de lo que, dijo, era el Bosque Peralta Ramos y la publicó en Facebook con un mensaje: “Fui a visitar al Crio. Etchecolatz, no pude verlo pero le dejé mis saludos y charlé con los Prefectos a cargo de su Seguridad, que me contaron las faltas de respeto a las que son sometidos por los zurditos que se acercan. Me quedé un buen rato esperando alguna ratita roja, pero seguían de largo en silencio”.
A la hija de Pecoraro, en tanto, le genera tanta intranquilidad la presencia de la Policía como la posibilidad de que “quienes se pusieron de acuerdo con su domiciliaria” merodeen en barrio. “De esa gente también nos tenemos que cuidar porque están envalentonados”, apuntó.
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El sobreviviente no tiene demasiadas esperanzas en que Etchecolatz vuelva a la cárcel mientras el contexto político siga siendo el de hoy, “con retrocesos brutales en todas las áreas y sobre todo en derechos humanos”. Las chicas, en tanto, confían en las redes de repudio que se están forjando entre vecinos del Bosque no solo para cuidarse de manera colectiva sino para intentar vencer la decisión política de que Etchecolatz siga en su casa.
“Yo quiero que vuelva a la cárcel”, insiste Paula, que evita pasar por la casona de Bulevard Nuevo Bosque entre Los Guaraníes y Los Tobas. “Es muy difícil pensar que va a morir tranquilo en su casa del Bosque un tipo que mató a centenares, que robó bebés, que torturó, que fue cómplice de toda esa pesadilla. No puede terminar así·. Ana, por el contrario, pasa cada vez que puede. “El tipo está en paz, está tranquilo y eso indigna. Yo no duermo y él, lo más pancho”, le duele. “¿Por qué yo me tengo que sentir insegura? ¿Por qué Paula? ¿Por qué nosotros? Es él el que se tiene que sentir mal, incómodo”, remarca. Recuerda que Etchecolatz es un genocida condenado “varias veces a perpetua”; que por eso debe estar en la cárcel “y no en una casa”. Y que entender eso le permite “hacer un click y retomar la acción”. “Ojalá podamos revertir esta situación”, espera.