El 30 de diciembre de 1991 lo hicieron Menem y Cavallo. Luego de 36 años lo repiten Macri y su tropa de predadores. El mismo decretazo, igualmente inconstitucional. La misma infame decisión dictatorial con disfraz democrático.
Pero lo peor, una vez más, es que este país se lo banca.
Y ahí están, muy probablemente, la matriz del problema, la explicación de la tragedia contemporánea argentina y la necesidad de comprender para superar.
La clase media es, desde hace décadas, la versión más representativa de cierta argentinidad urbana, injusta pero instalada, que nos presenta en el mundo como país blanco y europeo, con dispar desarrollo del resto de Latinoamérica. Una enorme mentira, desde ya, pero universalmente validada como cierta, incluso y en particular por quienes habitan la babilónica ciudad que es bandera del mito.
Esa clase media banca todo. Con núcleos progres y núcleos racistas, casi siempre disconforme y autoconvencida de su “cultura”, votó a Menem y Cavallo ayer, como a Macri y su patota autoritaria hoy, pero también votó a De la Rúa y a Aníbal Ibarra, y a Rodríguez Larreta y a Carrió. Y ahora hasta se ufana, orgullosa a despecho de malarias, de que está todo bien y de que los que “se robaron todo” merecen esto y mucho más y por eso los votaron y revotaron. Y entonces brindan y se burlan por las redes dando pie a que sus monstruos fascistas y sus nazis mal disimulados, en la tele y los medios impresos, celebren, por caso, que el Imperio vete el ingreso del ex canciller Héctor Timerman para su tratamiento médico. Como cuando ante Evita moribunda escribían “Viva el cáncer”.
Es claro que de ese tipo de gente no debe esperarse otra cosa. Pero sorprenden, eso sí, el grado extremo de odio de que son capaces, y también el grado extremo de tontería nuestra, popular y nacional, que nos impidió ver la maldad en tantos que guardaban silencio y juntaban resentimiento más allá de que en sus vidas privadas les iba, entonces, mejor que ahora.
Como tampoco nos dimos cuenta de que muchísimos compatriotas de las clases bajas o marginadas, proletarios de libro, esos que durante años la izquierda llamó “los de abajo”, es decir los explotados, había sido que se soñaban a sí mismos y se sueñan todavía como nuevos clasemedieros. Y había sido que la aspiración de muchos de ellos era parecerse a sus patrones, a los ricos, y adoptar sus usos y costumbres sin medir consecuencias al negar su origen de clase. El espejo que fue y sigue siendo la telebasura para ellos, y la prédica del vasallaje periodístico, los empujó a un abismo que aún hoy no reconocen, ni quieren reconocer.
Acaso eso explique cómo y por qué tantos pobres y marginales apostaron “al cambio”. Tenían todo el derecho, claro, y tenían históricas razones para querer salir del engaño de décadas de promesas incumplidas; salir de punteros y oportunistas de la política; salir de la corrupción que durante dos siglos imperó en este país, y ya no sólo en las dirigencias sino en todos los estratos sociales. Ninguna crítica a eso. Tenían todo el derecho y múltiples razones, incluso. Y el sistema mentimediático les proveyó de argumentos sencillos e indicativos de lo que no veían los candidatos del campo nacional y popular designados a dedo para continuar lo mejor del kirchnerismo, pero sin garantías de que no continuaran también lo peor.
Argumentos como “yo trabajé toda mi vida y tengo que seguir trabajando; a mí la política no me interesa” fueron moneda corriente para justificarse, y lo siguen siendo. ¿Quién supo leer esas palabras? Solamente, y malignamente, los que se encargaban de que ese proletariado en caótico desamparo se “entretuviera” con la tele. Y así fue como se les hizo religión creerle a “la Señora” que come en la tele ante el hambre de millones, y entretenerse viendo bailes calenturientos y machistas en la tele nocturna. E incluso esta vez el inteligente fascismo criollo les puso en el aire y en la pantalla los más abominables “programas políticos” nada más, hoy queda claro, que para detestar la política.
Hoy esos votantes –que sí votaron a estos miserables– no están pudiendo pagar sus cuentas y todavía no saben que con este decretazo menem-macrista les van a embargar los sueldos cuando no paguen la cuotita del electrodoméstico o de la moto que compraron cuando gobernaban “los chorros”, o sea los K, como siguen simplificando, machacones, los Magnetto boys and girls.
Así pues, ante semejantes y dolorosas contradicciones ahora abundan, como es lógico, las interpretaciones. Saludables como una, extensísima pero certera, que difunde un colectivo que firma “Psicoanalistas Autoconvocados”. Y otra, escrita por Paula Canelo –distinguida cientista social, investigadora del Conicet y docente en UBA y Unsam– titulada “Un mundo con los pobres bien lejos” y que es una reflexión acerca de una cuestión que debería interesar a todo el campo nacional y popular: el comportamiento de sectores populares y medios engañados con una ilusión que todavía hoy encarnan el macrismo y el radicalismo de derecha. Eso que no se comprendió en 2014 y 2015, y así nos fue.
Y hay más grupos y personas que teorizan, con variadas agudezas, sobre el comportamiento de un pueblo que –y cabe ratificar estas notas desde por lo menos diciembre de 2015– suicidó su futuro. Dolorosa y desdichadamente, porque la peculiaridad mayor de las clases medias, históricamente y aquí y donde sea, es su volubilidad. Sus intereses y adhesiones son cambiantes, jamás definitivos porque, precisamente, la clase media no tiene conciencia de clase, de ninguna y no la quiere tener. Por eso todas las explicaciones sobre clases medias contienen verdad, pero sólo partes de la verdad. Las otras partes son su indefinición permanente, su infidelidad esencial, el credo de su “independencia” (acaso su única convicción absoluta), su contradictorio sentido de la culpa y su egoísmo e insensibilidad social aunque pueda “condolerse” ante un desvalido, un marginal o un diferente. De ahí la inclinación de muchos clasemedieros hacia la solidaridad burguesa, que es paternalista y hasta “da cartel”.
Leo a la par “Milagro”, necesario y recientísimo libro de Alicia Dujovne Ortiz, que no idealiza al personaje pero lo muestra en todo su porte, sus contradicciones y su decisión indígena y hacedora. El resultado es un retrato más verdadero que glorificador en el que se la aprecia dura y admirable en su enfrentamiento con el poder chiquito y mezquino del jujeño gobierno de los (in) Morales.
Y pienso que lo único seguro con las clases medias es que son volubles, oportunistas y “cambiantes” y casi siempre playitas en sus ideas y definiciones. Y puesto que pertenecen a la especie humana sus comportamientos, adhesiones, afectos y odios son potencialmente infinitos.
Si estas dudas no se piensan ni se entienden, y no se corrigen modos y discursos, el camino del retorno a una república democrática, soberana, inclusiva, igualitaria y nacional y popular, va a ser más arduo y más largo que lo que muchos y muchas parecen creer hoy. Por qué no decirlo, entonces.