Por suerte hay vidas todavía que no requieren la molestia de los datos verdaderos. Mejor dicho, a las que los datos verdaderos destruyen sin beneficio de la leyenda o el mito. El o la de Unica Zürn (leyenda o mito) dice que quiso imitar el estilo de Hans Bellmer y le salió tan bien que descuartizó toda una república de líneas para construir un solo objeto opaco y seco en el pabellón de su locura. Hans Bellmer era el cincel alzado con más vehemencia del surrealismo alemán. El surrealismo no había nacido para borrar fronteras, como Dadá sino para afianzar la certeza metódica de Breton, y Unica tuvo que gastar una serie de metamorfosis en vida que fueron como un ciclo de reencarnaciones. ¿Fue el agobio de algo parecido a una copa de árbol el que la obligó a no sacar conclusión alguna? ¿La suspensión del juicio crítico y la incredulidad el amorío simultáneo que bendijo el salto de un asfalto a otro encomendada a una deidad única? ¿El sentido de la orientación perdido, ese que hace imposible poder dibujar los dientes de un animal adentro de su cabeza? Sí, ese. Los dientes afuera entonces, que la tormenta acepte al fin el fin de sus expectativas
En paralelo lejano, tan lejano que no parece ya paralelo, y como si aquella suspensión continuara, datos sobre su vida se repiten con la verdad del acertijo: hija de clase media alta de barrio residencial (Grunewald, Berlín), guionista de cine, escritora de relatos por entregas, poeta, fetiche erótico, muñeca real en el mundo apócrifo de las muñecas de Bellmer -fetiche admirado por Man Ray, Arp, Ernst, Duchamp y un elenco ilustre que no permite que la enumeración de nombres termine-, masoquista, huésped de paso recurrente en psiquiátricos, esquizofrénica, adicta a la mezcalina compartida con Henri Michaux, novelista, víctima atormentada por los surrealistas y sombra aviesa de su propio trabajo. Para completar la molestia instruida Unica Zürn recibe solo un pie de página en los anales del surrealismo y un silencio de imagen para sus anagramas y para sus criaturas fantásticas enroscadas por dentro y por fuera de la abstracción modelada.
Si la mención esquiva supera los dos renglones aparece además el detalle de su muerte anunciada, su suicidio, un salto de otoño al vacío desde la habitación del sexto piso que compartía con Bellemer en París. En un intervalo de lluvia, entre los glifos inteligibles y las alucinaciones sádicas Unica escribía desalojada de cualquier permanencia hasta que por fin y solo en ella el nombre del padre dejó de ser un punto limítrofe en el crucigrama del saber del psicoanálisis y fue sin mérito Hombre jazmín hasta que la identidad seca del otoño en patrulla diera pie a la irrenunciable Primavera sombría. Novelas póstumas que develaron su inmersión en el delirio de las palabras en la ciénaga de lápiz látigo, en la santidad de las lenguas que se esconden en su propia lengua. “Y piensa también en el duro y estrecho ataúd, en el que no podrá estirar los brazos y las piernas como hace en su cama blanda. Estará rígida como un soldado. ¿Y si no se mata al caer y la salvan?”. Luna y poética modelando el impulso, el salto felino que anticipará la zambullida, “desde ayer ya sé por qué estoy escribiendo este libro, que es el fin de permanecer enferma más tiempo (…) puedo caer en una página nueva todos los días.”