La mano estallada de Cándido López, el balazo que lo deja manco y lo obliga a aprender a pintar con la mano izquierda es la síntesis de una resistencia épica, muy parecida a esa insistencia en la escritura que Ricardo Piglia rescataba en el Che Guevara, cuando en plena selva boliviana no dejaba de ver escenas que había asimilado en miles de libros. 

La narradora de Nervio óptico, que en esta experiencia escénica aparece desarmada en siete actrices y de ese modo su identidad se vuelve algo a dilucidar o poner en cuestión, vive en una relación amorosa, conflictiva, absolutamente íntima con esos cuadros que respiran en el Museo de Bellas Artes. No se trata únicamente de usar las obras para hablar de sí misma, no hay aquí una autoreferencialidad liviana, esas pinturas son para María Gainza una iluminación tan inevitable como el temblor en su ojo o el pánico que la increpa al momento de subirse a un avión. Hay en ella una voluntad de hacer de la crítica de arte una tarea tan existencial y singular, tan autoexigente como la obstinación de Gustave Courbet por atrapar las formas y tonalidades del mar.

Cuando el texto pasa a escena necesita del formato de visita guiada, de las salas casi despobladas del Museo para que las voces de las actrices traigan los episodios que no podrán representarse. Ellas no quieren ir en contra de ese discurso narrativo, la teatralidad pasa por hacer presente ese montaje entre las biografías donde los territorios, las guaridas mugrientas, la fama precipitada o tardía hacen visible que el arte siempre retiene un apremio, una pérdida, una conquista tan incierta que nada puede definirla o que será siempre tan irreparable como esa bronca de clase que Mark Rothko nunca pudo sosegar. 

Ofrecer su cotidianidad como materia es para Gainza y para estas mujeres que la componen como seres cambiantes, ajustadas a este tiempo contemporáneo mientras nombran las calles europeas del siglo diecinueve o la Nueva York de Rothko como si la estuvieran viendo en ese instante, una operación que activa la intensidad de la crítica, una tarea donde la comprensión o la reflexión sobre la obra no puede realizarse sin la implicancia de la interioridad de quien escribe, del mismo modo que Rothko terminó hundido en el charco rojo de su propia sangre. 

La dirección de Analía Couceyro parece pedirles a las actrices que se asienten en un trazado actoral que nunca ignora su carácter expositivo. Desde ese encuadre ellas van desde una sutil identificación, en la que evitan permanecer, a un temperamento expresivo más enfático. Lo que las actrices sostienen como clave, aún como una permanencia en sus variaciones de estilos, es esa punzada en la indagación personal que una obra de arte desanuda o empuja. O tal vez, está en ellas, como un vigor que asume la hondura de un conflicto, la apelación a provocar ese sopor, ese hachazo en el corazón del público. 

Esa manera de presentar las obras que le arrebatan a Gainza de sus relatos, es una experiencia descolocada donde la crítica es capaz de ver en una película del cable sobre surf una ola similar a la de Courbet sin que importe allí otra justificación que su ojo sensible, entrenado, cargado de imágenes. 

Las dos presencias, la de la actriz que monologa y la de ese cuadro, aceptan una tensión que ayuda a observa la movilidad en lo que parece quieto. Porque un cuadro es también una pequeña escena, una forma que habla siempre de maneras distintas, algo que se modifica según el afecto que obliga a ver. Pero queda claro para Gainza que ese negro que se come al rojo puede encontrarse en un devastado hospital público, que todavía hay pintores sacros en los tugurios del centro y que esa mujer compuesta por Couceyro que asegura no salir nunca del museo tal vez exista. Ó

El nervio óptico, con las actuaciones de Luciana Mastromauro, Julieta Vallina, Anabella Bacigalupo, Laura López Moyano, Florencia Bergallo, Juliana Muras y Analía Couceyro se presenta el martes 20 y el miércoles 21 a las 20, en el Museo de Bellas Artes. Las entradas gratuitas se retiran con una hora de anticipación.