Anteayer faltó a su nonagésimo cumpleaños el poeta, docente y artista plástico Hugo Padeletti, que había nacido el 15 de enero de 1928 en Alcorta (provincia de Santa Fe). Murió el viernes pasado en la clínica Favaloro de la ciudad de Buenos Aires, justo cuando Plutón el destructor en conjunción con el sol se le arrimaba a su sol natal.

Había vivido en Rosario y en Santa Fe, donde fue director del Museo Provincial de Bellas Artes Rosa Galisteo de Rodríguez. Desde su jubilación como profesor de Estética en la carrera de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Rosario en 1983 vivía en San Telmo, donde afrontó en la última década de su vida una soledad feroz de viudez y vejez que él describió hace ya unos años con una exquisita palabra latina: derelictio. Por esta misma época del año, a comienzos de 2006, había fallecido su compañero de toda la vida, Dante Pierpaoli. No llegaron a beneficiarse de la ley de matrimonio igualitario pero habían formado un hogar y en él estaba el taller, al que si una era invitada entraba a tomar el té como Alicia al país de las maravillas.

Decía que porque tenía muchos planetas en signos de tierra, todo se le daba lentamente. A comienzos de este milenio se encontraba en su esplendor: una racha de fulgor que se disparó a partir de la publicación de La atención, su obra reunida en tres tomos editada en 1999 por la Universidad del Litoral y la editorial Bajo la Luna, que prácticamente comenzó publicando un libro de Padeletti: Apuntamientos en el Ashram y otros poemas (1991). No es azarosa la semejanza del título con Epigráfica del Ehret, de Aldo Oliva. Sin embargo no podían ser más distintos: el Ehret era un bar y un ashram es monasterio en la India, país que Padeletti visitó en los años '60. Pero él y Oliva eran de la misma generación, junto con Juan José Saer, Noemí Ulla, Rubén Sevlever y otros que salen en la foto que ilustra la edición de la poesía reunida de este último. La de Padeletti saldrá este año por Adriana Hidalgo. En el prólogo a la obra de Sevlever, el investigador Osvaldo Aguirre trabaja históricamente esa foto, la red que trama.

Al igual que la de su maestro Arturo Fruttero, capaz de deshojar una rosa en sus diversos "casos" como si fuese un verbo latino, la de Padeletti es una poesía donde nada del mundo es insignificante ni inferior. Como poeta, Hugo Padeletti creaba sus propios pies, es decir: sus propios módulos rítmicos. De este singular rigor compositivo aplicado al verso libre surgía una música única. La música era para él la más excelsa de las artes. Si hubiera que elegir un solo poema que lo represente, este sería Demetrius on style (ver recuadro), cuyo título alude a un antiguo manual de estilística y que según él constituía una ars poetica, una reflexión sobre su quehacer.

El tomo I de La Atención reúne un corpus variable que vio la luz en varias versiones distintas. "En 1959 publiqué en Buenos Aires en la Editorial Cármina dedicada exclusivamente a poesía, dirigida por Sofía Maffei y asesorada por Ricardo Molinari, una pequeña selección (17 poemas) que titulé simplemente Poemas. Años después el Búho Encantado [el sello de Francisco Gandolfo e hijos] me publicó una hermosa, pequeña edición de 12 poemas con presentación de Angélica Gorodischer. El libro por el que alcancé reconocimiento nacional fue Poemas 1960‑1980 que publicó la Universidad Nacional del Litoral", contaba Padeletti en la web La infancia del procedimiento. A su Antología poética (2006, Pre‑textos) le siguió en 2007 su antología revisada El andariego/poemas 1944/1980, del Fondo de Cultura Económica. La poeta Paula Jiménez España sugirió que el título seguramente se refiere al hexagrama 56 del I Ching: "describe a aquel que no tiene morada fija".

El gesto de arrojar unas monedas para leer el cosmos en unos trazos se parece mucho al de su producción plástica, menos conocida y valorada que su poesía, y que tiene en común con ella una rigurosa combinación de azar y composición. En 2003, premiado por el Fondo Nacional de las Artes, salió por Interzona su Canción de viejo: "barro la jaula del león canoso, /soy la pantera que desespera en redondo", le recitaba a fines de la primavera de 2003 en su taller a Adolfo Nigro mientras elegía pinturas para Jardín secreto, su exposición individual en la galería Luna Verde que había fundado Nigro. Padeletti contó entonces que los versos arriba citados estaban inspirados en un paseo por el Jardin des Plantes, en París. Y dijo que el jardín era la síntesis entre la naturaleza y el mundo humano. Otro amigo, Jorge Correa, le editó en 2004 el libro Padeletti. Dibujos y poemas 1950‑1965. Padeletti creó además unas extrañas criaturas en alambre, que expuso como "Artefactos del vacío del centro y de la vida precaria".

En un video grabado en la Feria ArteBA de 2004, Aguirre y la artista Claudia del Río, ex alumna de Padeletti en la Facultad donde ella ahora enseña, lo escuchan atentos hablar sobre su pasatiempo de trazar líneas. A Padeletti no le gustaban los dibujos que improvisó en aquella ocasión en público para el Club del Dibujo. Prefería la intimidad de su taller, donde abrió cajas para sus exposiciones de 2005 en los centros culturales Parque de España y Recoleta: la antológica Eternidad del instante, con curaduría de quien suscribe, Florencia Abbate y Raúl Santana. Sus collages de 2005 se expusieron en 2006 con el título de Arrugas, en una muestra que formó parte de un premio a la creación del FNA. El público lo conocía más por su poesía, que el Diario de Poesía se ocupó de difundir desde el primer número.

"Si una manchita, o una línea, es una estación en la búsqueda, es porque yo creo haber abierto en ella un espacio estético, un espacio contemplativo", dijo en la visita guiada a su muestra en el Parque España, rodeado de sus alumnas de la Facultad que venían a reencontrarse con el maestro. En un reciente homenaje en las redes, Claudia del Río recuerda su voz: "siempre íntima, suave, la misma que cuando eras profe y nos acercábamos para escucharte, inolvidables donde revelaste el universo conceptual de cierto arte oriental".

Muchos en sus despedidas coinciden en su imagen de maestro. Tenía algo en su porte que seducía desde una majestad ascética y exótica. Era como si no fuera de ninguna parte. Sus dibujos parecen plantas del desierto. Es mínimo lo que se sostiene en esas alturas tibetanas casi carentes de atmósfera. La línea, en su dibujo, es el arabesco de un punto que se desplaza: una única línea continua que va tanteando su forma. Arabesco, tal fue el nombre que los artistas occidentales le dieron a esa relación casi musical con la línea. Como si hubiera hecho falta remitirse a alguna irreductible otredad, la del Oriente, para soportar la maravilla de contemplarla. Tanto él como su coterráneo consagrado Lucio Fontana podían articular plásticamente entre sí lo infinitesimal del gesto (que punto por punto tajea el espacio) con el infinito vacío que se abre detrás. A su pesar, esta paradoja se lee como barroca, por más moderna que sea su manifestación en ambos. Como admitió en una conversación telefónica en 2006: "Quizás me refugié en el barroco porque no estaba preparado para afrontar la realidad última". Su color favorito era el amarillo. Decirle adiós es como el exilio de un país fabuloso que estuvo en este mundo y ya no.