“Tal vez el acto más revolucionario para una mujer sea emprender un viaje por iniciativa propia y ser bien recibida cuando vuelva a casa”, anota la activista itinerante, ensayista, periodista Gloria Steinem en Mi vida en la carretera, autobiografía de 2015 donde la fundadora de Ms Magazine recuerda los momentos que han elevado su espíritu, dado forma a su visión de mundo, deviniendo así icónica referente de la lucha por los derechos de la mujer. Momentos que son indisociables al viaje, como subraya esta “organizadora errante”, como gusta definirse. Que además de asegurar que las millas recorridas permiten conocer causas, realidades, personajes, resalta la importancia vital de que las mujeres se tomen el buque. “La carretera es caótica, tan caótica como la vida real. Nos saca de la negación y nos arroja a la realidad, nos saca de la teoría y nos arroja a la práctica, de la prudencia a la acción, de la estadística a las historias; en definitiva, nos saca de nuestras mentes y nos arroja a nuestros corazones. Junto con los peligros reales y el buen sexo, la carretera es una de las cosas que te hacen estar cien por cien vivo en el presente”, proyecta razones la voz más que autorizada.
Para la que viajar es, además, recibir historias, compartirlas; es conservar la esperanza, la energía; es sumar carambolas como “la de esperar a que escampara la tormenta en un bar de ruta en el que había una gramola y que un profesor de tango perdido me explicara los orígenes callejeros del baile; u oír a niños mohawk aprendiendo un lenguaje y unos ritos espirituales prohibidos durante generaciones”. El viaje como aventura, aunque -conforme las inequidades- incluso las definiciones atenten contra la mujer en empresa errante. Así lo cuenta Steinem en el mentado libro de memorias, destacando cómo incluso el diccionario define aventurero como una “persona que vive o busca aventuras”, mientras que aventurera es la “mujer que recurre a medios inmorales para procurarse riquezas o una posición social”… “Parecía que todos los viajes emprendidos por mujeres acababan mal, desde el real de Amelia Earhart hasta el ficticio de Thelma y Louise (…) Como escribiera la novelista Margaret Atwood respecto a de la ausencia de mujeres en las novelas de búsqueda de la identidad ‘posiblemente, la razón sea muy sencilla: una mujer que se lanza sola a una azarosa expedición nocturna tiene muchas más posibilidades de acabar mucho más muerta, y mucho antes, que un hombre’”, reflexiona Steinem.
Pero hete aquí la cuestión postulada por la inquieta trotamundos… “Ante las funestas y a menudo acertadas advertencias de los peligros que entraña la carretera para las mujeres, el feminismo moderno vino a plantear la pregunta fundamental: ¿Comparado con que?? Ya sea por muertes a cuenta de la dote en la India, crímenes de honor en Egipto o violencia de género en Estados Unidos, los datos revelan que una mujer tiene muchas más probabilidades de ser agredida o asesinada en su casa a manos de un conocido. Estadísticamente, para la mujer el hogar es más peligroso que la ruta”, ofrece la dama de 82 pirulos, cuya última esperanza “es la de abrir literalmente el camino”: “Hasta ahora, este ha sido abrumadoramente masculino. Los hombres encarnan la aventura, mientras que las mujeres encarnamos el hogar, sin más vuelta de hoja. Ya de niña me di cuenta de que en El mago de Oz la única meta de Dorothy era volver a su casa, a Kansas, y que Alicia en el país de las maravillas despertaba de su sueño de largas aventuras justo a tiempo para la hora del té”.
Y si las referenciadas, reflexivas palabras de Steinem vienen a cuento, es porque sirven para poner en perspectiva cuán magnánimo fue el gesto de las viajeras pioneras que -desde distintas latitudes, contra adversidades muchas, en tiempos en los que trasladarse era un genuino acto de valentía, de emancipación, de rebeldía, de inconformismo- se lanzaron a la difícil, apasionante acción de sumar millas. Heroínas en su propia ley, con -presumimos- cómodos ropajes, amén de transitar caminos que desafiaron convenciones. Algunas tan destacables que, en tiempos veraniegos donde tantísimas se mandan a volar (o conducir, bicicletear, navegar), Las12 no puede sino ofrecer sucintos relatos esperando contagiar su entusiasmo.
Exploradoras como Jeanne Baret (1740-1807), a quien se le atribuye descomunal gesta: la de ser la primera mujer en circunnavegar el globo. Vestida, eso sí, como un muchacho, dada la prohibición que regía en Francia, e impedía que damiselas embarcasen en naves de la Marine Royale. Envuelta en trapos de lino para aplanar sus pechos, la pequeña Jeanne convenció a los 300 hombres de l’Etoile que era Jean, un jovencito, trabajando a la par para aplacar sospechas. Y cuando se la increpó por no desnudarse con el resto, y siempre, siempre llevar la pistola cargada, inventó que, siendo mocito, había sido capturado y castrado por turcos otomanos y, desde entonces, le daba pudor mostrarse sin pilcha. Loco cuento que los marineros creyeron. Así, durante más de tres años, viajó esta muchacha de orígenes humildes, oriunda del Valle del Loira, por el mundo (buena parte de él, al menos), arribando incluso a la Patagonia. Mérito doble de considerar los trotes que la llevaron a embarcar…
Sucede que Jeanne era una “mujer de hierbas”, habiendo aprendido de pequeña a identificar plantas para el tratamiento de heridas y enfermedades; y acabó liada con el viudo naturalista Philibert Commerson. Que convocado por el gobierno para recorrer nuevos territorios, descubrir nuevas especies herbales, tuvo la súbita idea de invitar a Baret, su amante, en carácter de asistente. Debiendo ella travestirse, claro. Jeanne no solo se subió a la delicada aventura cargando sacos y prensas de madera, herramientas del “jefe”: también exploró tierra por propia cuenta (Philibert a cada rato caía enfermo), siendo ella responsable de algunos de los hallazgos más notables de la expedición. Solo con el tiempo, empero, se reconoció el valor de su legado como botánica.
Para dar cierre al verídico culebrón, cuenta Glynis Ridley, autora de The discovery of Jeanne Baret, que los marineros finalmente descubrieron su condición de mujer en Tahití, y el capitán Louis-Antoine de Bougainville le dejó continuar el periplo hasta la Isla Mauricio, donde ella y Commerson debieron desembarcar. Allí se casaron y vivieron durante siete años, hasta la muerte del naturalista. Vuelta a casar, Jeanne regresó a Francia años más tarde, cargando las 6000 especies vegetales, algunas inéditas y fundacionales, que había recolectado años antes en sitios como Brasil, el estrecho de Magallanes, Madagascar. Su regreso la convirtió entonces en la primera mujer en completar la famosa vuelta al mundo.
Otra es la historia de Nellie Bly (1864-1922), nacida Elizabeth Jane Cochran, a quien el pasado año Google homenajease a 151 años de su nacimiento con un simpático y merecido Doodle por sus peripecias como primera reportera de investigación. Aunque su historia, sobra aclarar, no es menos asombrosa. Fue esta señorita -que de adolescente tuvo que buscar empleo para poder estudiar- la que batió en 1890 el récord de dar la vuelta al mundo, bajando los 80 narrados por Julio Verne a 72, su marca personal. Hasta aquel momento, empero, ya había demostrado ser una fuera de serie, incursionando en el periodismo a los 16, en una época en la que ese oficio -y tantos otros- era cosa de varones…
Lo hizo primeramente en el Pittsburgh Dispatch, donde curiosamente obtuvo un empleo tras protestar contra un artículo sexista intitulado “What girls are good at” (fácil imaginar su contenido). En aquel periódico escribió artículos sobre las pésimas condiciones laborales de las obreras; y sus notas movieron tanto, tanto el avispero que intentaron sus editores trasladarla a secciones como moda, jardinería, hogar. Sin éxito, de más está aclarar. A los 21, buscando nuevos desafíos, la combativa muchachita se mandó a mudar a México, cubriendo convulsiones y corruptelas del país latino bajo el régimen de Porfirio Díaz. Seis meses permaneció allí, hasta que las autoridades locales la obligaron a retornar a Estados Unidos. Donde, ya instalada en Nueva York, consiguió un puesto en el New York World de Joseph Pulitzer, donde devino estrellita con brillo propio por sus reportajes de investigación en primera persona: “se hizo pasar por empleada en una fábrica de cajas, por criada de familias ricas y por loca, llegando a estar internada diez días en el manicomio de la isla de Blackwell en Nueva York. Y ahora se disponía a batir el récord del héroe literario de Verne, Phileas Fogg, quien había cruzado el globo en 80 días”, recuenta Lola Huete Machado para El País.
Y explica cómo “Nellie Bly se presentó ante su editor del World con su idea de viaje global. Pero éste le soltó: ‘Es imposible para ti hacer un viaje alrededor del mundo. Primero porque eres una mujer y necesitarías protector, y además, aunque pudieras viajar sola, necesitas tanto equipaje que te sería imposible ir rápida...’. Ella respondió: ‘Muy bien, manda a un hombre, que salga ya... Yo partiré el mismo día y lo escribiré para otro diario...’”.Tras un año de idas y vueltas, consiguió el ansiado visto bueno, puntapié inicial para un periplo en el que demostró ser mucho más veloz que Phileas Fogg. Callando, entre otros, al propio Verne, que en persona le dijo: “Si consigues dar la vuelta al mundo en 79 días, te aplaudiré con ganas”. ¿79? Bly solo necesitó 72 días, 6 horas, 11 minutos, 14 segundos… “Había comenzado el 14 de noviembre de 1889 en Hoboken y terminó en Nueva York el 25 de enero de 1890. Pasó por Londres, Calais, Brindisi, Port Said, Ismailia, Suez, Adén, Colombo, Penang, Singapur (donde se compró un monito), Hong Kong, Yokohama, San Francisco... y vuelta a casa”.
Vuelta a casa con un récord mundial, el aplauso cerrado del pueblo norteamericano (¡se fabricaron hasta juegos de mesa que emulaban la proeza!), la certeza de haber podido encarar por propia cuenta una travesía rica en encuentros, experiencias, reflexiones, y el talento de narrarla con mirada aguda poniendo el ojo sobre la situación sociocultural, política, de infraestructura de cuanto sitio había pisado. Incluyendo, por caso, el modo en que eran tratadas las mujeres en los diferentes lugares… Aunque abandonó la profesión unos cuantos años más tarde para dedicarse a regentear las empresas de su marido difunto, regresó al periodismo para cubrir las andanzas de las sufragistas, o bien, ejercer como reportera desde el frente en la Primera Guerra Mundial.
Por supuesto, han existido otras señoras y señoritas con ansias de traslado. Egeria, la peregrina hispana del siglo IV, monja de orígenes nobles, partió desde lo que hoy es El Bierzo, en España, y llegó a los Santos Lugares (Egipto, Palestina, Siria, Mesopotamia, Asia Menor, Constantinopla) en un viaje que duró, por lo menos, tres años, del 381 al 384. También se paseó por el sur de Francia, el norte de Italia quien, se cree, pudo haber sido abadesa de su cenobio. Colmo de la maravilla, no solo mantuvo los piecitos diligentes: también tuvo una pluma activa que registró-en latín vulgar- las minucias de la travesía en bitácora y cartas.
La indómita vienesa Ida Pfeiffer (1797-1858) también describió en detalle las aventuras que le depararon sus varios viajes recorriendo el globo, convirtiéndose sus relatos en sonados best sellers que fueron traducidos a siete idiomas. Cuenta el ibérico El Mundo que la dama “esperó a que sus dos hijos fuesen mayores y, cuando se independizaron, comenzó a diseñar la hoja de ruta de su estampida. En 1842, con 45 años y la salud quebrada, los mandó a todos a pastar al limbo y marchó a Tierra Santa descendiendo por el Danubio. Sin compañía. Con el dinero justo. Era el primer destino de una aventura que se prolongó durante 16 años”. Y luego: “Cruza el desierto por Bagdad en una caravana de camellos y sube, después de más caravanas, hasta Rusia, donde pisa calabozo confundida con una espía”. Y llega a cuanto punto geográfico venga a la mente: Escandinavia, Islandia, México, Brasil, Chile, India, Grecia, Sudáfrica, Australia, Estados Unidos. Incluso, en una de sus tantísimas paradas, conoce a la tribu de los batak, caníbales de la isla de Sumatra, y con ellos convive durante un tiempo.
Y qué decir de la corredora germana de automóviles Clärenore Stinnes (1901-1990), a quien se le atribuye el logro de ser la primera señorita en recorrer cantidad de países en coche. Detrás del volante -y con cien mil marcos en el bolsillo-,se lanzó a la aventura sobre ruedas el 25 de mayo de 1927, sobre su Adler Standard 6.Acompañada, valga la aclaración, de Carl-Axel Söderström, un fotógrafo sueco al que había conocido horas antes, y al que había contratado para que registrara su periplo. Fotógrafo con el que pasó más de dos años en la carretera y que, tras la expedición, se volvió su marido.
En fin, apenas algunas expedicionarias, exploradoras, aventureras. Mujeres que, como Steinem, suscribieron tempranamente a las bondades del viaje. Entendiéndolo como lo hiciera Mark Twain: “un ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de mente”. En especial, los prejuicios, la intolerancia y estrechez de los demás, que difícilmente apostaran tres centavos a que estas gloriosas pioneras hicieran -como hicieron- camino al andar. Siempre, eso sí, dispuestas a lo impredecible. Ya lo dijo Steinem: “La carretera arranca en un lugar íntimo, toma un rumbo imprevisible y alcanza un destino tan sorprendente como inevitable”. Más claro, echale millas. Y nafta o gasoil, que no pueden faltar.