Entre caminos de tierra regados, adoquines refractarios, zanjas cantoras y asientos acordonados, con una luna llena siempre al final de la calle, Rosario se adornaba por las noches con una guirnalda  interminable de sillas en la vereda. Ungidos en una mezcla mágica de miradas febriles adolescentes, cansancio de los más viejos y gritos de pibes jugando a las escondidas, los vecinos se inmunizaban de mosquitos y de muerte. Francisco Mangano parece enarbolar la bandera de la resistencia sobre un territorio aparentemente perdido, viajero en el tiempo, degusta amargos en la puerta de su casa, tarde a tarde, sentado en su reposera, acompañado por una extraña silla de color rosa sobre la que descansa un libro forrado en papel madera, cuidadosamente atado con una cinta roja. Todos los que alguna vez nos cruzamos a su encuentro le preguntamos por dicho misterio. "Es un asunto personal", fue la única respuesta en todos los casos. Entre hombres, la palabra asunto simboliza  un candado de siete llaves, clausurando la posibilidad de cualquier repregunta. Ni sectario ni excluyente, don Pancho recibe a todos los que desean participar en la ceremonia de conversación. Un sólo requisito, apagar los celulares. "No se puede vivir con tanta verdad, atado a fríos números, fechas exactas o hechos consultados permanentemente a la tecnología. En muchos casos es contraproducente para la creatividad, ocurrencia y poesía, elementos fundamentales para conversar a gusto", enuncia sabiamente para después demostrar su tesis mediante un relato. "Me gustaba acompañar a mi padre, puestero en la estancia La Matesa, cerquita de Santa Teresa, a los fogones con guitarreros. En una oportunidad, acompañados por tres paisanos, uno de ellos privado de la visión, fuimos visitados por un forastero que andaba buscando trabajo. Todos le alabaron su caballo. '¡Qué lindo que está el tordillo!' 'Qué bello animal...' La sorpresa nos golpeó cuando el no vidente exclamó. '¡Está gordo...! Después de un silencio cómplice, el ciego dijo: 'que no pueda ver no quiere decir que no pueda imaginar. Un animal para estar lindo tiene que estar gordo'. Aquel día aprendí lo que significa la libre asociación de ideas, las ganas de vivir y la capacidad de soñar despierto". El patrón de la vereda, por un lado se declara culpable en sus repetidos fracasos de vivir en pareja, por el otro, declara no haber estado nunca sólo, asegura haber vivido siempre acompañado de su soledad. Cartero de profesión, supo trabajar también en varios rubros, siempre en lugares abiertos, observando el paisaje más diverso y a la vez más igual de todos, la gente. Dueño de la última palabra como pie en una partida de truco, cerrando una acalorada discusión callejera sobre la teología y sus alrededores, alguna vez le escuché decir: "En resumen soy un ateo profundamente cristiano. Cómo no escuchar, creer o seguir a un tipo que anduvo siempre en la calle, rodeado de pescadores, ladrones, vagos, explotados, enfermos, prostitutas, buenas mujeres, hombres cabales, traidores, valientes y cobardes. Seguramente era un sabio, un predicador de la filosofía griega, la mejor manera de conocerse a sí mismo es buscándose en el otro". Una tarde me habló distinto, en tono bajo, como confesándose. "Lo peor de llegar a viejo es que uno se va quedando sin amigos. Los vi partir uno por uno hacia el silencio. En su viaje se llevaron también un poquito de mi propia vida, de mis sentimientos, de mis secretos. Todos los días los recuerdo, más nadie se acuerda de mí", dijo. Mientras me entregaba su libro como un testamento sagrado me descargó su historia sin anestesia: "En el campo no había escuelas. Sólo galpones en donde un maestro rural nos daba clases, juntando a todos los hijos de los peones de la zona. Los Villalba, familia ermitaña de una chacra cercana, se dignaron enviar a su nieta para que aprendiera las primeras letras. Se sentó a mi lado. Después de mirarme en sus ojos no volví a ser el mismo. Algo o alguien se movió adentro mío. Paralizado por fuera, un desconocido no paraba de estremecerse en mi interior. Un rayo, una sudestada, una rodada en una cuadrera, algo impensado, me dejó aturdido para siempre. Nunca le dije nada, pero volvía al rancho sin pisar la gramilla, rompiendo vientos con su nombre. Mi padre nos reunió en familia para notificarnos la buena nueva. 'Nos vamos para la ciudad mañana temprano, ganaré mas plata  cavando zanjas que rompiéndome el lomo en la estancia. Los chicos van  a vivir mejor, al menos tendrán futuro', anunció. La desesperación me nubló la razón, sólo me moví por impulso. Con mi petiso galopando en medio de una noche sin luna llegué hasta el galpón escuela. Por única vez en mi vida me convertí en ladrón de una silla y un libro,  imposibilitado de raptar a su dueña como el corazón me exigía. Me acompañan desde entonces en mi caminar sin sentido". Escuché el relato en el más absoluto silencio, con la mirada fijada en las páginas del libro Upa. Lo cerré despacio después de leer un nombre escrito con  letra infantil sobre la primera hoja, "Soledad Villalba". Devolví el   documento histórico a su legítimo dueño. Ahogado por la emoción, apenas pude decir "lo entiendo perfectamente... amigo".

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