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“Los grandes escritores son grandes teóricos”. A partir de este apotegma, Didier Eribon vuelve a la carga en su nuevo libro Teorías de la Literatura. Sistemas de género y veredictos sexuales (Waldhuter, 2017) con variadas hipótesis que exploran de qué modo autores fundamentales del canon gay construyen, a través de sus obras de creación, teorías en torno a la sexualidad. Aunque esos textos se encarguen de “mostrar” subjetividades disidentes (o entidades que bajo el ropaje de un personaje encarnan el desvío), Eribon sostiene que las ficciones se inscriben en universos donde la polarización masculino/femenino tuvo, tiene y sigue teniendo un peso descomunal. Mediante la incorporación del concepto de “veredicto” -que debería reemplazar o subsumir el concepto de “norma”-, el crítico francés dirige ahora su mirada al “nivel de las estructuras” dado que, a su parecer, las prácticas minoritarias ya son parte de un sistema que tiende más a su perpetuación que a una transformación radical: hay que direccionar los intereses. El mundo social debería analizarse como un “conjunto de veredictos que se imponen a los individuos o se apropian de ellos en algún momento de sus vidas” y que son “dictados” por las “estructuras sociales, raciales, sexuales, de género, etc. heredadas de la historia”. Esos “veredictos” -que crean “efectos de destino” y que determinan “formas de vivir” y “formas de percibir”- están más que presentes en las teorías sobre la diferencia sexual que la literatura “presenta”. Hay que leerlo todo de nuevo.
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En temas de género, mucho más que la filosofía o las ciencias sociales, la literatura es el gran reservorio. Pero, ¿cuál es el estatus de esas “tentativas de teorización sobre cuestiones de género” que la literatura puede darnos? Ya en la época del modernismo literario de las primeras décadas del siglo pasado, las subjetividades de la diferencia comenzaron a florecer, pero bajo un fuerte signo de imbricación formal. Por un lado, Marcel Proust creó en su monumental obra un narrador hetero -en muchos casos voyeur de regiones desconocidas de la humana sexualidad- en el que como autor gay (metido en el closet) se draguea en personajes que son las aristas de un prisma punzante bajo los nombres de Charlus, Saint-Loup, Morel o Jupien; por el otro, André Gide emprendió la escritura de Corydon -ese complejo diálogo platónico que muestra el derecho y el revés del amor entre hombres- para oponerse a la imagen divulgada por Proust que entendía la homosexualidad como “inversión” proponiendo una interpretación muy charlada donde “la relación entre iguales” se inscribe con fuerza en una de las “dinámicas” esenciales de la especie humana. Antes muertas que sencillas.
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Eribon nos recuerda que en la gélida mañana del 6 febrero de 1897, en los bosques de Meudon, el snob y refinado Marcel Proust retó a duelo al escritor -y homosexual declarado- Jean Lorrain por sentirse ofendido al exponer no sólo sus inclinaciones, sino por haber impreso en letras de molde el nombre y apellido de su novio del momento. Este “duelo” augural le permite a Eribon pensar “teorías rivales”: formas de entender prácticas o hipótesis enfrentadas no sólo en torno a cómo vivir la propia sexualidad sino -en los mundos de ficción- cómo los personajes habilitan o contradicen visiones de una sexualidad paradójica. Lorrain disparó al aire y la bala de Proust salió errada: no hubo heridos, pero esas dos “teorías” se “desafiaron”. Eribon dice: “El campo discursivo de la sexualidad es una zona de guerra permanente entre discursos que se invisten de un privilegio epistemológico, por un lado, y palabras que tratan de resistir a esos discursos establecidos y legitimados culturalmente que consideran ilegítimas a las demás percepciones, por otro: el ingreso a la inteligibilidad histórica y cultural nunca es monolítico, es el espacio de un conflicto siempre renovado entre quienes se lo apropian y quienes son excluidos y protestan contra esa exclusión y trabajan para superarla”
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El término queer -cuyo étimo proviene de la raíz indoeuropea twerkw que significa “a través”- es un concepto relacional que hoy más que nunca “tiende puentes” entre interrogaciones políticas, artísticas y teóricas. Desde el interior mismo de las manifestaciones literarias o de las hipótesis filosóficas sobre la sexualidad, la queer theory (y su impacto en la vida real y en las artes) está llamada a reconsiderarse como si de una materia volátil se tratase: como si más que una teoría -in the strong sense- fuera un constante fluido que produce tematizaciones en mutación. Eribon nos convoca a entender mejor de qué manera ciertos autores que han trabajado las sexualidades disidentes -y en cuyo panorama debe incluirse con más fuerza las producciones precursoras de Rachilde, Colette y Yourcenar- ponen de manifiesto: por un lado, de qué modo la sexualidad condiciona en el discurso literario, y, por el otro, de qué manera esas ficciones “producen teoría”. Se trata de ver la huella de lo sexual (desviado) como “nuevo” método de lectura. “En lo que se escribe, cada uno defiende su sexualidad”, decía Barthes.
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Genet nos recuerda que en el interior mismo del imaginario homosexual las polaridades por sexo o por edad -y los “roles” que estas divergencias conllevan- son rígidos. En el autor de Milagro de la rosa, los personajes -”masculinos” y “femeninos”, machotes y muchachitos, veteranos y “nuevitos”, machos y “tías”, o, en la cárcel, los “duros” y sus “mujeres”- parecen atrapados en roles sociales y sexuales. Pero a diferencia de Proust, en Genet ya no habrá un “prisma de homosexualidades” cuyas aristas finalmente salen del placard (Saint-Loup) o acrecientan su putez con la edad (Charlus), sino una verdadera “desmultiplicación de los placeres” (“Cada macho tiene su propio macho admirable”) en la que cada uno es “ensartado” por otro “en una cadena del Ser que, lejos de ser ‘discursiva’, conecta a todos los individuos en lo real o en lo imaginario”. En un efecto que Genet denomina “guirnalda”, las “flores” se suceden unas con otras. El más robusto de los rufianes es la mujer de alguien más dotado o hermoso. De una polarización inicial que da cuenta de un repertorio de “hombres” y “mujeres” pasamos a un efecto de diadema en la que cada individuo es a la vez la “mujer de alguien” -salvo el Primero o Verga inicial- y el “hombre de otro” -salvo el último, que será quien emprenda la inefable tarea de narrar. Leer a Genet sea acaso comprender la “homosexualización general del mundo”: hay quienes someten y hay quienes son sometidos, esa es -en sentido amplio y por fuera del estricto mundo homosexual- la verdad de este mundo. La “guirnalda” nunca se cierra y su “satanismo floral” no descarta el accidente del amor (o la pasión): ese punto en el que los roles “patinan”. Lo mejor es distanciarse de las “teorías” prefijadas -y sus férreas coacciones normativas- y reactivar disidencias: si los veredictos -o el orden social que habla de nosotros, a través de nosotros y por el cual hablamos- tiende a “clausurarnos”, reclamar implica “abrir” incansablemente nuestra propia temporalidad: “mediante una movilización siempre renovada, pero también mediante una reflexión teórica y una reflexividad auto y ontoanalítica, que es una exigencia de toda actividad subversiva”.