“La gente en Francia cree que vivo en la Argentina y los argentinos suponen que vivo en Francia”, dice la voz del otro lado, desde ninguno de esos lados. El argentino Nahuel Pérez Biscayart se la ha pasado viajando intensamente estos últimos meses –en parte, promocionando la película 120 pulsaciones por minuto, que lo tiene como uno de sus protagonistas– y las respuestas a las preguntas de PáginaI12 viajan desde el más típico de los “no lugares”, un aeropuerto. “No estoy establecido de manera fija en ningún lugar, viajo según los proyectos. En 2016 pasé mucho tiempo en París y un poco en Marsella, porque las tres películas en las que participé se rodaron en esos lugares, aunque hice algún viaje intermitente a la Argentina. Lo loco es que cinco o seis años atrás era incluso más nómade, porque filmé películas en España, Alemania, Bélgica e Italia. No tengo casa en París y tampoco en la Argentina, no hay base”. Para el actor de 31 años, que hasta hace un lustro no hablaba ni una palabra de francés, esta nueva etapa en Europa tiene todas las características de ser, al mismo tiempo, un sueño cumplido y un desafío.
“Todo arrancó hace unos ocho años. Empecé a aprender francés después del estreno de la película de Benoît Jacquot, Au fond des bois, para la cual fui elegido luego de que el director me viera en La sangre brota, de Pablo Fendrik. Como el personaje hablaba un dialecto inventado no hubo ningún problema. El tema es que, unos años antes de todo eso, había aprendido inglés y quedé embalado con la velocidad con la que lo había logrado, así que me tiré a aprender francés también, aunque sin ningún tipo de plan a futuro. Me quedé unos meses en París y estudié intensamente, muchas horas por día. En ese momento me llamaron para otro casting. Fui mejorando el francés y actuando en algunas películas en Bélgica y en Francia.” Al film de Jacquot le siguieron, entre otros, Grand Central, de Rebecca Zlotowski, Todos están muertos, de la valenciana Beatriz Sanchís, Left Foot Right Foot, del suizo Germinal Roaux, y Becks letzter Sommer, del alemán Frieder Wittich; títulos que, en su mayoría, no tuvieron estreno comercial en la Argentina.
Mientras tanto, en el frente local, Biscayart participó con un pequeño rol en El futuro perfecto, de la argentino-alemana Nele Wohlatz. Fue durante ese período que el prolífico actor criado en el barrio de Parque Chas –cuyos primeras apariciones en el cine, hace ya más de una década, incluyen películas de Eduardo Raspo (Tatuado), Fabián Bielinsky (El aura) y Alexis Dos Santos (Glue)– recibió la oferta de participar en el tercer largometraje del realizador Robin Campillo, colaborador habitual en los guiones de Laurent Cantet (Entre los muros, Recursos humanos) y ex activista de la rama francesa del colectivo ACT UP, fundado en Estados Unidos en 1987 con el objetivo de luchar por mejoras en las condiciones médicas y sociales para los portadores del virus de VIH. 120 pulsaciones por minuto, que hoy se estrena en la Argentina, es un film coral de ficción que, sin embargo, parte de las experiencias reales del director y de varios de sus colaboradores durante los años más terribles de la epidemia, a comienzos de la década del 90. La película tiene en su núcleo una precisa descripción de los procesos colectivos y personales (político e íntimos) que atraviesan a los personajes a lo largo de algunos meses de actividad dentro del grupo, con sus intensísimos debates y acciones directas diseñadas para abrir los ojos de la sociedad en general, y los de los políticos y dueños de empresas farmacéuticas en particular.
“El proyecto de 120 battements par minute me llegó de una manera muy clásica, no hubo nada extraordinario”, afirma Pérez Biscayart. “Fue a través de mi agente francés. Leí el guion, me pareció increíble, me conmovió, me hizo reír. Leerlo fue una experiencia casi física y pude ver claramente una película de un director muy fuerte detrás, una historia escrita con un nivel de detalle y de sutileza notables. Nos encontramos con Robin en un bar, charlamos mucho de otra película que también estaba preparando y en un momento me dijo que, en realidad, quería hablar de 120 BPM. Me preguntó si sabía qué era ACT UP, me contó que él había militado allí, en la sección francesa, e inmediatamente noté que existía un nivel muy fuerte de involucramiento con el tema de la historia. Sentí que Robin estaba todavía muy anclado en ese momento; no lo digo como algo malo, todo lo contrario. Supongo que hacer esta película fue algo así como un cierre para esa época y, en algún punto, es la unión de dos cosas: esa experiencia tan dramática vivida en carne propia y su trasposición al cine”.
–Se trata de un film coral con muchos personajes, más allá de que Sean Dalmazo, el joven activista que Ud. interpreta, termina ocupando el centro del relato durante la segunda parte. ¿Cómo fue el proceso previo al rodaje?
–Hubo una entrega y generosidad muy grande de parte de Campillo, no tanto para hacernos vivir una historia como para empaparnos de información sobre esa época, paso previo necesario para poder absorberla, digerirla y luego encarnarla. Después vinieron procesos de ensayo donde toda esa cantera de información comenzó a hacer anclaje en algún lugar y a aparecer en las escenas. Hubo momentos en los que se planteó encontrar un cierto tono, ver cómo podíamos desarrollar un discurso público y comenzar a tantear nuestras naturalezas más primarias. La primera vez que fui a un ensayo me encontré con otros dos o tres actores. Robin nunca nos hizo actuar solos o improvisar imaginando que éramos tal o cual personaje, sino que, desde una primera instancia, nos puso frente a frente con otros actores, para que juntos pudiéramos ver si se producía alguna química o sinergia en el encuentro, observar qué binomio o trío de personajes era potente para la película. En los ensayos siempre fui Sean, el personaje que terminé interpretando; supongo que me imaginaba bien para ese papel o, tal vez, no me veía potable para ningún otro. En todo caso, nunca me afirmó de entrada que iba a ser Sean.
–¿El director compartió anécdotas reales con ustedes a lo largo de ese proceso?
–120 BPM es una ficción construida a partir de sus memorias, pero con una nueva perspectiva. Es cierto que, en la mayoría de las escenas, hay una vivencia personal en el fondo. Cuando me visten al final de la película... bueno, eso remite a una anécdota real del novio del productor. Mi personaje está construido a partir de elementos de una persona que existió, mezclados con las experiencias de otra. Justo antes del rodaje, tuvimos tres días de ensayo en un anfiteatro, donde nos juntaron a todos los actores. Fue muy fuerte eso, yo estaba cagado en las patas. En parte, quizá, porque de alguna manera me sentía un impostor, un extranjero haciéndose pasar por activista francés de larga data. Me ocurrió algo que no me pasaba desde que era chico: eso de creer absolutamente todo lo que uno ve, como si no existiera la ficción. Se volvió muy real eso que estábamos interpretando. Philippe Mangeot, el coguionista, nos dio en ese momento una charla de una hora en tiempo presente, hablándonos de nuestra situación, cómo nos afectaba la enfermedad, cómo era ir a ver a nuestros amigos al hospital, lo que es ver un cuerpo enfermo, la poca bola que nos daba el Estado... Nos puso en un contexto de presente total que nos atravesó muy fuerte a todos los que estábamos en la sala, generando una efervescencia de manera instantánea.
–En una entrevista reciente con el suplemento Radar este diario, Campillo decía que su actuación era “barroca” y que generaba un contrapunto interesante con el resto del reparto. ¿Cómo fue esa dinámica colectiva durante el rodaje, que compartió con actores como Arnaud Valois y Adèle Haenel?
–A veces uno puede sentirse un poco juzgado por los otros actores, pero nunca sentí que acá la cosa fuera algo del tipo “vení, hacé tu numerito y andate”. Robin estuvo muy encima de todos nosotros para lograr lo que buscábamos, proveyéndonos de las herramientas y materiales necesarios para la interpretación. Fue todo muy natural, la mitad o más del trabajo ya estaba hecho porque el casting era impecable (hablo por los otros, desde luego, no por mí). Es como si cada voz tuviera una historia, una marca, un recorrido; voces muy particulares, con una forma especial de presentarse ante el otro. Además de una heterogeneidad muy evidente. Por algo Robin tardó nueve meses en completar el casting. Creo que en la singularidad de cada uno y en la conjunción de esas singularidades se pudo generar una especie de orquesta viva. En cuanto a mi naturaleza barroca, es la primera vez que lo escucho en mi vida (risas). Es un concepto que me han atribuido en Francia. Más de una vez me han dicho que la mía es una actuación muy física o que me involucro mucho, lo cual puede ser cercano a la idea de algo barroco. Pero la verdad es que no soy consciente de cómo actúo, o por qué lo hago de tal o cual manera. Y no siempre sale lo primero que está en la naturaleza propia, porque uno se integra a sistemas de actuación, y va modulando su expresividad de acuerdo con lo que los otros proponen y lo que se encuentra enfrente. Quizás el hecho de ser extranjero te pone en un dominio menor de la palabra, de las volteretas decorativas que se pueden hacer con el lenguaje, y eso activa algo más ligado al cuerpo. De todas formas, incluso actuando en español, intento que la acción no derive necesariamente del texto, del diálogo, sino de poder buscarla en otro lugar.
–Tal vez eso también esté ligado a la construcción del personaje, que pasa de ser uno de los más activos en las charlas y acciones a enfermar súbitamente.
–Supongo que Robin potenció eso que él llama actuación barroca porque mi personaje es el que más enfermo está, el que más urgencia de sobrevivir tiene, el más activo y encolerizado. El que más necesita utilizar esa fuerza simbólica de la performance para lograr que la lucha avance, que la palabra atraviese a los otros, al público, a los medios, a la sociedad. También nos pusimos de acuerdo en que el personaje, durante la primera parte de la película, tenía que tener un carácter... Hay una palabra en francés que no logro traducir: autodérision, que es algo así como una distancia con el dolor propio, cierto humor un poco cínico que nos permite hablar de cosas densas sin que esa densidad nos coma, reírse de una pena propia. Asimismo, teníamos muy claro que había que destruir eso durante la segunda parte, cuando Sean ya no ve ninguna posibilidad de proyectarse en el futuro. Esa distancia, esa capacidad representativa del personaje se rompe. Ya no hay posibilidad de actuar ese descontento porque la enfermedad ha tomado la totalidad de su cuerpo y de su cabeza.
–¿Fue un rodaje cronológico?
–En gran medida sí, porque fue armado en función de la evolución de los personajes. Además, tenía que cortarme el pelo, así que era más sencillo hacerlo de esa manera. Aunque, finalmente, tuve que actuar con peluca en un par de escenas. Por otro lado, para la segunda parte de la película estuve con una dieta muy estricta, perdí unos siete kilos.
–Además de las anécdotas personales, ¿tuvieron acceso a material histórico o documentales sobre el período?
–Robin nos pasó varios documentales sobre ACT UP París y de algunos de sus miembros. Tuvimos acceso a los archivos del Institut national de l’audiovisuel (INA) –que es un instituto que se ocupa de grabar la televisión desde que la tecnología lo permite– y pudimos ver muchos noticieros de la época, las apariciones de ACT UP en los medios, algunas de las acciones que luego tendríamos que reproducir en el rodaje. También leímos el libro de Didier Lestrade, que fue el cofundador y primer presidente de la entidad: ACT UP: Une histoire, que está escrito en primera persona, y relata la génesis y evolución del colectivo de manera muy íntima y detallada. Y luego leímos otro libro más frío y político, que es un compilado sobre cada comisión del grupo; allí leí la parte que le corresponde a mi personaje, para entender también dónde estaban parados políticamente. Después, por supuesto, cada actor y actriz vio las películas que quería. En mi caso, un documental que me resultó imprescindible es Silverlake Life: The View from Here, de Peter Friedman y Tom Joslin, sobre una pareja estadounidense de portadores del virus que se filmaron a medida que la enfermedad los iba consumiendo. Es una película de 1993 de una crudeza estremecedora y eso me dio una pauta muy concreta de hasta que punto la enfermedad te consume.