“Una de las obras que todo actor durante toda su vida quiere actuar”. Así define Augusto Brítez a El cuidador, obra de Harold Pinter que dirige y además protagoniza. El director y “entrenador de actores”, como le gusta llamarse, hacía 20 años que tenía ganas de poner en escena ese texto del Nobel británico, pero “las circunstancias nunca se daban”, cuenta a Páginai12. El año pasado, en una reunión con dos colegas y viejos alumnos –Osvaldo Apogliessi y Guillermo Vicente–, de pronto “se iluminó” y entendió que “era el momento de hacerla”, además del “equipo perfecto”. Hoy la obra ya está terminando su primera exitosa temporada (va los viernes a las 21 en la Sala Brilla Cordelia, Perón 1926) y planea una segunda para marzo. “Todo llega. Hoy se cumplió el sueño”, celebra el teatrista.
El cuidador (“The caretaker”) cuenta la historia de tres hombres: Aston, Davies y Mick. El primero invita al segundo, viejo conocido, a hospedarse en su hogar por falta de dinero y techo. Mick, hermano de Aston, se irrita frente al carácter oportunista y “parasitario” del huésped, pero aun así le ofrece el puesto de “cuidador” del lugar. De esa convivencia surgirá una presunta conspiración contra Aston, que no se concretará pero traerá una serie de significados subyacentes.
“No hay halago de la obra que no se haya hecho ya. Seduce por donde se la mire, por su desenfado, su libertad, por su forma, por su contenido. Habla de la condición humana de una forma tan clara, que termina hablando de todos nosotros, aun cuando fuera escrita en un momento tan distinto a este”, describe Brítez, que también celebra que la versión que dirige haya sido traducida por Lorenzo Quinteros, porque “de una buena traducción depende todo”.
–Hace dos años Agustín Alezzo hizo una muy recordada puesta sobre la misma obra. ¿Es un desafío mayor encarar un texto que otro director tan consagrado ya hizo, y con mucho éxito?
–Para mí es algo que estimula mucho. Alezzo es uno de los tipos más capacitados que tiene nuestro teatro y gran parte de su tarea, como la de otros maestros, al resto nos influye. De todos modos a mí me parece haber entendido que el objetivo mismo de ellos es que nosotros encontremos nuestros propios caminos. Conozco muchos actores que se quedan en el proceso porque copian de manera lineal lo que les han enseñado y eso no es bueno, al contrario. Es muy cierto aquello de que el discípulo debe superar siempre al maestro.
–Una de las actividades a las que más le dedica su tiempo es a dar clases. ¿Algo de eso transmite a sus alumnos?
–Es un rol muy delicado. Yo creo que no se le puede enseñar a actuar a alguien porque ya somos todos actores. Lo que uno puede hacer es comunicar sus experiencias al alumno y hacerle ver cuáles son los bloqueos, físicos, psíquicos y emocionales para fluir en libertad en un escenario. Eso intento yo y aun teniéndolo claro es un desafío enorme y difícil.
–¿En línea con lo que decía antes, qué rasgo personal cree que le imprimió usted a esta obra?
–Creo que logré sacarle la solemnidad con la que a menudo se trata a Pinter. Nuestra obra es entretenida y eso no es ni peor ni mejor, es solo otro punto de vista. Soy un adepto al vértigo en el trabajo y siento que esa decisión responde a eso. Hay una idea de que a los textos clásicos y largos hay que decirlos lentamente, por ejemplo. Hay varias maneras de hacer todo. Y el público me da la pauta de que no estoy del todo errado.
–Usted se acercó al teatro en 1976, un año terrible y particular para la Argentina. ¿Qué lo llevó a empezar a estudiar en esa época oscura?
–No sabía muy bien lo que estaba pasando pero olía que era algo muy feo, que estábamos entrando en una época muy difícil. Ahora creo que algo internamente me decía que tenía que ir en contra de eso. Y así empecé teatro.