No somos puras víctimas, la única víctima pura es la que no sobrevivió; pero si lo hiciste, si te amañaste para seguir con tu vida, si el deseo sigue siendo una llama o un rescoldo sobre el que se puede soplar y encender fuego, entonces ¿Será que no es tan grave lo que te hicieron? ¿Seguir con tu vida es olvidar? ¿Olvidar es una capacidad moral cuando se trata de un abuso sexual?
Catherine Millet, la intelectual francesa que se hizo cargo de haber escrito buena parte del manifiesto francés que defiende el derecho de los hombres a “importunar”, lo pone en esos términos para defender el texto. Si en diciembre del año pasado dijo -en una, según ella, “formulación ligera y cómica”- que lamentaba no haber sido violada porque si hubiera sido así podría dar cuenta de que ese hecho también se supera, ahora insiste en que ella está segura de que tiene la “capacidad moral de superar ese hecho y olvidarlo”. Es una postura personal, una voz individual pero amplificada a lo largo y ancho del mundo no por su originalidad si no porque es ese tipo de discurso el que necesita el orden conservador para, justamente, conservarse.
Olvidar, repito la palabra para que la insistencia la contradiga. Olvidar ni siquiera es archivar, olvidar se olvidan las llaves dentro de la casa que quedó cerrada. Pero tarde o temprano habrá que abrirla y así de breve es la estrategia del olvido, como tapar un pozo con hojas secas.
“Y, entonces, ¿por qué volvías cada verano?”, comienza la novela de Belén López Peirano, todavía inédita, en la que construye un relato coral con todas las voces que escuchó después de denunciar el abuso sexual por parte de un familiar. La pregunta es demoledora porque no tiene más respuesta que la necesidad de un olvido imposible, porque la expone en esa extrema fragilidad de tener que ser quien destroce la casa del amo para quedarse también a la intemperie. ¿Se puede decir no después de que el miedo fraguó en silencio paralizante? ¿Se puede denunciar después de no haber muerto en el intento de proteger la propia integridad? ¿Se puede cuando no sos una pura víctima?
Los abusadores cuentan con esas dudas, saben que esa “mano en el muslo” que Millet describe como una paparruchada, puede apoyarse porque no hay quien mire, porque lleva en los dedos el peso de su prestigio, su autoridad, la diferencia de edad, la figura amorosa que se supone que encarnan. Ellos saben, además, lo que ellas no; saben hasta lo que ellas quieren. Saben, además, que si se imponen pueden contaminarlas de una supuesta complicidad con lo que ellas no sabían que necesitaban.
-¿Qué te hacés la estrecha si acá estás sola hace rato? -le dijo en una fiesta un tipo a una amiga este mismo verano cuando ella se resistía a ser abrazada por la fuerza.
Ella lo rechazó con éxito, no habrá huella, pero el tipo se sintió con poder porque el orden que lo precede y lo modela dice que una mujer sola lo que busca es dejar de estarlo.
No se trata de que todos los hombres son unos cerdos, como dice Millet, se trata de que los abusadores, y no los hombres, se sienten acompañados y fortalecidos por todos esos supuestos que repite el machismo. Se trata de que las relaciones de poder no siempre permiten decir NO cuando se quiere decir NO. Porque el poder entrona a unos y aísla a las otras. Sobre ese terreno avanzan. Si tu NO no fue tan contundente, guachita, será que te gustó, que no es tan grave, que puede haber próxima vez.
Pero eso no dicho es como un agua sucia, como la supuración de una cloaca, vuelve como los malos olores cuando hay humedad. No hay olvido. Y explota como los pozos sépticos cuando se acumulan los gases tóxicos.
El #MeToo (yo también) igual que la campaña en redes hace dos años #MiPrimerAcoso -que tenía la dificultad de plantear una primera vez en su enunciación casi como un ritual de pasaje- rompe el aislamiento, funciona como esas emanaciones de la mierda que se acumula, explota porque modifica las relaciones de poder. Y tal vez sea lógico que algunas se sientan amenazadas, porque cuando se vuela el techo de la casa del amo todas vemos la tormenta. Pero las sobrevivientes tenemos saberes de resistencia por haber sido víctimas -y no puras víctimas-, sabemos encontrar la madera para construir nuestros refugios y las luces y la música para ensayar otras fiestas en las que a veces podremos ser caperucitas y otras el lobo.
O las lobas, que andan en manada y se aventuran en la estepa o en el bosque.
¿Por qué ahora? ¿Por qué no denunció en su momento? ¿Qué está buscando? Se preguntan los que ahora sienten que el miedo cambia de bando y pregonan sobre cuáles deberían ser los límites del feminismo, cuáles son las feministas que valen y cuáles no. ¿Por qué ahora? “Los abusos deben ser denunciados en su momento y en las Justicia”, pregonó hace poco un periodista progresista en Radio 10. ¿Y por qué no ahora? Si ahora es cuando sentimos liberada la potencia de que una voz aliente a la otra, si ahora nos sentimos acompañadas y fortalecidas por la insumisión de unas y de otras frente al mandato de silencio. El tiempo llegó. La casa del amo se derrumba y los feminismos son la tormenta.