Dos personas confiesan asesinatos: Daniel Ludueña dijo haber violado y ahorcado el sábado pasado a Abril Sosa, de cuatro años, en el barrio General Bustos, de Córdoba. De él se sabe que era amigo de los padres de la niña y poco más. Los medios gráficos y digitales ponen su foto, pixelada, lo sitúan todo el tiempo como “presunto asesino” y aclaran que una declaración policial no tiene validez legal. En varios medios lo nombran con las iniciales. Hasta ahí, todo dentro de la presunción de inocencia, una garantía constitucional que –según parece– dentro de las reglas del patriarcado sólo aplica para los hombres. 

De Nahir Galarza se conoce “todo”: su edad, su cara, su diario íntimo, que intercambió 104.000 mensajes de whatsapp en un año con quien fue su novio, Fernando Pastorizzo, al que –según ella misma dijo– mató. Se conoce el contenido exacto de sus tres declaraciones (una como testigo y dos como imputada). Los medios de comunicación están exponiendo a Nahir a la vindicta pública, ella ya es la mujer asesina que ¿permite? equilibrar tantos reclamos de Ni Una menos para demostrar que las mujeres también son violentas, aquello que todos los discursos restauradores quieren subrayar para instalar que el patriarcado no existe y el feminismo es una “ideología” maligna. Esa avanzada conservadora necesitaba que apareciera un asesinato como el de Nahir. Tanto, que rápidamente el “caso” tomó su nombre. Hay que repetirlo, que no se olvide que se trata de ella. 

En el mismo verano que la imagen de Nahir se repite incansablemente, como en un espejo deformante, a Mayra Sidra, la mamá de Abril, la misma fiscal de la causa, Claudia Palacios, la puso en bandeja para que opere esa gran herramienta del patriarcado: el mandato de maternidad. La funcionaria judicial habló de una venganza narco, cuando aún buscaban a la niña. Ese cóctel, junto con el supuesto “descuido” de la mamá, que no cumplió con sus “deberes”, la convierte a ella en la responsable       –¿indirecta?– del crimen. Basta darse una vuelta por el muro de Facebook de Mayra para saber que ya fue declarada culpable, sin juicio previo. Porque, claro, cuando no se puede culpar a la propia víctima (era un “angelito” de 4 años), la responsabilidad hay que trasladarla a una mujer.  Como (indigesta) muestra, basta un botón: una tal Cecilia Estévez le escribe a Mayra –que acaba de sufrir la pérdida de su hija– “Matate hija de puta si tenés dignidad! Ahí tenés el resultado de tu negligencia! Lo recibías en tu casa! Matate mala madre!” Son cientos de insultos y al leerlos parece que a la nena la hubiera matado la madre. Del femicida, claro, se habla menos. Básicamente porque no es una mujer. 

Al mismo tiempo que mató a Pastorizzo, Nahír abrió la jaula para que salieran los detractores de la “ideología de género” a hablar del “autoritarismo” del “feminismo”. Este suplemento ya se ha ocupado de Agustín Laje, y lamenta tener que volver a hacerlo. Este hombre anda por el mundo dando conferencias sobre la “dictadura internacional” de los organismos multilaterales que protegen los derechos humanos. No es una posición aislada, y mucho menos inocente: es parte de una ofensiva de distintas organizaciones del mundo vinculadas con las iglesias para horadar las conquistas de las mujeres y las organizaciones de la diversidad sexual. Restaurar la familia nuclear como base de la sociedad es su objetivo, entre otros, y para eso necesitan reforzar esa malla invisible llamada patriarcado. 

La propia hermana de Pastorizzo le respondió a Laje que estaba equivocado. “La lucha feminista contra la violencia de género busca también visibilizar la violencia de mujeres hacia hombres, situaciones que no son denunciadas por las burlas impuestas por el patriarcado. Hoy le tocó a mi familia, y voy a luchar con más fuerzas que nunca porque nunca más pase algo así, que se genere conciencia acerca de las relaciones tóxicas y cuán importante es alejarse de ellas”, escribió Carla Pastorizzo, y habló así de los mandatos de masculinidad que fortalecen los medios. 

En las noticias, cada femicidio es un caso, y su repetición los normaliza, en un efecto narcotizante que hace de lo excepcional lo único noticiable. Este verano, mientras se sigue matando a una mujer (o niña) cada 29 horas por el solo hecho de serlo (según los datos del Observatorio Marisel Zambrano hasta el 25 de noviembre del año pasado se habían producido 254 femicidios en todo el país), la novedad es que sea una mujer la que mate a su (ex) pareja. Un peligro que era latente, hoy es casi una realidad: los femicidios (casi) no son noticia. Ni siquiera para hablar de violencia machista. Antes, el foco estaba puesto sobre la víctima. Ahora, sobre la victimaria. Y algo se repite. 

Porque, como dice el bolero, “usted es la culpable”. Es que en cada una de esas operaciones, el patriarcado pone en marcha estrategias de culpabilización y disciplinamiento que van más allá de los nombres propios. Se desaprovecha una vez más la oportunidad de cuestionar las relaciones moldeadas por el mito del amor romántico, con la marca de la dominación. Si la hubiera matado él, ella también podría ser culpable, bajo la lógica que termina justificando el asesinato de una chica porque era “fanática de los boliches” (Melina Romero, Clarín, 13 de septiembre de 2014), un femicidio múltiple vinculado porque “ella había hecho la denuncia” (el 25 de diciembre de 2016, así tituló la web de Clarín la noticia sobre la masacre de Santa Fe) y es habitual leer (ya no bajo la fórmula del crimen pasional, pero con el mismo mecanismo) que un hombre “mató por celos” a su pareja o a su ex. Entonces, en lugar de hurgar en la vida de él, preguntarían por ella. 

El feminismo subvierte un orden establecido, claro. Es que ellas –nosotras– ya no aceptan el lugar de víctimas ni de culpables, se escapan a los estereotipos y reclaman su derecho a ser personas. Es decir, a estar vivas. Nada más y nada menos.