Le dolía la espalda, no era un dolor nuevo –aunque fue el motivo por el que suspendió una gira el año pasado–, ningún dolor en su cuerpo lo era. “Tengo muchos secretos sobre mi infancia pero los guardo “solo para mí”, dijo Dolores en una entrevista en los años noventa cuando era la voz de The Cranberries en apogeo. La lista del dolor, por razones cronológicas y públicas, nombraba primero a su papá en silla de ruedas tras un accidente cuando ella tenía dos días de nacida, a un incendio que dejó a la familia sin casa y a la muerte de dos de sus hermanxs (eran nueve, ella la menor). El dolor privado, ese que guardó hasta hace cuatro años (cuando los titulares sobre ella hablaban de fama enfurecida, un intento de suicidio, bipolaridad, anorexia y escándalos aéreos), nombraba el abuso al que la sometió un amigo de la familia –y al que volvió a ver en el sepelio de su papá– cuando ella usaba vestidos de flores que le compraba su mamá y enterraba muñecas en el jardín. “Yo tenía ocho años y el abuso continuó hasta los doce (…) mi madre trabajaba todo el día para pagar las cuentas y mi padre no se daba cuenta, se quedó con daño cerebral permanente después del accidente”. Su canción “Linger”, esa canción que recuerda besos, lenguas y abandonos adolescentes, fue el inicio del éxito. La banda (antes se llamaba The Cranberry Saw Us) tardó un año en encontrar a la voz que la haría florecer y esa voz fue la de Dolores cantando “Linger”. La Irlanda del folk y la mística que fusionaba el pop-rock de finales de los años ochenta acordó a tiempo con la voz férrea de Dolores que eclipsaba al grupo desde la garganta y también desde su pelo, sus dientes parejos con incisivos tan anglosajones –comestibles y deliciosos en una película de Tim Burton si a Burton se le ocurriera hacer una película con ellos– y sus borceguíes. Los noventa eran suyos, después de una gira por los Estados Unidos en 1993, The Cranberries volvieron a casa convertidos en estrellas, dos años después llegó el éxito de “Zombie”, escrita tras un bombardeo del IRA, número uno en todas las listas inventadas por las discográficas –y en las no inventadas también– y estrella en MTV Music Awards. La reina de Limerick parecía perpetua en un trono urdido de discos (más de cuarenta millones vendidos) pero no lo fue. La monarquía cambió de corona y la banda, después de algunos desencuentros, se separó en 2003 sin que la voz de Dolores, que cantaba distraídamente chúcara, “capaz de pasar del susurro al grito en tan solo un instante, capsulándose entre las cuerdas y el bajo de los hermanos Hogan”, pudiera rescatarla. Entonces, y hasta que lograron juntarse algunas veces más (algunxs recordarán haber ido a escucharla al Luna Park en 2010), Dolores fue solista, armó un proyecto nuevo, D.A.R.K., compartió discos con otros músicos y fue jurado en The Voice (versión irlandesa del programa de televisión). Tuvo tres hijos con Don Burton (era productor de Duran Duran) y dicen que en la boda había más fotógrafos que invitadxs. Se separaron en 2014. Hace pocos días Dolores murió en un hotel de Londres. Una fuerza conceptual, un regreso a la campiña en preconizada devoción algo melancólica por el estilo deshuesado la entona sobre su propia voz mientras las mucamas cambian las sábanas de las habitaciones y los pasillos amplifican las versiones sobre el cuerpo muerto. No es una muerte sospechosa dice Scotland Yard cuando todos los demás escapan de los silencios de ocasión para decir, emulando el berreo de la irlandesa, que es un suicidio. A estas horas, y en cadencia con el almizclado coro de las certezas del fentanilo, los versos de Swinburne no desentonan: “Todas las cosas de este mundo pasarán, pero nunca la tristeza”.
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