Cuando me puse la camiseta de Argentina por primera vez, me miré al espejo y me dolió mucho. Lloré. Me sentí extraña”, sostiene con un dejo de tristeza Veronique Guillemette. Resopla, clava la mirada sobre la mesa de madera y profundiza el recuerdo: “Era un peso, se me pasó toda mi familia por la cabeza. Había entrenado toda la vida y había competido con otros colores”. Ahora, en cambio, esas sensaciones parecen pertenecer a otro plano de su vida. Se siente orgullosa de vestir la celeste y blanca, desde 2010, porque su familia y sus amigos “ahora son de acá”. Colores por los que lloró, esta vez de felicidad, cuando en los Juegos Panamericanos de Toronto 2015 consiguió la medalla de plata en dobles junto con María José Vargas.

Veronique nació en Montreal, en 1981, cuando el racquetball se jugaba a raudales en Estados Unidos, Canadá y México. Por herencia terminó adoptando un deporte que se disputa en una cancha completamente cerrada de 6,09 metros de alto por 12,1 de largo y 6,09 de ancho (se juega single o doble al mejor de tres sets). Pero admite que esta actividad la encontró a ella cuando era una niña de 12 años. Eran tiempos en los que combinaba cuanta disciplina se cruzara por su camino: karate, gimnasia, natación y fútbol. Un día la suerte de principiante la adoptó: faltaba una integrante Sub 12 para conformar el equipo nacional junior de racquetball de Canadá y allí fue ¿Final del acto? Se trajo una medalla que la ayudó a decidirse. “Me gustó tanto que dejé karate y natación, y seguí con gimnasia y fútbol”. Todo siguió igual hasta que su entrenador le dio un ultimátum. “Si quería seguir, tenía que ser racquet o nada”, precisa. No lo dudó. Mitad intuición, mitad arrojo, algo le indicaba que este deporte aún extraño por estas latitudes le podría cambiar la vida. Tanto fue así que se casó con Daniel Maggi, un argentino al que conoció en un torneo en Caracas, en 2006. “Me gustó su actitud dentro de la cancha. Perdieron ante Canadá y al terminar el partido lo saludé y a partir de ahí se dio una amistad. Después fueron llegando otros torneos y vino el amor”, recuerda.

La relación se afianzó a la distancia hasta que tras el Mundial de Irlanda 2008, los mails, las llamadas telefónicas y los chats llegaron a un límite. Había que tomar una decisión y Vero, como le dicen, hizo las valijas y emigró a Buenos Aires. “Era lo más lógico. Dani tenía una empresa familiar, una casa y yo estaba sola en Alberta a cuatro horas de avión de mi familia”, cuenta. Y agrega: “No lo veo a Dani sin su Ferro, no veo muchos argentinos que puedan adaptarse a tantas reglas durante tanto tiempo”.

-¿Qué es lo que más y lo que menos te gustó de la Argentina?

-Me encanta la gente, porque acá los amigos se quieren de verdad. Lo que no me gusta es el miedo, la inseguridad me da miedo. Siempre veo en la tele que desaparecen chicos, voy a la plaza con mis hijos y me tengo que ir a los cinco minutos.

Vero habla de “Cabashito” (así pronuncia la localidad porque nació en la parte francoparlante de Canadá) y de Ferro como algo indivisible. Su esposo es hincha fanático del Verde, ella trabaja allí como profesora de la escuela de racquetball y Elena, su hija mayor de 4 años, asiste al jardín de infantes del club. “Todos vamos a la popular. Al principio iba más seguido. Ahora, con los tres chicos, es más complicado y para Dani ir a la cancha es algo impostergable”, reconoce.

Por un instante, Vero se disculpa. La obligación de madre hace que deba retirarse por unos minutos. Mientras Lucca y Eva, los mellizos de 1 año duermen en el cochecito ante la atenta mirada de un amigo del club, va a buscar a Elena al Trencito Verde, el jardín del club. Pasan no más de 5 minutos, regresa al anexo de tenis y racquetball que posee Ferro frente a la sede de Federico García Lorca y se disculpa: “Perdón, pero tenía que ir a buscar a Elena. Ahora sí, sigamos tranquilos que ella juega”.

La vida de Vero es así. Ya no tiene tiempo completo para dedicarse al deporte. “Ahora me cuesta hacer bien todo. A la mañana tengo dos horas de preparación física, vuelvo a casa y no me puedo bañar cuando quiero, no puedo comer lo que quiero y no puedo dormir la siesta como antes. Pero si no duermo un poco, al otro día me duele todo el cuerpo”, señala. Sin embargo, tras el nacimiento de Elena, afirma convencida que se sintió “cumplida” porque “no sabía que quería ser mamá hasta que llegaron los hijos”. Tanto se mezcla su rol de madre y deportista de alto rendimiento que en Toronto 2015 le cambió los pañales a Elena con la medalla colgada y las lágrimas de emoción que aún marcaban surcos en su rostro.

-¿Es más sencillo tener una pareja que practique el mismo deporte?

-Sí, de hecho muchas parejas anteriores se terminaron por los celos de los viajes o por el poco tiempo que podía dedicarles. Yo entrenaba sola, hacía mi vida, tenía mis horarios. Si empezás a desarmar tu rutina perdés todo. Los viajes y los cambios de humor te los llevás a casa, si tenés un mal entrenamiento estás de mal humor en tu casa. En cambio, compartirlo con Daniel, que ahora es mi entrenador, nos facilita la vida familiar.

-¿Cómo es en Canadá el apoyo a los deportistas?

-En cuanto al racquetball, hay menos apoyo. La plata que recibís es menor. En su momento yo cobraba 1500 dólares por mes. Con esa plata pagás los 3 torneos obligatorios para jugar en la selección a modo de selectivo. Además, tenés que hacer 10 torneos al año de tu provincia y todo eso lo cubrís con tu beca. Entonces, la plata la gastás y no podés vivir con eso. Tenés que trabajar para vivir. Lo hacía full time como preparadora física y, después, entrenaba para poder competir.

-Y acá, en la Argentina, ¿qué sentiste con la posibilidad latente que esgrimió el Gobierno nacional de hacer recortes al Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (ENARD)?

-Me preocupó un poco porque es muy sano y necesario para un país que se proteja a los deportistas. Si se cortaba [el apoyo a los deportistas] hace uno a dos años, este predio no lo hubiésemos tenido. Por eso, nos preocupamos tanto y nos pusimos en alerta hasta que se solucionó.

 -¿Tenés amigos afuera del racquetball?

-Sí, muchos. Es lo que salva mi pareja. Es la gente que te apoya. Cuando nacieron mis mellizos, en el grupo de Whatsapp de mis amigas de Ferro se rotaban para darme una mano. En Canadá, la gente no puede o no quiere hacer eso. Tampoco se me pasaría por la cabeza pedirlo. Somos muy diferentes.

-Entonces, ¿el argentino es lo contrario en actitud a un canadiense?

-A un canadiense de la parte inglesa sí. Ustedes son calor, ellos son fríos. Allá, si no te invitan, nadie se mete en tu vida. Cuando nació Elena, invité a mi mamá a venir y ella me decía “cómo me voy a meter en tu casa en un momento tan delicado, voy después cuando sea más grande”.

-¿Qué te dice la palabra felicidad? ¿Es algo que encontraste acá?

-¡Qué pregunta! La felicidad es una búsqueda diaria y acá la tengo. Es encontrar a la gente que me hace bien en la vida y que me ayuda a tomar las mejores decisiones, a rodearme de personas positivas. Si bien estoy lejos de mi familia, cada mañana cuando desayuno lo hago hablando con mamá por teléfono. Con ella hablamos en francés. Me hago mi café con tostadas y hablamos un buen rato. Ellos me apoyaron siempre. Mi mamá me dice que me prefiere lejos y feliz, a vivir al lado de ella como vecina y ser infeliz. Y tiene razón. Y eso me alivia todas las decisiones que fui tomando a lo largo de mi vida.

Tan argentina se ve Vero que el asado y las achuras, la milanesa a la napolitana y el mate la cautivaron desde el primer día. “Si pudiera comería milanesas a la napolitana todos los días, pero me tengo que cuidar. El mate, todos los días”, dice entre risas y afirma: “Hasta ahora venirme a la Argentina fue la mejor decisión de mi vida. Hay que ver cómo termina la historia. Acá tengo a mis hijos, a mi esposo y a mis amigos. Más no puedo pedir”.