“¿Me vas a decir que nunca te mandaste ninguna?”, le dice la chica a Pablo Simó, que parece haber construido su vida entera en base a la corrección. “Todos hacemos alguna, en algún momento. ¿Nunca tuviste una amante, nunca hiciste algo por izquierda en tu trabajo, nunca te quedaste con algo que no era tuyo?” Y Pablo se queda sin saber qué decir. ¿O tal vez esté pensando en lo que se perdió? Basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro, Las grietas de Jara es un policial que no transcurre entre profesionales del delito o de la ley, sino uno de esos cuyos protagonistas podrían ser “usted o yo”. Gente que puede considerarse común, y que por una mecánica de los acontecimientos es llevada a una circunstancia criminal. La clase de policial que, por una cuestión de identificación, obliga al espectador a preguntarse qué haría él o ella en una situación semejante. Un policial, en suma, que aunque no le sobre intensidad emocional, es, por esos motivos –¿yo podría ser un asesino? ¿podría ponerme del otro lado de la ley?— inquietante.
Estructurada con cuidado por el detalle, la trama de esta coproducción argentina-española presenta al típico cuarentón talentoso pero postergado (el arquitecto Pablo Simó, Joaquín Furriel), trabajando como empleado de un colega más ambicioso, Mario Borla (Santiago Segura, ajustadísimo en infrecuente rol “serio”) y junto a otra arquitecta, Marta (Soledad Villamil). Cuando llega un particular con una queja queda a cargo de Pablo atenderlo. Se trata de Nelson Jara (Oscar Martínez, con colita de caballo), quien viene a pedir una compensación por una grieta que, según dice, habría producido en su departamento la falta de apuntalamiento de los cimientos del edificio que el estudio proyectó para levantar en el solar vecino al suyo. Simó no sabe muy bien qué decirle, Jara no es la clase de tipo que renuncia a su ambición y el conflicto no hará más que escalar.
Coescrito por el realizador junto a Emiliano Torres (director de El invierno), el opus 2 de Nicolás Gil Lavedra (Verdades verdaderas: La vida de Estela) trabaja en todas sus dimensiones el personaje de Simó. La familiar es una de ellas, donde puede percibirse el resignado hastío que le produce su esposa (Laura Novoa, impecable), incapaz de comprender a la hija adolescente. Algo que a él, un tipo sensible, le cuesta bastante menos. Que Simó tenga todo lo que define a un buen tipo permite la identificación del espectador, y la identificación es la palanca que mueve la clase de preguntas que a la historia le interesa que el espectador se haga. Sin picos dramáticos (al menos hasta el último plano, parte de una resolución más efectista que trabajada) y con la sobriedad por marca estética, Las grietas de Jara está sostenida por la cuidada –aunque tal vez algo laxa– trama y las actuaciones, todas ellas precisas. La más compleja es, de acuerdo al desarrollo de su personaje, la de Furriel, capaz de pasar de la ternura a la paranoia sin un solo gesto de más.