Los agnósticos antimacristas venían conviviendo con un dilema: por un lado, relativizaban el declamado tercermundismo de Bergoglio/Francisco, que atribuían, despejadas las lecturas románticas, a la necesidad de “reevangelizar” América Latina. Pero por otro lado, disfrutaban –con cierta perversidad, cabe reconocer– del desasosiego de chupacirios y oportunistas locales que se habían ilusionado con tener un Papa que les diera todos los gustos políticos.
La paradoja existencial, por supuesto, se proyectaba a la grieta mediática: los medios dominantes, históricamente aliados a la jerarquía católica, emprendieron una cruzada contra Bergoglio/Francisco, a quien primero acusaron de “populista”, después de “piquetero” y solo Dios sabe qué otros pecados capitales le serán atribuidos. Los medios progresistas, históricamente laicos y anticlericales, apoyaron con fervor la flamante “opción por los pobres” elegida por el administrador del Vaticano. Con cada católico reconquistado para la Fe por el discurso social del papa, el agnóstico antimacrista se debatía entre aplaudir a Bergoglio/Francisco o exigir el regreso urgente de Ratzinger, un auténtico piantafieles cuya maldad medieval resultaba simpática para los ateos posmodernos.
En estos días, a ambos lados de la grieta, se está imponiendo el pragmatismo (que puede disfrazarse de “enfocar la contradicción principal”). La coyuntura prevalece: el jefe espiritual de todos los católicos del mundo se muestra como el principal opositor al modelo neoliberal en curso. Un modelo que –dicen por lo bajo los agnósticos antimacristas– la Iglesia ayudó a instaurar tras décadas de paranoia anticomunista en plena guerra fría. El jefe político de la Argentina, en tanto, desdibuja los viejos alineamientos de la derecha criolla: se inclina a una suerte de new new age para multimillonarios (versión degradada del “Tao de los líderes”) y construye imagen siguiendo los cánones comunicacionales del principal enemigo del Vaticano: el evangelismo.
Para el macrismo paladar negro hay algo más que despecho frente al “papa peronista”. Es como si el gorilismo clásico hubiese ensayado, en términos religiosos, una muda de piel: “lo católico”, para la nueva generación neoliberal, huele a naftalina; atrasa en su defensa del (pongámosle) “compromiso social” de la Iglesia pero, peor aún, está desfasado como proyecto de vida. Sus apelaciones a la solidaridad y a la piedad colectiva lucen perimidas a los ojos de los gurúes de Cambiemos. El nuevo paradigma es compatible con las prioridades del evangelismo: relación directa del creyente con Dios, sin más intermediarios que el pastor de turno; fe ciega en la salvación individual, para la cual toda instancia de construcción comunitaria es un obstáculo que hay que derribar; la imagen beatífica (la cara de María Eugenia Vidal es, casi, la caricatura de esa búsqueda) de falsa armonía con la naturaleza, los llamados abstractos al amor y a la felicidad, se ajustan al ideal evangelista de evitar toda perturbación (sindical, cultural, mediática) en el camino del creyente/emprendedor hacia la victoria final preparada por Dios. El catolicismo exige sacrificios en esta vida a cambio de felicidad en la otra; el evangelismo es un “llame ya” al éxito, espiritual y material, en este mundo. Si del otro lado no contestan, o atienden cuando ya es tarde, seguro habrá sido por errores propios, o por los “palos en la rueda” de quienes se oponen a la felicidad. Para ellos está dispuesto el castigo divino, también en este mundo.
Frente a este panorama, los agnósticos antimacristas tenían, en principio, dos opciones: refugiarse en el nihilismo, abjurando al mismo tiempo del reposicionamiento geopolítico de la Iglesia y del salvajismo neoliberal; o poner el escepticismo militante bajo un paraguas y someterse a la coyuntura, resignando (o poniendo a un costado) algunos ideales para defender otros, que hoy lucen más amenazados. Algunos sobreactúan su conversión; otros se encomiendan a la vieja frase de un nihilista pragmático: “recen a Dios (en este caso a Francisco) pero remen lejos de las rocas”.