Visitar Islandia es entrar en un mundo donde el límite entre realidad y ficción se desvanece. Es ver la naturaleza en su estado más extremo. Mágica e impredecible, la tierra del fuego y el hielo te embarca en una aventura que desafía todos los sentidos.
Ubicada en el medio del Atlántico Norte, esta isla de apenas 103.000 kilómetros cuadrados condensa una amplia diversidad de paisajes. Llegar hasta aquí es descubrir playas de arena negra y pararse al borde de inexploradas cataratas. Es caminar entre placas tectónicas, empaparse con la explosión de un géiser y sentir la suela de las zapatillas calientes al escalar un volcán activo. También es el escenario de la elusiva aurora boreal.
Son las dos de la madrugada de una noche helada de septiembre y estoy parada a la intemperie con un viento que sopla a tres grados de temperatura y no da tregua. Hace media hora, mientras tomaba una sopa de fideos y trazaba el recorrido sobre una mesa empapelada con mapas, recibí una alerta en el celular: "Si el cielo está despejado, en 30 minutos vas a tener la posibilidad de ver la aurora boreal". Guiada por este presagio del siglo XXI, salí por la puerta armada solo con una lente y un abrigo y caminé en piyama hasta el puerto, el punto más extremo de la ciudad que pude alcanzar. Estoy sola con la mirada puesta en el cielo con las ansias de quien espera un milagro, la estoy esperando a ella.
MITOS NÓRDICOS Una explicación científica diría que la aurora boreal se produce cuando las partículas cargadas por el Sol chocan contra la atmósfera de la Tierra y nuestro campo magnético las dirige hacia los polos. Pero antes de que la ciencia pudiera explicarla, las luces del norte maravillaron a numerosas culturas que inmortalizaron sus creencias en un folklore transmitido de generación en generación.
En la mitología nórdica creían que eran el destello de la armadura de las valquirias, diosas legendarias encargadas de elegir a los héroes caídos en las batallas y llevarlos a la otra vida. Los pueblos sami, de la Laponia finlandesa, relataban que cuando un zorro corría por las mesetas árticas iluminaba el cielo con las chispas que se desprendían de su cola al chocar con la nieve.
Con estas leyendas en mente había tomado un vuelo con destino a Reykjavik, la capital más septentrional del mundo, a 12.000 kilómetros de Buenos Aires. La propuesta era atravesar la isla en siete días a bordo de un motorhome y en su búsqueda.
ELUSIVAS AURORAS Pero las auroras son tan volubles como inspiradoras. El fenómeno es un espectáculo de temporada que se presenta solo de septiembre a marzo. Ser testigo de todo su esplendor requiere de paciencia, suerte y las siguientes condiciones: oscuridad; no contaminación lumínica; no nubosidad; suficiente actividad solar. Si bien es imposible predecirla con precisión, la actividad geomagnética –medida por el índice KP– indica cuándo hay mayor probabilidad de que aparezca. La escala está expresada del 0 al 9, en intensidad de menor a mayor.
Esta noche el pronóstico está en 5 –gran actividad solar– pero las luces de la ciudad y la nubosidad presagian que mi exploración está destinada al fracaso. Hace horas que la ciudad está en silencio y las familias se refugian en el calor de sus casas. Queda solo un bar abierto donde unos jóvenes isleños toman Brennivín, una bebida típica local que acompañan con tiburón fermentado. Ya no siento las manos, pero sigo tomando fotos de los barcos anclados al muelle, negada a asumir la derrota.
De repente, sin preámbulo, aparece en el cielo un arco de un verde saturado, como si un pintor de expresionismo abstracto hubiera agarrado una brocha y trazado una pincelada sobre un lienzo negro. Me quedo largo rato con la boca abierta, la temperatura cayendo por minuto y el viento costero azotándome la cara. La nostalgia del presente de la que hablaba Borges volviéndose tangible. En ese mismo instante no tengo otro anhelo mayor que vivir lo que estoy viviendo. A mi alrededor, todo el cielo está salpicado por la aurora, como un cuadro de Jackson Pollock con colores verdes y amarillos tiñendo la noche. El espectáculo es efímero y termina con la misma intensidad con la que había empezado, dejando nuevamente el lienzo virgen para el próximo artista. Vuelvo a la casa con un cansancio arrollador y, a la vez, acelerada. En cuatro horas me esperaba la inmensidad del Ring Road -la mítica ruta 1 que da vuelta toda la isla- y la latente posibilidad de encontrar nuevas auroras.
EL CÍRCULO DORADO La aventura sigue con las primeras luces del día a solo 40 kilómetros al noreste de la capital, en el Parque Nacional Þingvellir. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es el sitio histórico más importante de Islandia porque allí se estableció el primer parlamento democrático. El parque da inicio al Círculo Dorado (en inglés Golden Circle), una de las excursiones más populares del país por su cercanía a la capital y la posibilidad de admirar en solo un día la fuerza de la naturaleza en una pluralidad de paisajes. Ubicado sobre la dorsal mesoatlántica, el valle presenta grietas y fisuras en la tierra, que lo convierten en el único lugar en el mundo donde se puede caminar entre las placas tectónicas euroasiática y norteamericana, que se separan a un ritmo de 1 centímetro por año.
Siguiendo la ruta 35, olas de vapor se escurren entre las grietas del suelo. Un cartel señala cuidado con la temperatura del agua. indicando que se encuentra a 100° centígrados, y da la bienvenida a Strokkur. El géiser explota cada 8 o 12 minutos y su chorro de agua alcanza una altura promedio de 20 metros, que al chocar con la fría temperatura se convierte en un vapor que te envuelve en vapor, mitigando brevemente el frío.
A solo 15 kilómetros, el recorrido del Círculo Dorado culmina con la cascada más famosa de la isla, Gullfoss. Su impresionante doble caída de 32 metros de altura es arrolladora, porque el terreno la oculta y la revela abruptamente, según el curso del río Hvítá, sumergiéndose en las profundidades de la tierra.
Al atardecer consulto el servicio meteorológico local que ofrece el pronóstico de la aurora boreal con una anticipación de hasta tres días. Con imágenes satelitales, el sitio web oficial muestra un mapa de la isla con información sobre el índice KP y la nubosidad. Decido entonces hacer base en Hvolsvöllur, el pueblo más cercano donde se indica que habrá actividad. Sin embargo, esa misma noche mis intenciones se vieron frustradas por la volatilidad de las condiciones climáticas que imprevisiblemente cubrieron el cielo de nubes y me impidieron verla.
RING ROAD Atravesar el Ring Road es adentrarse en una ruta silenciosa y desértica, donde la única compañía es el horizonte y las infinitas ovejas, con una población que duplica la cantidad de habitantes. El clima es extremo y realza el escenario de fantasía: sale el sol, garúa intermitentemente y el motorhome se ve rodeado de niebla que pronto se disipa con el viento.
En el sur de la isla, las piedras basálticas de Reynisdrangur se alzan sobre un revoltoso océano Atlántico que las azota sin piedad ofreciendo una de las postales más típicas. Cuenta la leyenda que luego de una ardua noche arrastrando un barco robado, tres hombres fueron sorprendidos por el sol, que los convirtió en piedra. La tenue llovizna se entremezcla con la bruma del mar y le da un tinte apocalíptico al emblemático Monte Reynisfjall, que con 340 metros de altura ofrece vertiginosas vistas del acantilado. El verde del monte hipnotiza mientras las olas rompen despiadadamente contra la costa de arena negra. Un cartel reza no le dé la espalda al mar junto a un recorte de diario con una noticia sobre un turista que murió ahogado mientras intentaba tomarse una foto.
Atrás quedan las salvajes playas volcánicas, mientras la ruta 1 se abre paso entre las onduladas laderas de Eldhraun, un escenario surrealista donde bien podrían cobrar vida los elfos y hadas en los que creen muchos isleños. El inhóspito campo de lava está cubierto por kilómetros de musgo de un inusual verde flúor, souvenir del destructivo volcán Laki. En 1783 sus devastadoras erupciones azotaron la isla durante ocho meses, alcanzando con sus cenizas a Egipto, la India y Estados Unidos.
De camino a Höfn, pueblo donde pasaré la noche, se atraviesa el Parque Nacional Vatnajökull, el más extenso de Europa, con una superficie de 12.000 kilómetros cuadrados. El glaciar, que lleva su mismo nombre, cubre el ocho por ciento de la superficie del país y se encuentra sobre una cadena de volcanes de casi 2000 metros de altura. En su extremo sur, la laguna glaciaria de Jökulsárlón ofrece imponentes vistas poblada por espectaculares icebergs aturquesados. Estos desprendimientos pueden pasar hasta cinco años a la deriva, derritiéndose y volviéndose a congelar para luego desplazarse por el río Jökulsá con destino final al océano Atlántico. Y aunque parece que ha estado allí desde la última era de hielo, la laguna tiene apenas 80 años. La zona es una combinación inquietante de colores, con el hielo disolviéndose sobre la arena negra mientras el atardecer cubre de colores dorados el glaciar. En el lugar se ofrecen diversas actividades como trekking sobre hielo, o recorridos por la laguna con avistamiento de focas.
Höfn es un puerto pesquero de camino a Seyðisfjörður, el siguiente destino en el recorrido donde al día siguiente pronostican condiciones meteorológicas idóneas para observar las luces del norte. Este último es una parada imperdible en los fiordos del este, con su perfecta composición de casas de color pastel rodeadas por montañas. Con salida al mar de Noruega, durante el verano recibe cruceros de distintos países nórdicos repletos de turistas que vienen a admirar su belleza.
LA VISIÓN Al costado de la ruta estaciono en un camping para tomar unos mates mientras el claroscuro cubre el pueblo y el crepúsculo desdibuja la cadena de montañas. Repentinamente, el celular me anticipa su llegada, y la aplicación que ofrece el pronóstico en tiempo real utilizando geolocalización no se equivoca. Estoy completamente a oscuras en medio de un pueblo con un nombre impronunciable admirando las estrellas. Tengo el trípode y la cámara preparada para capturar el fenómeno: el punto de enfoque en infinito, el ISO en 800, la apertura en f/3.5 y la velocidad de obturación en 10 segundos.
Una vez más el cielo se incendia, iluminando a su paso la majestuosa silueta de los fiordos. Arrolladora y movilizante, el acto va acompañado por un wow que se hace eco por todo el descampado. En la oscuridad de la noche no me había dado cuenta de la multiplicidad de ojos anclados en el cielo.
El nuevo día comienza en la zona de Mývatn, el indiscutible atractivo del noreste, un terreno geológico violento que se diferencia de cualquier otra zona del país. El paisaje, que parece de otro planeta, está lleno de mud pots –pozos de barro hirviendo– y fumarolas humeantes. Allí se puede subir hasta el cráter del volcán activo Krafla, un lugar potencialmente peligroso que te recibe con advertencias de subir bajo tu propio riesgo. En cuestión de minutos, y abriéndose paso por un camino poco señalizado, se llega hasta la caldera, donde la roca está carbonizada y el vapor que sale desde el interior de la tierra impregna de olor a azufre todo lo que encuentra a su paso.
La vuelta a la isla concluye por la fascinante península Snæfellsnes, donde acantilados, playas doradas y pueblos de colores conforman su variado paisaje. Una parada obligada es el monte Kirkjufell, uno de los lugares más fotografiados de Islandia. A solo media hora, el poder del folklore local alcanza su máxima expresión en la forma de la sagrada montaña Helgafell. Adorada durante siglos por los seguidores del dios Thor, los lugareños creen que se le otorgarán tres deseos a quien ascienda hasta su cima.
Al lado de la ruta, enfoco el vasto glaciar Snæfellsjökull, inmortalizado en Viaje al centro de la Tierra. Y es fácil ver por qué Julio Verne lo eligió: el pico se rompió cuando el volcán debajo de él explotó, colapsando en su propia cámara de magma y formando una enorme caldera. Hoy en día, el parque que lleva su mismo nombre es un popular destino de verano con senderos para trekking y visitas guiadas al glaciar.
Remota y misteriosa, Islandia no decepciona. Dueña de impolutas vistas y deslumbrando cada año a un creciente número de visitantes, este impresionante destino del norte parece no tener límites. La isla, que por su naturaleza volcánica se encuentra en constante evolución, también tiene la capacidad de transformar a quien la visite. Primera en la lista de entusiastas viajeros, no hay otro fenómeno de la naturaleza que estimule tanto la imaginación como la mágica aurora boreal. Y su atractivo se intensifica al saber que esta explosión de colores no solo ocurre en la tierra, sino que se puede apreciar en otros planetas como Marte, Saturno o Júpiter, recordándonos el minúsculo lugar que ocupa la humanidad en el gran esquema de las cosas.