¿Se ha interesado por la música, ha interpretado en algún momento?
–Mis padres me mandaron a estudiar música, pero evidentemente no era mi destino. Por un motivo u otro siempre dejaba. En un conservatorio al que fui en Rosario terminé cantando. Como era fácil y entono bien, cantaba. Pero no tenía paciencia para la práctica de un instrumento. No obstante, me gustaba y me sigue gustando mucho la música, como auditor, y especialmente la música propia de la poesía. En cambio la pintura y la poesía se dieron naturalmente, casi sin darme cuenta. Tuve que hacer esfuerzo, especialmente en esta última, ya que trabajé con el mejor maestro de Rosario, Juan Grela, pero lo hice con mucho placer y buen resultado.
¿Cómo llegan las lecturas en su infancia?
–Yo me crié en un pueblo que ahora es una ciudad, Alcorta, cerca de Rosario; no había allí, por supuesto, vida cultural, apenas una bibliotequita, una o dos librerías donde vendían útiles y algún libro de los más populares. Mi casa era muy grande, como de un cuarto de manzana, con cantidad de habitaciones, algunas de ellas vacías, donde se tiraban los trastos que se dejaban de usar y a lo mejor estaban buenos. Entonces yo elegí dos mesas de luz, que ahora serían de anticuario, preciosas, a las que puse juntas y les saqué las puertas; recién aprendí a leer a los siete, pero a los cinco armé, así, una biblioteca, algo que no había visto nunca, porque ningún amigo de mi familia o pariente tenía una. Revisé roperos, aparadores y cajones por toda la casa y fui encontrando libros, algunos escolares, otros de mis tías, novelas en italiano. En esa época me metía con un cuaderno y un lápiz debajo de una silla y cuando me preguntaban qué estaba haciendo decía “estoy escribiendo”.
¿Cuáles son los primeros versos que recuerde haber escrito?
–Esta casa era del abuelo Padeletti, que se vino del campo al pueblo porque le gustaba pensar e intercambiar ideas; iba a la Sociedad Italiana a discutir sobre política. De su chacra habían salido ya las ideas que condujeron al famoso grito de Alcorta. Pero el otro abuelo mantuvo su chacra hasta que fui bastante grande; íbamos allá los fines de semana y era muy bonito: el lujo de una persona que vivía en el campo eran las plantas y allí había de todo tipo. Me sentaba en el patio, entre las flores, y escribía sobre las hojas, las mariposas, lo que veía alrededor. No conservé nada de eso, que ni tendría forma; yo estaría en segundo o tercer grado de la escuela primaria. Después, a los diez u once, escribí un poema dedicado a mi madre y lo llevé a la escuela: armaron un alboroto. A las maestras les había dicho que, de las lecturas, me gustaban “esas que no son todo igual, sino que tienen líneas más cortitas”; “Ah, los versos”. “¿Qué diferencia hay, qué son?”. “Verso y prosa”. Pero no me supieron explicar qué era una cosa y qué otra. Entonces por mi cuenta abrí un libro de lectura en la página de un soneto –no sabía qué era– y empecé a contar sílabas despacito, con un lápiz y un cuaderno, sentado en un sillón de mimbre que daba a una enorme glicina a través de una mampara de vidrios; me acuerdo como si fuera ahora. Ni siquiera sabía lo que era hiato y sinalefa, así que no daba justo, me daba diez, once, doce; eran endecasílabos. Pero andaba por ahí, cerca. Mirando y mirando descubrí que el sonido del primer verso era como el del cuarto; no sabía qué era la rima, pero la pesqué. E hice como el esquema de rima. Después, ahí mismo, escribí un soneto.
¿Y la métrica le dio ajustada?
–Claro, porque mi cabeza funcionaba bien. No necesitaba contar. Leyendo el poema, que estaba bien versificado, me quedó, tacatá-tacatá, el ritmo, en la cabeza. Si hubiera tenido que contar me hubiera equivocado. Y con la pintura tuve que hacer lo mismo, no había quién me enseñara. Iba a la casa de una hermana de mi papá, casada con un francés de familia muy culta; con mi prima bajábamos al sótano a buscar, mirar y jugar con libros y revistas de lujo que recibían desde Europa y traían reproducciones de pintura. Me las llevaba apretadas a Alcorta; mi papá me había comprado pasteles y copiaba. O sea que había una fuerte vocación. Y también me fascinaban los libros religiosos. Mi abuela tenía un misal en latín que guardaba celosamente, no quería que se lo tocaran; si veía que estaba en un lugar alejado de la casa, me metía en su pieza y lo acariciaba. Nunca me animé a sacárselo. Pero una vez encontré en una cómoda un catecismo encuadernado en cartoné, con una crucecita muy fina en el centro: lo llevé al corredor, me subí a una mesa y me quedé adorándolo, como un gato.
Ha mantenido el interés por las religiones a lo largo del tiempo.
–Sí, pero más que la práctica del catolicismo, o de lo que fuera, me interesa lo que implica el sentido de la vida, del más allá, si hay algo más allá de lo empírico. Desde joven tuve interés por la metafísica; yo iba a estudiar letras, pero como se enseñaba tan mal en aquella época, porque había que aprender de memoria los resúmenes de las novelas y la vida de los escritores, algo que me parecía aburridísimo, estudié filosofía. Hice la carrera y me abrió mucho la perspectiva. Aunque nunca me arrepentí, me di cuenta pronto de que no iba a enseñar: leer filosofía me cansaba.
¿Y cuáles son sus ideas acerca de ese más allá?
–Siempre estoy abierto y leo. Conozco un poco todas las metafísicas y las religiones del mundo, pero no soy dogmático. Tengo la mente y el corazón abiertos a todo. Cuento una discusión de hace mucho tiempo con Nicolás Rosa, un amigo mío que murió hace poco, profesor en la UBA y en Rosario, quizá uno de los mejores críticos de poesía, junto con Monteleone. Desde joven él tomó una dirección muy materialista y yo, por mi sensibilidad, no podía quedarme encerrado ahí. Al principio discutíamos, pero luego vi que eran cuestiones como temperamentales o destinales y decidí no hacerlo más, aceptar a cada cual como es. Fuimos amigos toda la vida. No hace mucho me dijo, medio en broma, medio en serio: “¿Vos qué opinás de la materia y el espíritu? “. “Mirá –le dije–, yo como, defeco, orino, siento, pienso y en cierto sentido es todo uno, soy todo eso. Para qué voy a separar lo material de lo espiritual. La vida comprende todos los niveles.” Y largó la carcajada. Mi posición, un poco, es ésa. Inclusive ahora, para la ciencia contemporánea la materia no existe más, es una cosa del pasado. Todo se ha convertido en energía. Hay un libro muy hermoso, El tao de la física, donde se muestra cómo se terminó con la concepción de materia y cómo las teorías más actuales son incompatibles con aquella definición; allí se muestra cómo la epistemología, la teoría de las ciencias, coincide totalmente con las formulaciones de tradiciones muy antiguas del hinduismo, del budismo y del taoísmo.
¿Qué es la inspiración?
–Aunque no la llevaría a un plano mítico, evidentemente es un nombre que hace falta. A lo largo de mi vida he tenido distintos grados de inspiración. ¿A qué le llamo inspiración? A estados internos en que parece que la inteligencia, la sensibilidad, la memoria, se iluminan y suben un montón de escalones, que unas veces son más y otras menos; en los escritos entre las décadas del 60 y el 80 me parece que llegué a mi tope, porque escribí cantidad de poemas con una gran facilidad, como si me los dictaran. En otros períodos me he puesto a trabajar en frío, para aprender métrica latina, que me gustaba, por ejemplo, e inclusive en algunos poemas la apliqué; ensayos de ese tipo, así, en frío, sin inspiración, he hecho, y a veces como que uno tomaba calor, se prendía un fueguito y salía un poema. Pero hay momentos en los que se está como por encima de uno mismo; a ese estado puede llegarse también leyendo buena poesía de otro. Me ha pasado con los poetas que admiro, que son pocos y de alguna manera estaban destinados para mí, me abrieron puertas: Ezra Pound, Eliott, Wallace Stevens, un poco Marianne Moore, que en algún momento me dio la clave para pasar de cosas más emocionales a un tono más distanciado; D. H. Lawrence, Edith Sitwell, William Butler Yeats.
¿Conoció a Borges?
–Lo conocí, pero no me hice amigo suyo porque no se podía. Él venía a Rosario –como iba a otros lugares– porque necesitaba ganarse la vida con conferencias y, por supuesto, era asediado por cantidades de gente. Yo iba a las casas a las que lo invitaban a conversar luego de sus conferencias, pero claro, uno estaba en medio del montón. Y es medio feo tratar de destacarse y llamar la atención, vincularse así.
No lo imagino a usted en ese papel.
–He conversado con Borges de temas generales, muchas veces en grupo, pero nunca se me ocurrió visitarlo. Por otro motivo, además: yo había leído Inquisiciones, u Otras inquisiciones, no recuerdo, y me daba la impresión de que él en sus ensayos convertía en cenizas cosas que eran para ser sentidas con plenitud: iba tan a fondo que las desmenuzaba y no quedaba nada. Y como no soy muy lector de narrativa o de literatura fantástica y había leído solo su primer libro de poemas, que en ese momento no me interesó. Lo descubrí tardíamente cuando vivía ya en esta casa de San Telmo, en la que hace solo diez años que estoy. Quedé fascinado con esos poemas, que debo haber leído ya muchas veces.
¿Qué le fascinó?
–Tienen una belleza formal increíble. Una simplicidad aparente que contiene implicaciones infinitas. Y sobre todo la sabiduría que comunican. Y la humildad de un hombre que sufrió mucho. Esa poesía viene de la sabiduría que da el sufrimiento. El “Otro poema de los dones” es bellísimo. En toda la historia de la lengua, en poesía y prosa, Borges se ubica sin duda entre los más grandes.
¿Qué puntos de contacto encuentra entre su obra plástica y su obra poética?
–Hasta hace bastante poco funcionaron como dos tendencias y realizaciones paralelas a las que yo nunca sentí necesario relacionar. He dibujado casi durante toda mi vida; si estoy en un bar esperando a alguien, dibujo, y también lo hago antes de dormir, en esa media horita previa a que llegue el sueño. Cuando salió la posibilidad de editar un libro con dibujos y poemas decidí ampliar un ensayo que había publicado antes en Abyssinia, revista de poesía y poética de la UBA. Difícil sintetizar, pero hay elementos comunes: la sensibilidad es la misma. Ambas prácticas están vinculadas con la música, con lo no conceptual; necesitaba expresar cosas que no expresan los conceptos. En la poesía el concepto forma parte de una gestalt; está como tragado por la música y la imagen. Funciona estéticamente. Hay una zona de la realidad a la que no se llega a través del concepto, a la que se accede fundamentalmente por la música, pero también por la plástica. Y por la poesía, cuando es realmente poética. Lo que ahora es novela y narrativa, escrita en prosa, en el pasado se escribía también en verso, sin ser poesía lírica; yo estoy hablando de poesía lírica. Cuando hoy decimos poesía todo el mundo la interpreta como lírica, aunque ha habido últimamente, a veces por razones ideológicas o de vanguardia, el intento de hacer una poesía sin lirismo, prosaica.
Diana Bellessi dice que para ella la poesía es cantar y que si bien alguna vanguardia plantea que es solo para leer, para el ojo, sigue sintiendo y creyendo que también es para el oído.
–Y es absolutamente así. La palabra lírica viene de la lira, eso no cambia. Si bien desde hace mucho la poesía es escrita y se la lee, el poeta escribe desde una música interna que está puesta en la letra: el que lee tiene que percibir esa música. Y sentirla. Aunque lea en voz baja, tiene que captarla; de lo contrario, no entró en el poema propiamente dicho. Si se queda con los conceptos, no entró. Nunca me he negado a lecturas de poesía en público, porque está bien que tenga un espacio en el mundo externo, pero reconozco que es medio incómodo, porque la poesía para ser leída es muy reconcentrada y requiere ciertas condiciones. Inclusive muchos poetas, aunque escriban con una música interna, no leen con esa música, lo hacen mal, y entonces no se capta el sentido inteligible del poema ni su música. Nunca critiqué la realización de esas lecturas colectivas porque entiendo que a la poesía, que es tan olvidada, tan minoritaria, hay que asegurarle siempre un lugar en el mundo.
¿Por qué cree que es tan minoritaria y olvidada?
–Porque es difícil. Bastaría preguntar en las editoriales. Requiere una inclinación especial. Para leerla bien, disfrutarla y ampliar la capacidad de lectura, requiere de una autoeducación. Y como eso lo hace poca gente en el mundo, no es negocio. No le atrae a nadie que esté interesado en lo cuantitativo.u
Esta entrevista a Hugo Padeletti fue realizada en 2006 y se encuentra incluida en el libro La literatura argentina por escritores argentinos, que incluyó 24 conferencias –y otras tantas entrevistas– a distintos autores que se llevaron a cabo en la Biblioteca Nacional.