Alguien que, además de descubrir un procedimiento o una serie de procedimientos, asimila y organiza otros elementos impregnando al conjunto con “una cualidad especial o un propio carácter especial”, hasta arribar “a un estado de plenitud homogénea”. Eso, escribió Ezra Pound, es ser “un maestro”: si se lo entiende así, Hugo Padeletti es, sin duda, uno de los maestros –no muchos– con que cuenta la poesía argentina. Con su segundo libro, Poemas 1960/1980, a treinta años del primero y a los 61 de edad, Padeletti empezó a ser conocido más allá de un círculo de amigos y casi inmediatamente pasó a ocupar el lugar de un maestro. No debió haber sido casual que eso ocurriera a mediados de los 80, cuando se hace posible en la Argentina un lector capaz de reconocer que la poesía es ante todo literatura, arte de la letra, artificio, un lector que no aspira a revelaciones ni tiene necesidad de impactos emotivos o de algún otro tipo. Una poesía que no apela a los afectos ni deslumbra con imágenes o afirmaciones conclusivas (“Deslumbrar/ con brillos prepotentes/ es lo propio de mentes// titilantes/ y sólo pasajeras”), que no pretende revelar nada aunque a la vez apuesta a pensar todo. Un poema de Padeletti es un gozoso trabajo del pensamiento que, a partir de una idea o de algo visto o recordado, se larga a jugar con consideraciones, asociaciones, posibilidades, vueltas de tuerca. Puede ser una retama, unos pulgones, un plato de loza china, la flor del ciruelo, un colibrí, limones en la mesa, la letra h, el tiempo, el silencio o una primavera en Berna: motivos para que el pensamiento materializado en escritura se despliegue como quien se arroja a una danza, sin esperar llegar a nada.
Dos singularidades de la poesía de Padeletti: un esmerado ejercicio del intelecto administrado por la sensualidad (una lucidez extrema que no es contradictoria con el deleite verbal) y un titilante juego de síntesis y excesos: la condensación poundiana de la mayor cantidad de significación posible en la menor cantidad de palabras, alternando con digresiones y volutas que colorean y airean el pensamiento. Lo que más impresiona, sin embargo, es el repertorio de recursos: versos breves sometidos a una métrica sui generis, disposición gráfica con un alto valor significante y rítmico para los espacios en blanco, profusión de referencias culturales y de observaciones de lo cotidiano, citas (no pocas en latín y otros idiomas), coexistencia del vuelo lírico y de lo prosaico, de la imagen y del concepto. Y la abundancia de complejos mecanismos de rimas y otras sorprendentes o divertidas afinidades sonoras entre las palabras: “El tema es secundario; // si consiste,/ significa y persiste:/ arboladura/ de bajel,/ bajío/ o arboleda de un cuadro.”
Místico. Experiencia de lo sagrado que en el budismo zen resulta de un “aquí y ahora absoluto”: en ese sentido se consideraba místico Padeletti. “Y la delicia/ sin residuo/ de estar presente”, dice en un tramo el poema “Atención”, y en otro admira la “opulencia” que una manzana despliega “por ser así: / manzana,/ y no la nada”. “Ama la existencia de la cosa más que a la cosa misma, y tu propia existencia más que a ti mismo”, escribió, hace casi un siglo, Osip Mandelstam, y lo podría haber firmado Padeletti. Es “la pasión delicada aunque firme de lo real, el enigma sereno de las cosas” que en la solapa de Poemas 1960/1980 celebra Juan José Saer, y es interesante advertir, a propósito de Saer, que la empresa de Padeletti empieza en donde la de Glosa o Nadie nada nunca se detiene. Lo que en uno es ir a la captura de lo real sabiendo que no se podrá, en el otro se asemeja a la serenidad humilde y astuta de quien entiende que, si lo real no es traducible en palabras, ya no se trata de captarlo sino de cantarlo. Cantar es entonces pensar, y viceversa. A veces con una sonrisa irónica o traviesa, a veces con un matiz de fastidio o un dejo de franqueza cercano a la impertinencia, cortés siempre, esta poesía pone en evidencia la belleza y la gracia que puede tener la tarea de pensar, y el lector es invitado a recorrer la trayectoria de un pensamiento disfrutando el privilegio de sentir su propia inteligencia en acción y al unísono con su sensibilidad,.
Muerte. “Me voy, / el polvo de oro/ es mugre envanecida// que, con brillo prestado, / miente lujo. / Cercado/ por la sombra,/ cruzado/ por un tajo,// en mortaja/ de sangre/ me arrebujo”. A partir de Canción de viejo (2003), aunque algo de eso asomaba en Parlamentos del viento (1989), se irá haciendo algo más grave y apretada la poesía de Padeletti, perderá algo de su cantarina y aérea ligereza, se hace más nítido en el horizonte lo que llama “el tiempo de la siega”, aparecen cada vez más palabras como “ceniza”, “dolor”, “sombra”, “exangüe”. Puesto a escribir a partir de los movimientos mentales que suscita el preguntarse por el envejecimiento y la muerte, es muy propio del pensamiento de Padeletti que, en vez de rehuir esa conmoción, la incorpore: el estremecimiento de saber que uno envejece y va a morir forma parte del sutilísimo trabajo de reflexión que anima esta poesía. En Osaturas, a su vez, de 2014, en las menciones al hueso o lo óseo, a lápidas o a hedor, o en la advertencia “ya no habrá”, gana espacio la conciencia de la fugacidad, del sujeto que habla en el poema y de todo, no como lamento, sin embargo, o desolación, sino como asumiendo lo que es tal como es, y hasta como un canto a la fugacidad. Se trata de que, dentro del juego de la existencia del que forman parte, la muerte o la decadencia sean asumidas, sabiamente. Tal vez pueda ser vista de ese modo la muerte del hombre que se llamó Hugo Padeletti: Me voy, / estoy vaciado// como urna volcada/ donde hubo todo/ y nada.// Me voy,/ que nadie llore,/ que en la arena del circo me evapore”.