Uno. El cuerpo sabe lo que la conciencia no, dice alguien, muy suelto del mismo, en la tele, y entonces ocurre un click. Una idea aparece, borrosa. Una serie de líneas que vinculan imágenes, un eco o una bruma. No estoy muy de acuerdo con el emisor de la frase, pero reconozco algo familiar o al menos cercano en esa locución. La problemática sobre la verdad y lo real. Lo real, ya sabemos, es lo que pasa en la tele. La verdad es lo que dice el señor de la pantalla, en prime time. Si Kant o Nietzche hubieran nacido en estos tiempos, otros gallos ontológicos nos cantaren. Veamos.
Dos. Estamos en verano, eso se sabe. El cuerpo lo sabe. Y a pesar de los tarifazos salvadores y los aumentos que evitarían las crisis energéticas, el suministro energético se desvanece. La conciencia, mientras tanto, se refresca en las temperaturas bajo cero en Miami. Nada de los cortes luz que no iban a ocurrir. Lo que ocurre es solamente lo que muestra en la tele. Posverdad o posmentira, como le guste. Como el sindicalista K enriquecido con plata de la droga de Los Monos y aliado de Cambiemos. El cuerpo lo sabe. Hay que abrigarse y todo lo malo es culpa de la yegua.
Tres. Otro síntoma de esta esquizofrenia epistemológica puede ser este fenómeno de no reaccionar ante situaciones por lo menos desopilantes como negar lo que ocurrirá inmediatamente después. Como una profecía pero al revés. No vamos a devaluar, no estamos pensando en tocar el sistema jubilatorio, no hay más plata, no puedo dormir pensando en los más pobres, basta de prometer y no cumplir, basta de endeudar a nuestros nietos.
Cuatro. Usted dirá que esto que acabo de escribir -la ausencia de reacción‑ es caprichoso y falaz, que hubo movilizaciones, actos, y declaraciones que demuestran cómo el cuerpo social reacciona. Y yo diré que es cierto. Que hubo marchas contra el ajuste, contra los despidos, contra el dos por uno. Contra la prisión domiciliaria para genocidas, marchas por Santiago, por la Memoria, por el Ni una Menos. Por las paritarias. Que hubo Tetazos, huelgas, ollas, cortes de calle y hasta cacerolazos. Le agrego que estuve ahí, en muchas de esas expresiones, poniendo el cuerpo. Pero que a pesar de todo, ahí lo tenés al estadista alegre y posmoderno balbuceando que no hará lo que sí hará y que sabemos que hará. Y el cuerpo social tan campante, sabiendo que esas reacciones callejeras son una ilusión óptica sobre fondo verde, que los cacerolazos se hicieron para apoyar al gobierno. Ahí lo tenés al cuerpo social. Tiritando el frío polar de Miami.
Cinco. Otro ejemplo de la distancia entre cuerpo y conciencia podría ser el alboroto analítico o comunicacional que causa una chica que aparentemente ha matado a su novio, pero ningún encefalógrafo registra actividad alguna cuando proponemos revisar que en estos pocos días del año hubo una mujer asesinada por día. El único estertor del cuerpo social es, en este caso, mostrar carteles reclamando "ni uno menos".
Seis. Y hablando de mujeres que mueren trágicamente, aparece Casandra, que como casi cualquier ser humano curioso, quiso aprender a leer el futuro. Para ubicarnos en tiempo y lugar, nuestra protagonista resultó ser la hija del rey de Troya, justo en el momento en que su hermano Paris se encamotó con Helena y cantad, oh, musas la cólera de Aquiles de Peleo. Además de princesa, Casandra era sacerdotisa del templo de Apolo, cosa que aprovechó para solicitar al dios que le enseñe las artes oraculares. Apolo accedió, pero parece que estaba un poco distraído con el asunto del laboratorio que le explotaría en plena calle Alem y no pudo predecir que Casandra, luego de adquirir el don del presagio se negaría a acceder a sus requerimientos amorosos. Ofendido, el dios maldijo a la princesa, condenándola a conservar el poder de la adivinación y a que sus vaticinios jamás fueran creídos. Y así fue que, entre otras cosas, Troya cayó en manos de los griegos y Casandra murió asesinada por la esposa de Agamenón, que se la llevó a su casa como esclava y amante. Todo esto lo supo Casandra un buen rato antes, pero a pesar de todo no logró que nadie le creyera. Otra versión dice que fue violada por Ajax. Tampoco le creyeron que pasaría.
Siete. Una lectura de esta historia dice que Casandra, con su don y su maldición en perpetua tensión, es una metáfora, elegía, símbolo o representación, hipálage o tal vez personificación de la conciencia. Es decir, esa vocecita que nos mete ruido y que sabe, mejor que nosotros, qué debemos (o no) hacer, cuál es la decisión correcta, el camino, la consecuencia de hacer (o no) determinada cosa, y sin embargo desoímos con olímpica indiferencia.
Ocho. Ya se adivinará hacia dónde voy. Nos hemos convertido en Casandra. Nos hemos transformado en oráculos increíbles. El cuerpo no hace caso de lo que sabe la conciencia. A lo sumo, aparece un temblor, una mioclonía, o unas décimas de temperatura por encima de los treinta y siete grados. Hemos vaticinado nuestro futuro con detalle y lo hemos dicho en voz alta. Pero nadie nos cree. La conciencia ignorada, tomada por loca. Alguien he escupido nuestra boca y somos incapaces (hasta ahora, espero) de revertir nuestra condición de malditos. Ya avisamos que habría aumento de tarifas, desempleo, devaluación transferencia de riqueza y le pusimos el cuerpo individual a los avisos. Pero nadie nos cree. Y -de nuevo‑ ahí lo tenés al estadista, con sus jinetes del apocalipsis recargado y sus petisos de polo de Troya. Y los que sabemos cuál será el destino, haciendo señas como el penado catorce.