“Nombrar es otorgar un destino, escuchar es obedecer”, dice, veinte años después, un funcionario de Asuntos Sociales que llegó a San Cristóbal, una pequeña población tropical que fue asediada por la aparición de treinta dos niños violentos, una comunidad que para el narrador –que intenta reconstruir los acontecimientos, las versiones, rumores y discursos que circularon– demostró “una resistencia atávica”. Después de una serie de episodios violentos, esos treinta dos niños se esconden. “Siempre que tengo la tentación de pensar que soy mejor que nadie me basta recordar que fui capaz de torturar durante dos días a un niño de doce años para que delatara a sus compañeros. Se parece en cierto modo a esos silencios que a veces se instalan en las familias infelices y que son mucho peores que las peleas y discusiones abiertas”, confiesa el narrador de la perturbadora República luminosa (Anagrama), del narrador español Andrés Barba, premio Herralde de Novela 2017, un escritor que tiene una precisión y una astucia inigualables para poner el dedo en las llagas más lúgubres de la experiencia humana.
El germen de la novela está en el impacto que le generó ver el documental polaco Los niños de Leningradsky, sobre una comunidad infantil que había en una estación de metro en Moscú. “Lo fascinante es pensar en qué se convierte un niño abandonado a su suerte, sin la intervención y la presencia del adulto. Eso es más interesante que ver cómo se relaciona un niño con estructuras y jerarquías de poder ya dadas”, dice el escritor español en uno de los bares que está a metros del Jardín Botánico. Barba –que estuvo en Posadas, la ciudad natal de su esposa argentina, y se quedará en Buenos Aires hasta mediados de febrero– cuenta que los libros de Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, La vida de las hormigas y La vida de las termitas, también fueron muy importantes. “Siempre se ha hablado de que si la vida en la tierra empezara de cero empezaría con los insectos. Maeterlinck hace una especie de sociología de los insectos en esos libros, que es muy fascinante porque uno asiste a una especie de novela política. Me pareció que podía darle a esa república infantil rasgos de la república de insectos de las que habla Maeterlinck en sus libros. Si la naturaleza tuviera que empezar de cero también con la especie humana, seguramente empezaría desde un lugar parecido, donde la organización se manifestara de una manera más intuitiva y natural y no tan jerarquizada e impuesta”, plantea Barba en la entrevista con PáginaI12.
–¿Por qué “la infancia es más poderosa que la ficción”, como dice el narrador de República luminosa?
–La infancia es más poderosa que la ficción en el sentido de que siempre permanece en un lugar de sombra. A pesar de todas las ficciones que se hacen sobre la infancia, siempre hay una parte de la infancia en sombra, que permanece protegida, al margen.
–¿Cómo explica ese sector de tinieblas de la infancia?
–La infancia es un lugar de incomodidad para el adulto. El gran proyecto educativo de la ilustración es convertir al niño en ciudadano cuanto antes, para borrar de él todos los signos incivilizados, todos los signos salvajes que nos vinculan a un lugar de tinieblas, de sombra, de descontrol. En el fondo, cualquier signo civilizador entre comillas, cualquier signo educativo, intenta borrar esos rasgos que en el niño se dan de manera natural. Por eso deseamos que el niño deje de ser niño lo antes posible, para estar protegidos de lo que el niño es. Por otro lado, eso tiene un movimiento inverso bastante particular y es que el adulto quiere comportarse como un niño lo máximo posible y crea situaciones y espacios sociales donde está legitimado comportarse como un niño. Queremos que el niño deje de ser un niño lo antes posible y por otro lado queremos perpetuar en nosotros una especie de infancia falsa, que toma algunos elementos de esa infancia natural, que en el fondo nos atemoriza. Basta dos minutos de recuerdos serios para darse cuenta de que nuestra infancia también fue un lugar de oscuridad, de violencia y de tristeza.
–¿Por qué se quiere extirpar la violencia de la infancia?
–En la novela no son exactamente niños, son pre púberes, niños de entre diez y trece años, que es una edad donde mantienen muchos rasgos de la infancia, pero por otro lado se están desarrollando rasgos plenamente sociales, entre ellos la violencia. La violencia se da también en niños muy pequeños, la violencia forma parte de nuestra naturaleza de manera evidente y clara. Cualquier intento de renunciar a una visión del hombre que no contemple la violencia es apostar a una visión sesgada. Se podría hacer una historia de la humanidad viendo cómo nos hemos relacionado con la idea de que el hombre es una criatura violenta. Lo que ocurre alrededor de esa mitología idealizada del niño como figura casi espiritual es que se lleva muy mal con el hecho de que tenemos que asumir que también son criaturas violentas. Tratamos de negar en ellos todo rasgo de violencia y cuando se produce hacemos como que no ha sucedido. Cuando ocurre en niños más pre púberes, sobre todo en las estructuras sociales más conservadoras, se pide que sean sujetos punibles lo antes posible. Es muy interesante ver cómo alguien pasa de ser el sujeto a proteger a alguien que hay que encarcelar lo antes posible, porque ya tiene voluntad y conciencia. Es muy interesante pensar sobre lo bipolares que somos.
–En una parte de República luminosa se cuestiona fuertemente a El Principito, una obra que contribuye a santificar la infancia, ¿no?
–El Principito es el mal en la tierra, es el libro que más detesto del mundo. No es un libro para niños sino para adultos que se quieren sentir como niños, que es una cosa de por sí bastante retorcida y cursi. Un niño en general se aburre con El Principito porque el libro está fundado en un sentimiento que un niño no tiene, que es la melancolía. Un niño no tiene melancolía. Un niño puede estar triste, pero no puede estar melancólico. Una de las ideas más perversas de El Principito es que lo que nos hace únicos es el amor individual. De entrada como idea puede parecer fantástica, pero es la perversidad total porque significa que las personas que no son amadas por ningún otro individuo no tienen dignidad. El principito dice algo muy perverso: “antes mi rosa era una rosa común, ahora yo la quiero y es única en el mundo”… No: tu amor no convierte en único en el mundo a nada. Las cosas o tienen una dignidad intrínseca o no la tienen. Esa es la perversidad de la cursilería que está en el corazón de El Principito. El niño debe renunciar a su naturaleza para representar para el adulto un paraíso perdido que nunca existió. Una de las cosas que me interesaba en República luminosa es –a partir de un episodio de violencia infantil, donde los niños son los ejecutores de la violencia y no sus víctimas– poner encima de la mesa toda la falsa mitología que traficamos sobre la infancia.
–El narrador de República luminosa cuenta que leyó que el verdadero descubrimiento de Hitler fue que la gente no tiene vida privada, que está siempre dispuesta a las ceremonias, las concentraciones, los desfiles. Quizá las redes sociales exacerban ese “descubrimiento”. ¿Qué pasa cuando la vida privada se retira y todo puede ser público y no hay espacio para la intimidad?
–El dilema es en qué consiste exactamente nuestra intimidad, qué es lo que estamos guardando tan celosamente. Todos sabemos que lo que estamos guardando tan celosamente es algo perfectamente banal. La idea no es qué está dentro de la cajita, porque sabemos que dentro de la cajita está lo mismo, sino cómo nos relacionamos y qué estructuras generamos alrededor de la protección o exhibición del interior de la cajita. La intimidad en cierto punto solo existe para ser mostrada. Internet y el mundo de las redes sociales han creado estrategias para mostrar la intimidad parcialmente, que es la única forma en que la intimidad puede ser mostrada, sin revelar que en el fondo es una banalidad. La única forma en la que podemos proteger la dignidad de nuestra pobre intimidad es hacerla aparecer más interesante de lo que es. En ese sentido, las redes sociales son perfectas. En el caso de este libro, esta es una novela muy política sobre estructuras de poder y sobre quién decide qué es la verdad y qué no es la verdad. Lo que la aparición de esos niños ha generado en la ciudad es una experiencia colectiva, que solo puede entenderse cuando se piensa colectivamente la ciudad de San Cristóbal.
–Quizá cuesta pensar lo colectivo en el mundo hoy, en tiempos de tanta exacerbación del individualismo.
–No sé si comparto mucho esta idea… La política es un sentimiento que sólo se puede experimentar de forma colectiva. No somos tan ingenuos políticamente como lo eran nuestros padres. Somos una generación un poco resabiada, en ese sentido, que sabemos que detrás de los movimientos luego llegan los políticos y organizan lo que ha sido cierto y lo que ha sido mentira y distribuyen la riqueza a su gusto. Y todos nos quedamos con la misma cara de idiotas que antes de la revolución, por decirlo de una manera un poco tonta. Pero por otro lado, es verdad que a pesar de que somos menos ingenuos y que todo invita a que pensemos nuestra vida con un individualismo feroz, hay una especie de gran descanso en pensarnos dentro de lo colectivo. Somos una generación que piensa sentimentalmente todo: la política, las estructuras sociales, el poder. A pesar de haber superado las ingenuidades de nuestros padres y abuelos tenemos una ingenuidad todavía mayor: la cursilería transcendental, como diría Peter Sloterdijk. El dilema es haberse atrincherado en un discurso sentimental, porque un discurso sentimental es inexpugnable. Tú puedes atacar una idea, pero no puedes atacar un sentimiento, porque un sentimiento no es discutible. En el momento que todos nuestros discursos son sentimentales son inexpugnables. Sin embargo, yo sí creo que hay una nostalgia de lo colectivo, una nostalgia de la pertenencia, al menos en la sociedad española.
–¿En qué percibe esa nostalgia?
–A raíz del tema catalán se ha reactivado la dialéctica de las dos Españas, la España polarizada, la España guerracivilista, un discurso que es de una simpleza tan brutal que uno nunca podría haber pensado que fuera a funcionar. Pero funciona. Lo que indica el escasísimo nivel intelectual de la dialéctica política en mi país en este momento. Pero sí hay una nostalgia de lo colectivo. Incluso el ataque al nacionalismo catalán ha sido un ataque que ha beneficiado a un partido en descomposición como el Partido Popular. Lo ha beneficiado porque ha generado una especie de espíritu colectivo españolista, centralista, totalmente capitalizado por el PP.
–¿Cómo piensa el vínculo entre política y literatura?
–Lo que más me interesaba era relatar cómo se formula la verdad social y cómo en la formulación de esa verdad se activan estructuras de poder. Quería exponer delante del lector cómo formulaciones diferentes de la verdad de lo que está sucediendo acaban en un mismo lugar y la conexión de todas esas cosas genera una especie de Frankenstein que es la verdad social, aquello que ocurrió. El narrador de esta historia se posiciona como en un lugar intermedio: lo que ya creemos que sucedió, lo que yo experimenté que sucedió y una propuesta de verdad. Esos tres sistemas están activándose en el libro y solo se podían activar si el narrador contaba esta historia muchos años después de que hubiera sucedido, con un margen suficiente para que muchos discursos ya se hubieran solidificado y pudieran ser mirados con cierta perspectiva. En ese sentido, sí es una novela política porque se ven los estratos que la verdad va adoptando. Ya desde la primera línea del libro sabemos que los niños murieron, sabemos que hubo una responsabilidad social por parte del Ayuntamiento.
–En un momento de la novela aparecen los hermanos Zapata, que pueden interpretar los sueños de los 32 niños, aunque después el padre dice que es “mentira”, que “son cosas de niños”. ¿Buscó trabajar en esta parte con lo sobrenatural?
–No queda claro si los hermanos Zapata mentían o no. Saber qué es cierto y qué es mentira en última instancia siempre es un acto de fe, desde todos los puntos de vista, incluso cuando ha quedado demostrado que no era así. La novela podía resbalar hacia un lugar mágico, cosa que no deseaba porque quería que fuera una novela realista. Pero tenía los elementos para resbalar hacia un lugar nefasto. Estaba muy empeñado en que tenía que ser extraordinariamente realista y que todo tenía que tener una explicación racional, incluso las zonas más misteriosas del libro, como la conexión mental que sienten los niños de la ciudad con los 32 niños. O la propia aparición de los niños, que es algo que no termina de explicarse bien. Todas tenían que tener una explicación racional que funcionara y pudiera ser aceptada. Las verdades que se cuentan en el libro, incluso las del propio narrador, son cuestionables.