El cuento por su autor

Cada vez que abro un atlas siento una insólita excitación feliz. En casa tengo varios de distintos tamaños y procedencias (uno enorme, otro de bolsillo de la National Geographic y uno mediano de la época del secundario, bastante lindo). Son irresistibles. Cuando encuentro uno desconocido en los estantes de una librería o en la biblioteca de alguien, tampoco me resisto. Miro las imágenes de las geografías y de los mares y lo que más me llama la atención son los nombres de relieve singular, porque escapan al plano fijo o brillan como faros y simulan ofrecer mucha información sobre sí mismos, aunque refieran a lugares inciertos. Hace pocos días, Christian Kupchik, ante un comentario a uno de los poemas de su precioso libro Los colores de la vigilia, decía que una palabra con una resonancia particular puede ser el disparador de un poema y que varias veces emprendió viajes impulsado por el sonido de los signos que disparaban su imaginación y prometían tesoros fabulosos. Así fue cómo llegó a Samarkanda. Le conté que había escrito un cuento con un personaje que emprendía ese tipo de viajes, que al leer los mapas, el fulgor de la palabra misma, su pronunciación, estallaba o más bien implosionaba, y lanzaba una flecha hacia el futuro. Sugería una relación de un punto a otro pero no producía sentido ni lo pretendía. La fascinación, la afirmación y la alegría empezaban y terminaban en el nombre, como pura materialidad, y al mismo tiempo inducían un anhelo y un movimiento.

El protagonista de este cuento encarna esa ambivalencia incógnita, su mirada, como la del verdadero viajero, nunca es frontal y elude las interpretaciones.


Lampiño 

Por Paula Pérez Alonso

Rafael Yohai

Desde que viaja de manera constante no piensa más que en el presente. Pasa los días entre una excursión y otra programando los itinerarios con fruición y al detalle, lo mínimo librado al azar (los accidentes, las pérdidas, el clima cada vez más imprevisible, el error). Despliega el calendario de Google y traza un día a día preciso dividido en mañana tarde y noche, pero no llena los bloques de actividades o sitios de interés, le gusta moverse con flexibilidad de un lado a otro. La premisa es no restringir. Tiene un itinerario, una dirección, pero no le importa tanto llegar a algún lugar sino estar en situación de viaje. El movimiento hacia lo nuevo es la manera de poner la mirada siempre en algo desconocido: una cosa lo lleva a otra y así infinitamente. Un infinito se extiende por delante, y eso lo tranquiliza. Viajar solo, sin compañía, le da la ventaja del anonimato.

El andariego viaja curioso a todo lo demás, siempre afuera de sí mismo. Se olvida de sí mismo: ¡qué alivio! Nada peor que la asfixia de la identidad y una vida coherente. Ha desarrollado con perspicacia la atención sobre los objetos, los sonidos, las manifestaciones de la naturaleza y el movimiento de los humanos como si fuera una antena o un sismógrafo; registra cada cosa porque todo puede ser interesante, al menos prefiere pensar así, sin darle mayor importancia en sujetarlo con clasificaciones o razonamientos. El andar lo lleva a sutilizar cada vez más su ojo, su percepción, su oído, y conforma su mundo sin volver a autorreferir, el yo-yo. No afinca en ningún lugar. Llega y vuelve a partir, impulsado por una nueva investigación, versiona el mundo al que accede sin presentaciones ni prólogos. El sonido de los nombres manda y se deja seducir por la percusión o el fricativo (alveolar sorda), las sílabas frotan o articulan las vocales alargadas en las ciudades de Holanda o Mongolia. Se cuelga ahí y se refriega contra esas palabras, se deja habitar por ellas, le toman la cabeza y no puede pensar en nada más que en lo incógnito, en los tesoros y en las amabilidades o las resistencias que pueden ofrecerle. Timbuktú, Vladivostok, Reijkiavik, Tenochtitlán, Oaxaca, Lahsa, Oulu, Tokio, Yucatán, Aguas verdes, Netzahualcoyotl, Popocatepetl, Iztaccihuatl, Chacharramendi, Apeldoorn, Ulanbatoor, Sebastopol, Turkeminstán, Katchakistán, Lahsa, Bangkok, Japón, Yokohama, Kamakura, Pekín. El atlas. Los faros. Los mares del sur y del norte, Lascaux, Altamira, Islandia, Alaska. Nepal, Chiloé, Valparaíso, Atacama, Humahuaca. Le dan ganas de prenderse de estos nombres-lugares, ya está prendado, ya lo ayudan a respirar. Estallan miríada, perfilado, profanación, filigrana, resonancia, glosolalia.

Cree haber dado con alguna clave en el desplazamiento continuo para no dejarse atrapar por la demasiada realidad; no dejarse tentar por las trampas del afincamiento, establecer conductas, reglas de convivencia, reglamentos que encubren las diversas caras del disciplinamiento. Un diálogo inexistente, sin expectativas. Iluso. Va de un lado a otro sin recordar procedencias. Ya no recuerda en qué mes o en qué año partió, y no importa porque no se ha propuesto registrar nada, su movimiento es hacia adelante. Si no consigna por escrito cree que todo esto que ve lo habitará para siempre; la no escritura lo salva del olvido. Es todo lo que conforma su mirada y su experiencia, lo que habita en él sin selección ni recortes ni necesidad de compartirlo o expresarlo.

Sabe que es un hombre, pero se viste como las mujeres que le resultan más atractivas que los barbudos, bigotudos, pelados de poros abiertos, barrigones que echan panza o de igual manera repugnante los que se obsesionan por palpar cómo asoman o desbordan dos gramos de grasa arriba de la cintura, o van al gimnasio con rigurosa disciplina o se desviven por que no brille la nariz, por parecer jóvenes o hipercool. Se viste con la ropa de tela suave, se abriga, se envuelve, se prueba medias pantys con lunares, pintitas, rayas, rombos, y combina colores verde, violeta y rojo, o blanco y negro profundo o azul definido en estampados grandes. Antes odiaba los espejos, no se conocía la cara, tenía miedo de asustarse o de encontrar algo horrendo que no pudiera esquivar u olvidar. Ahora se mira y se abraza, ve cómo sus brazos se cruzan en el pecho y rodean su torso hasta que las manos se ocultan en la espalda. Se afloja en la indolencia del corazón.

Compró un vestido verde que le ciñe el cuerpo sin ajustarlo; se depila el exceso de pelos en las cejas y el dolor de cada tirón de cada pelito es dulce, y sonríe al ver la ceja dibujarse con gracia sobre el superciliar. Con un delineador y un pulso admirable ha trazado una línea prolija sobre el nacimiento del párpado y sigue la línea y hace una colita hacia arriba un centímetro para estirar el ojo; un buen corte en la peluquería de tres hermanos llamados, como al pasar, Darío, Dafne y Diana logró un flequillo que oculta lo que siempre consideró una frente excesivamente amplia y redonda. Ahora tiene la preocupación trivialísima de no tropezarse con los zapatos con taco y además encontrar una modulación en el movimiento para caminar con gracia –un desafío idiota–, se divierte, se dispone a divertirse.

¿Por qué sabe que es un hombre? ¿Qué lo hace un hombre? No lo sabe y no se inquieta, ya no le importan las definiciones las declaraciones de sentido, hace rato que se desvistió de sexo programado o proclamado, previsto, performático; está liberado de las imposiciones de la Naturaleza que, como la mayoría de las madres, es mandona todopoderosa directora regente. ¿La mayoría de las madres se sienten reinas? ¿Agentes Poderosas Superpoderosas? Dios salve a la reina de su reino, de sus súbditos, de sus lacayos doblegados vasallos de los dominios previsibles y acordados, letales, fulminados. Reinas creadoras de niños fofos.

¿Lo hace mujer vestirse como mujer? ¿Maquillarse, verse otra? 

Se regodea con resonancias fuera de cartografías pensadas para él, planos, geografías, trazas.

En otro momento había accedido a los deseos de una domadora de fieras que le pedía que se vistiera con la piel de un oso, de un hombre con pelo en pecho, brazos, antebrazos, piernas. Quería acariciar un pecho velludo, unas piernas y unos brazos “poblados de alfombrita”. Él no tenía pelos en la nariz, en las orejas ni en el ombligo, era lampiño. A veces había llegado a sentirlo como un defecto pero después pensó en un cuerpo como el de Tadzio en Muerte en Venecia y consintió con el pedido de la domadora. No iba a ser él quien impidiera la fantasía de alguien, no le habría gustado que se lo hicieran a él. Aunque siempre creía que era mejor que ciertas fantasías quedaran en la esfera de la imaginación y de la posibilidad (la penumbra las alentaba, les daba aire), porque seguro que se aplanarían al concretarlas: la luz las fulminaría, las quemaría, las transformaría en otra cosa o se desvanecerían.

Durante un tiempo, cada vez que se iban a la cama, él sacaba del ropero la piel velluda, con pelos largos y rizados, tan fina y delicada como las alas de una mariposa. Se la deslizaba por las piernas, la subía por la cola, los brazos y la cerraba en la espalda con un botón; en el bajo vientre un triángulo se abría hacia las piernas para dejar salir la verga. Era un ritual que hacía para ella sin sentirse incómodo o forzado, porque disfrutaba con su goce cuando ella rozaba y acariciaba la piel osuna sin anticipar (el éxtasis) nada, suspendidos en toqueteos trémulos. Se dejaba acariciar, explorar por pasiones que no iba a reprimir. No veía por qué negarse. ¿Decir que no? ¿Empacarse, resistir? La resistencia había que guardarla para momentos que requirieran otro cuerpo, un cuerpo colectivo, una fuerza. Porque ella se lo pedía a él, no buscaba a un hombre velludo, ¡podía hacerlo!, pero era él el que la calentaba, no un hombre velludo. 

Le dijo que era la primera vez que proponía un traje, ¡bah! un disfraz (y a él no le importó si era verdad). Nunca había visto a alguien tan lampiño como él, la fascinaba; y también esa facilidad para meterse en la piel de otro sin burlarse la fascinaba.

Tal vez esa aquiescencia la excitaba más y ella misma no sabía cómo seguía; pero no podía preguntárselo, en el momento en que preguntara algo para entender aquello innombrable se esfumaría. Evitaba la clasificación y la clarificación. No ignoraba que se va en tinieblas aunque se simule una afirmación o una dirección, otra cosa. Siempre es otra cosa. Ese mundo imaginario, ¿dónde transcurría? No era una cuestión de la mente. Dejaba su marca, su huella, su impronta, ¿en qué territorio? ¿Dónde se inscribía esta aventura de a dos? Cartografías que se arman más allá de la voluntad. 

Él se encendía sin decirle nada. Prefería sonreír como un gato gozoso, y relamerse.

Cada vez que se miraba en el espejo veía a otro; deslizaba con la suavidad minuciosa de quien inicia un rito hedonista el vestido, el traje o disfraz de piel velluda, y acariciaba su nueva piel. Acariciaba los brazos, los hombros, las caderas, los muslos, y no se cansaba. Preparaba la cama, cambiaba las sábanas para ella, elegía las de mil hilos y las extendía con parsimonia y las dejaba bien tensas y acomodaba las almohadas apenas contra el respaldo. No se le ocurría pensar si en algún momento este ritual se agotaría porque nunca era igual: lo inmóvil languidece, se consume y muere.

Después del cuarto encuentro, las citas pasaron a ser siempre en un lugar diferente; él llevaba el disfraz en una bolsa liviana con forro de seda y así evitaba que el roce aflojara el pelamen; lo llevaba no como quien transporta una carga o un peso sino como un artilugio o dispositivo precioso y frágil que no debía gastarse con el contacto de la luz o de la mirada de otros, por lo general viciada por la curiosidad o el veneno. Acudía feliz de complacerla, sin angurria ni sobándose en precalentamiento especulador. Cuánto más fácil era cuando no se medía su ansia. Sin exclamaciones ni puntos suspensivos. Ni rey ni reina. Vicios secretos que no necesitaban de ningún fisgón, espión o audiencia. 

“Vasija es opuesta a fofo, aunque una es un sustantivo y el otro adjetivo”, le dijo mientras espiaba la calle y veía una ventana teñida de luz roja con toda intención de brillar. En cada habitación que había compartido con ella en ese tiempo, siempre, cada noche, una luz roja en una ventana cercana.

En cuanto llegó a la nueva cita, contó “el cuarto encuentro” y se asomó al centro de manzana con expectativa, nadie parecía estar atento a ellos, pero la luz roja se encendía firme en un piso alto del edificio en diagonal, del otro lado de la calle, como una estrella o un lucero. Ella no lo mencionaba; en cambio él no podía dejar de pensar en esa casualidad, y por un momento creyó que era ella la que cargaba la actitud amorosa –creaba un clima– y se había insinuado a algún vecino para que contribuyera a la felicidad general con su habitación virada al rojo como un incitador farol en la noche. No llegaba a ver si lo rojo eran las cortinas o las luces de las lámparas o las dos cosas al mismo tiempo, saturando la intención. Ese preparativo tan evidente de los habitantes del cuarto rojo lo hacía sonreír; sentía ternura por aquellos que detrás de esas leves cortinas en llamas se disponían a algo tan planeado y declarativo, y pensó que no siempre hace falta lo imprevisible. A veces, la rutina exacta de un procedimiento podía ser la ilusión de alcanzar un sistema perfecto, un afrodisíaco al que los dos tienen acceso, y un lenguaje para activar o enfriar. Los imaginaba prendiéndose fuego detrás de esas cortinas, apostando todas las fichas a cada noche. Y también sonreía frente a la idea de que alguien estuviera haciendo magia roja para él, pero admitía que se sentía convocado. Las velas encendidas, los ungüentos, los aceites, los perfumes. El ritual del hechizo, el embrujo.

Si antes eran los desplazamientos, la audacia del movimiento constante, el registro de lo otro que lo relacionaba con la curiosidad por todo lo que se presentaba como distinto, ahora era el consentimiento lo que le daba felicidad. Consentir al designio de otro sin especulación, sin contraprestación, sin revancha, ni tensión ni cruce ni medida.

Exponerse a los designios de otro proyectaba un dibujo infinito. Y al mismo tiempo sabía que, cuando se aburriera, con faltar a la cita bastaría, la domadora no se lo reprocharía. Las declaraciones habían sido cautas, nada de promesas ni declaraciones.

Un día no acude a la cita. Vuelve a las palabras que le dan espesor y contenido, las letras de lo mínimo. Fulgor diorama fratricida personero pisoteado dicha marsupial identidad fragotero acecho enjambre singularidad embaucar fenecer estanque solitario fusil faro óbolo raya róbalo lampiño.

Su enunciación va desapareciendo cada vez más. La trama de las letras lo envuelven. Mira el atlas, encandilado por esos nombres que iluminan los rumbos. Puede vivir para siempre en ellos.

Ahora se cansó del consentimiento y del disfraz; se mira al espejo con curiosidad. Las cejas depiladas, el maquillaje perfecto esmerado, las pantys de seda; descubre que en el andar nuevo sobre stilettos imita a una leona. Una gracia desconocida. Se ríe para adentro. Se ve y no se reconoce; ser otro, desplegar todas las posibilidades sin espanto. Salir de la ocasionalidad de la tumba y renacer como ave fénix, darse otra vida, empezar fresco. Evitar la tumba, rodearla, sortearla, saltearla, postergarla, una vez más. Mirarse al espejo de nuevo, guiñar un ojo.

Su deseo no se espiralaba en fantasías imposibles, se asentaba y se afirmaba cada día sin salvar o preservar nada. Ese poderoso sentimiento puede producir una confianza o un desborde que gana la cancha y no cede, no afloja. Se mueve en todos los territorios con una seguridad y un arrojo descomunal, siente que entiende mejor, que puede intervenir, poner el cuerpo y abandonar al cronista que no toma notas. 

Se extiende hacia un campo ignorado, siente curiosidad en asomarse a las intervenciones y competencias a través de un quehacer colectivo. Manda su cv al jefe de creativos y al de recursos humanos en una agencia de publicidad, su descripción espejea la mirada acribillada por los exotismos que se pasó evitando en sus viajes; sabe que la atracción por lo exótico es otro lugar común que no puede fallar. Imagina que allí se fomenta la expansión de las categorías, de la percepción, de los juicios y las aseveraciones: al consumidor hay que hacerlo aspirar a algo más o algo diferente. Repasa su aspecto, con celo se detiene en la prolijidad del maquillaje. Para la entrevista elige una blusa de mangas tres cuartos que dejan los antebrazos al descubierto y un escote en v moderado. Unos pantalones color crudo pinzados y evita la provocación de los stilettos, estrena unos mocasines con taco cuadrado de carey. Pronto participa de una de las campañas y por un rato se explaya con fervor y manga ancha, baila pasitos y coreografías laterales desaforadas. Todos fomentan la variedad de registros para lograr el impacto, se alientan las expresiones creativas innovadoras. En el ímpetu de la seducción, piensa un mundo expandido que quiere ser generoso.

El día a día no lo comprime, la campaña de la cuenta en cuestión da carta blanca sin restricciones ni condicionamientos y el proyecto es un desafío. Imbuido de las últimas campañas de otros productos a vender con la publicidad de la agencia, se lanza a dibujar y hace un guión. Deslumbra al jefe de producto y al cliente porque no está contaminado por los tics y lugares comunes de los creativos que se pasan semanas buscando la originalidad de la comunicación y el impacto del lenguaje remanido que busca la cancherez pero no puede evitar las mismas imágenes de basta chata literalidad. Trasposiciones. Se encuentra hablando de claim, spokesman, virtue, legibilidad, rango, aspiracional, wannabees, captación, cultura, mercado, pregnancia, alcance, media, hits, convencer, tendencia, impronta, following, fans, comprar, vender. Abc1, abc2, abc qué? Teorías. Nadie entiende una sola diferencia. Mezclan conceptos y así van, creyendo que comunican al adaptar a la lengua local palabras en otros idiomas, aunque chirríen o exasperen hasta rozar el malentendido, y esa combinación forzada consiga el objetivo. Imponer su marca.

Pero el lenguaje pierde espesor y gusto. Y una mañana se da cuenta de que aquello que podría denominar su vida o su presente se ha adelgazado y lavado, agujereado por los efectos y los impactos en los giros y las imágenes; ya no logra la mínima consistencia, ni siquiera un simulacro desteñido; los artificios han acaparado toda la escena y casi no se reconoce a sí mismo, ha perdido materialidad. Podría deslizarse hasta desaparecer y casi daría lo mismo si se fuera por el desagüe esa misma noche al ducharse.

El desafío era ramplón, decepcionante, parecido a tantos otros; la novedad se había hecho vieja y gastada a los pocos metros, sin alcanzar ningún vuelo. Se eyecta del lugar común.

Una pared enfrente. Un muro se levantó en un instante. Esa tarde, al irse, vacía su cajón, se lleva las mínimas cosas personales que guardaba, todas innecesarias, pero prefiere no dejar rastros. 

Recupera su tiempo libre, su gasto módico.

Pasa en taxi por una avenida y en una esquina ve a un hombre joven vestido de mujer con unas faldas abiertas en gajos veinte centímetros arriba de las rodillas redondeadas. Un poco escondido, su cuerpo se asoma a la esquina, la mano busca un apoyo en la pared a la altura del pecho, parece dispuesto a esperar. Lleva un sombrero de ala corta, la melena cae con suavidad sobre los hombros, los ojos muy maquillados miran con ansiedad. Quiere animarse pero oscila, se bambolea entre salir a la calle y quedarse, esperar a que alguien lo vea. La opción le resulta igualmente dulce.

Reconoce esa ansiedad en la mirada y casi sigue el impulso y le dice al taxista que dé la vuelta, o que pare, que se baja ahí. Le gustaría saber qué voz tiene, cómo es su voz, de qué le habla, si habla o se queda callado, si conoce el medio tono, por dónde van sus ansiedades y ocupaciones. Nada más que eso. Pero no dice nada y sigue.

La calle, siempre anónima, promete vórtices y desasosiego. El camino del viaje no admite gobiernos o clausuras a lo extraño e inacabado.