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La penúltima noche en Santiago (primero estuvimos cuatro días en Valparaíso. Un lugar maravilloso. Maravilloso en su acepción extrema: irreal. Sobre todo por la mañana, cuando desde nuestro departamento observábamos una bruma desplazarse desde la montaña hasta cubrir el extenso paisaje marítimo. Irreal, porque uno terminaba preguntándose ¿qué hay del otro lado? Unas horas después, el manto se disolvía y el panorama volvía a ser diáfano, aunque a la mañana siguiente el proceso recomenzaba. Otra particularidad de Valparaíso es la tendencia de sus habitantes a explicar en exceso. Si uno quiere llegar al punto X y decide consultar tiene que estar dispuesto a saber cómo se llega también a los puntos W y Z. Rarísimo. Las personas se compenetran de tal manera con la explicación que ellos mismos parecerían ser los que buscan llegar a destino. Incluso algunos se sienten defraudados o sorprendidos si se los interrumpe por considerar suficiente la explicación), la penúltima noche en Santiago -decía- estábamos en un bar esperando ansiosos el pedido de comida fusión peruano‑japonesa cuando detrás mío Clarisa repara (noto su gesto de asombro) en la figura de alguien que no reconoce, pero que sabe que conoce (ella le pregunta: ¿de dónde te conozco?). El hombre (imagino, ya que está a mis espaldas) detiene su marcha y se acerca. Apenas lo veo lo sé. ¡Del Congreso de Arte en Rosario! Ellos asienten (mi memoria, lamentablemente, nunca me traiciona). Festejamos la casualidad (previamente nos habíamos ido de una pizzería porque no vendía cerveza). El festejo pronto se transforma para mí en una situación tensa. No sé su nombre. Ni Clarisa ni yo lo sabemos y el hecho de tener que preguntárselo me pone realmente nervioso. Ella se anima: "Carlos", responde. Superado el trance inicial (la contingencia fortalece la sensación de camaradería), invitamos a Carlos a compartir la mesa con nosotros. El da una explicación enredada e inentendible de un trámite (la palabra es suya) que debe hacer en los próximos minutos, con la promesa de regresar. Extraño, eran las 22. ¿Qué trámite debería realizar a esa hora? Antes de las 22.30 está de vuelta. Por suerte (hasta el momento no lo había nombrado) en su ausencia Clarisa me aclara que se llama Ricardo, Ricardo Loebell, quien llega justo para comerse (una pena) la última porción de un plato exquisito de nombre impronunciable. Afortunadamente pide algo más. Sushi. Como es evidente, el primer tema de conversación tiene que ver con la historia reciente de Chile. Salvador Allende, Pinochet, los desaparecidos, el neoliberalismo. La única historia chilena que Clarisa y yo somos capaces de balbucear. Y que balbuceamos gracias a una serie de películas (El diario de Agustín trata de reconstruir la descomunal presión ejercida por el diario El Mercurio, propiedad de la familia Edwards, para destruir la figura de Allende y más tarde adornar la política económica de la dictadura y ocultar los crímenes y las desapariciones. Machuca exhibe el malestar que generan los gobiernos populares cuando subvierten las diferencias sociales. Nostalgia de la luz revisa la lucha de las madres de los desaparecidos chilenos que se autodefinen como "la lepra de este país". Post Mortem permite entrever la magnitud del plan de exterminio. No se refiere al traumático proceso por el cual los chilenos decidieron ponerle ¿fin? a la dictadura. Los héroes ya están fatigados es la cruda confirmación de que los hombres desilusionados pueden ser letales) y a Roberto Bolaño (Bolaño quiso titular su novela Nocturno de Chile "Tormenta de mierda" pero los editores, con buen criterio comercial, se lo impidieron. Uno de los momentos clave de la novela, que sirve para repensar el título sugerido por el escritor, y que sirve para darle un marco a la película Post Mortem, y por extensión a la historia reciente chilena, y por qué no a la historia latinoamericana, es cuando uno de los invitados a la exclusiva tertulia literaria ofrecida por María Canales descubre sin querer que en el sótano de la casa se torturaba gente. Transcurridos los años, el crítico literario Sebastián Urrutia Lacroix, protagonista de la novela, luego de reencontrarse con María Canales, piensa: "Así se hace la literatura en Chile, pero no sólo en Chile, también en Argentina y en México, en Guatemala y en Uruguay, y en España y en Francia y en Alemania, y en la verde Inglaterra y en la alegre Italia". En Estrella distante, el artista de vanguardia y torturador Carlos Wieder o Carlos Ramírez Hoffman es descubierto y denunciado, sin embargo "ninguno de los juicios prospera. Muchos son los problemas del país como para interesarse por esa figura cada vez más borrosa de un asesino múltiple desaparecido hace mucho tiempo. Chile lo olvida"). Yo no aclaro de dónde proviene el conocimiento, aunque las cosas que sabe o recuerda Ricardo, doctor en Filosofía, especialista en estética, ingeniero, etc., confirman con bastante aproximación el saber que hemos logrado construir a partir de la ficción. Todo iba bastante bien hasta que el único hombre que ocupaba la mesa de al lado, muy amablemente le dice a Ricardo que admira su memoria pero que le parece injusto omitir dos hechos que realzan indudablemente (para él) la figura de Pinochet: evitó una guerra con Argentina, y gracias al comandante podemos disfrutar en paz y en completa libertad de esta noche. O en otras palabras, salvó a Chile de ser Cuba. Y agrega, extasiado, Venezuela (el segundo día, para empezar a meternos en la idiosincrasia del nuevo país quisimos investigar cómo era la televisión; haciendo zapping encontramos un debate político donde uno de los analistas intentaba comprender el triunfo de Piñera y entre sus argumentos esgrimió que no había tenido tanta incidencia la idea sugerida por los medios de comunicación de que si ganaba el candidato de Bachelet el país se convertiría pronto en Venezuela). Así empezó la conversación. En realidad hablaron ellos. Tenían varias cuentas que saldar. Yo mientras tanto dudaba si mi extranjería era un impedimento para opinar. En un momento levanté la mano y pedí permiso. Dije que en Argentina, ni aun con la administración actual, la charla que estábamos teniendo era concebible. Nadie reivindicaría (tal vez sea una ilusión) tan abiertamente la figura de Videla (si la analogía resulta pertinente) y mucho menos permaneceríamos debatiendo con esa persona. Y aclaré: no lo juzgo un mérito chileno (unos minutos después de comenzar el Free tour por las calles de Valparaíso al guía le tocó la ingrata tarea de referirse a la dictadura chilena, era un joven universitario estudiante de historia, pese a esto en su discurso nunca logró salir del lugar políticamente correcto, dijo que había habido torturas, asesinatos, desaparecidos pero que mucha gente que progresó económicamente durante al gobierno de Pinochet sostenía su apoyo al ex presidente. Yo me quedé pensando cómo se emparejan esos hechos y descubrí una posible respuesta en el Museo de la Memoria de Santiago; el nombre elegido para la comisión encargada de investigar los delitos de la dictadura es "Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación". Sin duda, la palabra clave para revisar la historia de Chile no es verdad). Además tocamos temas de actualidad: marginación, precariedad, haitianos y Ricardo se preguntó qué hacía el gobierno (progresista de Bachelet) para solucionar el problema. El pinochetista fue lapidario, no hace nada, porque lo que debía hacer era levantar a los pobres de las calles y eliminarlos del mapa, ya que al poseer libre albedrío (se autodefinió cristiano el pinochetista) si estaban ahí era por propia voluntad. Los tres nos miramos. Un cínico, una de esas personas que buscan convencer a los demás de que el mundo es una mierda inmodificable (razones sobran) y que la única salida digna es la salvación individual (una nueva serie televisiva se anunciaba en los carteles publicitarios de la ciudad: Si yo fuera rico, lo sintomático de la publicidad me lo hizo notar Clarisa, no era los rostros lavados de los actores ni el título, sino el subtítulo de la serie: "El sueño de todo chileno"). Un autodenominado realista (realistas que cuando les llegue la hora, a todos nos llega la hora en el neoliberalismo, o a casi todos, reclamarán ayuda; para aquel glorioso momento guardo una declaración). Yo dije que no había punto en común para continuar la charla, aunque siempre manteniendo las formas (¿tiene sentido un debate cuando la opción de uno implica la eliminación del otro?). Al final, Clarisa preguntó por la industria chilena y el pinochetista contó su actividad de importador (una de las actividades más arduas que tuvimos fue encontrar a la glamorosa clase media‑alta argentina, lo hicimos justamente el penúltimo día en un shopping, estaban todos: argentinos frenéticos, desaforados, excitados; sentimos por unos instantes que ese shopping era para ellos la tierra prometida; nosotros aprovechamos y compramos un mp3 muy barato; habíamos conocido por fin la llamada, por un arriesgadísimo ejercicio metafórico, la New York en miniatura) de ropa usada y lo bien que le va. Hablamos entonces de la experiencia argentina de proteccionismo (hoy en proceso de liquidación), la cual el pinochetista consideraba una locura inentendible y continuó argumentando que la importación da trabajo, que no había que preocuparse, que él le pagaba 1500 dólares a la secretaria, etc., dicho esto se levantó, saludó con suma amabilidad y partió. A los pocos minutos, dado que prácticamente el mozo nos estaba echando, nos levantamos nosotros. En la puerta de nuestro edificio hicimos algunos comentarios al respecto de la conversación y Ricardo aclaró que habría sido muy diferente el tono si por ejemplo él hubiese tenido parientes desaparecidos. Allí mismo nos despedimos hasta la noche siguiente. Nos había invitado a su casa (quiero contar algo que no tiene que ver con nada de lo que estoy contando pero que fue uno de los hechos más rememorados durante el viaje. Lo introduzco en este paréntesis porque intuyo la imposibilidad de hacerlo más adelante. Alquilamos, antes de mudarnos a un Apart hotel, por Airbnb, sin saberlo, un departamento en un edificio del siglo XIX enfrente de la Plaza de Armas. Pleno centro de Santiago. El edificio es muy parecido al Hotel de la película The shining, aunque viven centenares de personas. Decenas de departamentos por piso. Es fascinante. Lo habitan sobre todo perdedores, o aquellos que aún conservan la esperanza de ganar, en una palabra, parte de lo que Chile guarda bajo la alfombra del progreso, la modernización y la apertura al mundo. En el edificio llamativamente había sólo dos ascensores, de los cuales funcionaba uno. La mayoría de las veces nos abstuvimos de tomarlo. Pero el espectáculo de ascensorista de la mañana nos obligaba a jugarnos la vida. Por ejemplo, subían 8, siendo 5 el límite del ascensor, y cada uno indicaba el piso: 2, 4, 6. Lo obsoleto de la tecnología hacía que la puerta demorara bastante en cerrarse, tiempo que el ascensorista aprovechaba para apretar obsesivamente el botón de cierre. Lo apretaba con un movimiento del dedo anormal, como si estuviese acariciando los botones, como si de esa caricia dependiera la vida de todos. Durante los diez o doce segundos de espera el ascensorista también repasaba con la misma obsesión los pisos ya marcados. Sus acciones parecían tener efecto nulo en la velocidad de cierre, pero las repetía una y otra vez, en cada incursión, y nosotros enloquecidos por el espectáculo, aunque suene exagerado).

 

 

 

2

Ricardo (antes de entrar me preguntaba: ¿quién arriesga más? ¿Él, por abrirle su casa a dos desconocidos o nosotros por meternos en una casa de cuyo dueño ignoramos todo? ¿Arriesgarse a qué?) nos recibió con la mesa lista en el balcón que daba al museo de Bellas Artes. Una de las mejores vistas de Santiago. Anunció el menú: pasta; nosotros llevamos cerveza y helado. El departamento estaba literalmente tomado por los libros. Bibliotecas desbordantes rodeaban y atravesaban el espacio. Libros en todos los idiomas (Ricardo estudió en Alemania, es traductor), de diversas disciplinas. Hicimos un breve recorrido por las habitaciones y finalmente fuimos al balcón y continuamos la conversación de la noche anterior. Esa conversación nos fue conduciendo por caminos sorprendentes: Ricardo (que parecía un teórico) era (en realidad) un narrador. En términos benjaminianos (aunque desconozco el significado exacto de ese adjetivo). Su madre (confesó) había sido una narradora. Y él quería seguir esa tradición. Un doctor en Filosofía con una fuerte propensión a la literatura y el arte no habló de teorías ni metodologías sino simplemente se puso a contar historias. Su historia familiar desde el bisabuelo hasta la actualidad, con precisiones increíbles, viajes extraordinarios, encuentros fortuitos, desencuentros, cartas, campos de concentración, amores, huidas, desde Holanda hasta Chile, pasando por Frankfurt y Nueva York. Historias de las cuales Ricardo no fue partícipe directo pero que narraba con la (in)seguridad típica del testigo presencial, historias que Ricardo alguna vez escuchó y convirtió en propias, como si las vivencias de los otros fueran la semilla de su experiencia, una experiencia narrativa que vaya uno a saber por qué quiso compartir con nosotros. Mientras pensaba en todo esto imaginaba también la forma de pedirle (sin pasar vergüenza) otra ronda del más rico helado de manjar (nombre del dulce de leche en Chile) que había probado hasta el momento (¡justo el último día!). Por fin me animé. Lo trajo a la mesa para comer del pote y ahí traté de sorprenderlo: Martín Cerdá, un ensayista chileno que nunca leí, pero de quien compré un libro: La palabra quebrada. Efectivamente se sorprendió, ¿cómo lo conseguiste?, y comentó algo acerca de la depresión posterior padecida por el ensayista tras la muerte del poeta Enrique Lihn (esa tarde había comprado Diario de muerte). Enrique Lihn, nombre crucial para el final de la noche. Enrique Lihn iba en una citroneta conducida por otro poeta, Luis Oyarzún, con destino a la embajada francesa. En la embajada eran bien recibidos los chilenos que necesitaban escapar de la dictadura. Cuando llegan a la entrada Lihn le pide por favor a su amigo que dé una vuelta por el parque. Oyarzún se resiste unos instantes y luego arranca. Nuevamente en la entrada Lihn pide otra vuelta, reclama tiempo. Oyarzún sigue resistiéndose bajo el argumento de que los van a identificar y posteriormente a matar si siguen dando vueltas. Así cuatro o cinco veces hasta que al final el poeta Lihn le dice al poeta Oyarzún: "No puedo, vámonos". Ricardo reprodujo lo que Lihn dijo en ese auto como si él mismo hubiese estado presente (sus gestos, sus modos, su manera de pronunciar las palabras daban cuenta de aquella presencia). Con Clarisa nos miramos emocionados sin conocer casi nada de la historia de los poetas y Ricardo remató la anécdota con un verso de Lihn: "Nunca salí del horroroso Chile". Ahí le pregunté por Bolaño. Habló del mito, aunque extrañamente fue escueto. Continuó con Lihn e introdujo a Nicanor Parra. Un rato más tarde nos estábamos despidiendo (yo quería llevarme el helado restante, Clarisa me detuvo antes del papelón). Debíamos levantarnos temprano para tomar el vuelo de regreso a Rosario. Sin embargo, como todo en la casa de Ricardo, la despedida se extendió. Nos hizo regalos, nos ofreció una habitación para la próxima visita, y hasta hablamos de Islandia (pasión que compartimos, pasión que cada vez más gente parece compartir, pasión que por primera vez hago pública). Al final quedamos en encontrarnos: acá, allá, donde sea.

 

3

"Nunca salí del horroroso Chile

mis viajes que no son imaginarios

tardíos sí ‑momentos de un momento‑

no me desarraigaron del eriazo

remoto y presuntuoso

Nunca salí del habla que el Liceo Alemán

me infligió en sus dos patios como es un regimiento

mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible

Otras leguas me inspiraban un sagrado rencor:

el miedo de perder con la lengua materna

toda la realidad. Nunca salí de nada".