Con su gran vidriera hoy demarcada por una fachada azul talo, la Alfarería Winkler de Laprida 2051 entre Ituzaingo y Cerrito es uno de esos rincones de Rosario que parecen existir al reparo del tiempo.

Qué edad tiene Rubén Winkler es un misterio, tan profundo como su energía prodigiosa y la alegría de niño que refulge en sus ojos claros. Escuchando la radio en la penumbra amable de su taller, sentado al torno donde pone a rotar el barro, repite cada día la maravilla que vio por primera vez allí a sus cinco años. Contenida entre sus manos, se desliza la arcilla previamente trabajada mientras la fuerza centrífuga gravitatoria empuja la materia hacia los bordes y abre un vacío en su interior: el caos, en sus manos, amasa una forma.

Un sábado a la mañana, mientras la voz del doctor Motura canta loas a un nuevo tónico que sirve para combatir la adicción al juego (vicio que aquí sería por completo innecesario), Winkler dedica generosos veinte minutos o más a atender con calidez y deferencia a una familia que termina llevándose (trasladadas en parte por el mismo alfarero) pesadas macetas, una bolsa de leca amasada bolita por bolita por él mismo, y hasta un candelero de regalo. La clienta antes de despedirse le cuenta su vida y su fe a uno de los santos patronos del vecindario. "La atención a la gente, de corazón y auténticamente cierta, hace que la gente vuelva. Eso lo aprendí de mi madre, de doña Pepa que era magnífica para atender a la gente. ¡Hasta chistes le contaba! Les vendía plantas, macetas... era hermosa. Lo aprendí de ella", dirá Winkler cuando se encienda el grabador. Antes, la mirada de la cronista vagará entre máscaras, cántaros, chanchitos alcancía, macetas, plantas, un retrato escultórico realista al estilo romano, urnas cinerarias para mascotas y toda clase de caprichosos seres de barro que podrían ser duendes o trasgos. Un par de soberbios jarrones de porcelana, uno de ellos esmaltado en un hermoso color azul cobalto (el pigmento más fiel, según Winkler) atestigua un pasado de formación con el maestro porcelanista casildense Rogelio Pessini.

El historiador Pedro Tuella data el local en 1876, de cuando Laprida se llamaba calle Comercio y Hércules Antonietti era su dueño bajo la razón social "Alfarería Nacional". Winkler se ocupará de aclarar que esa es la fecha en que el taller se convirtió en fábrica: "Este lugar es de 1855. Tenemos una fecha dada por una ceramista y en los anales de la historia del lugar. Después aparece otra fecha del desarrollo industrial en 1876. Originalmente en el 1855, un italiano ingeniero municipal era encargado de hacer los caños como en Roma, como en Grecia, de desagües, porque ya comenzaban los pueblos a crecer. Entonces todo lo que fuera palanganas de baño, codos, curvas, se hacían todos acá, con la arcilla, y esmaltados. Que pasaron treinta años después para suplirlo a ese material, cuando vino la cañería de plástico. El cemento dio resultado hasta por ahí nomás, y finalmente lograron hacerlos de plástico. Pero aún, los ingenieros, cuando lo ven intacto, no lo sacan, lo encamisan", relata con orgullo.

 

"Una vez que te hacés amiga, el barro te va a ofrecer oportunidades, millones de oportunidades. Es muy noble, muy franco."

 

"Son lugares emblemáticos, que comenzaron con el inicio del puerto en Rosario", dice Winkler con un speech cada vez más armado, parte del cual es una frase que sabe oportunamente desgranar creando un momento mágico, cuando la mirada del visitante se pasea por el inmenso local y él, atento a cada movimiento de lo otro (ya sea Adán, Eva o arcilla), declara: "Estos ladrillos son de la época de Mitre". Pero si es exacta la fecha de 1855, entonces esos ladrillos están puestos uno sobre otro desde antes aún: desde el gobierno de Justo José de Urquiza, cuando Rosario cumplía tres años de su declaración como ciudad y le faltaban otros tres para tener su Municipalidad.

Entre retratos y otros documentos, Winkler señala uno: "Mi abuelo era un inmigrante de esos, hablaba cinco idiomas, era austríaco y buzo táctico. Vino a principios de siglo. Ahí tenemos una foto donde se recuerda al equipo de buceo, a inflador. El buzo iba abajo y si el alemán iba a tomarse una cerveza, ¡quedaba abajo! Pero con mucho conocimiento, ya había submarinos en Austria, Imperio Austrohúngaro".

"El negocio era de mi papá, un gran luchador, que vino a quemar hornos; tenía 40 años papá y le fue dando forma, primero estuvo de empleado y después fue avanzando y logró cambiar todo este terreno que era pelado en una fábrica exitosa, al final, porque ya había veinte personas, se trabajaba fuertemente y haciendo siempre cosas originales: nada de molde. Todo con la mano, con esfuerzo, pintando cosas. Le dio carácter de fábrica, con máquinas, también a posteriori. Al principio se hacían caños. Se fabricaba acá para las primeras empresas como Hierromat, empresas americanas que venían, y otras empresas que vendían ya en los pueblos: en Isla Verde, Casilda... Venían de Buenos Aires a ver las calidades de las arcillas, porque prevalecía lo que fuera gastronomía, cacerolas, sartenes... teníamos un buen reservorio de arcillas muy puras y los italianos y los españoles venían y se llevaban y se afincaban. Siempre cuento que esta fábrica era de mi madre porque ella trabajaba fantásticamente bien con un esfuerzo enorme y sin sentirlo, eran una pareja muy unida, entonces comenzaron a avanzar y en la era del cine papá decía: 'No vamos a ir al cine porque vienen las tablas para armar los entrepisos'. Había antiguamente un burro que daba vuelta la noria y se llamaba Perico".

"Y claro, daba vueltas y la gente se paraba y se enternecía. Y papá decía: 'Este se come un fardo de pasto y la gente se enternece. Lo vamos a mandar al campo'. Lo mandaron al campo, y ¿qué pasó? Un rayo lo mató. Perico, se llamaba. No tuvo jubilación. Era un lugar pintoresco en ese momento. Yo me acuerdo hasta del ruido del arnés. Había caballos, que traían en los carros las arcillas, las maderas también, los algarrobos para cocinar los hornos, y siempre en un clima muy espiritual: la gente se manifestaba haciéndose amiga de nosotros, de la familia, y bueno, hay que seguir ese espíritu porque es lo que realmente después da camino al éxito, en todo sentido, ¿no?".

Siguieron fabricando caños "hasta que me tocó a mí hacer el barro duro", dice. Se ríe al recordarlo y cuenta cómo él comenzó a incursionar "en la parte artística haciendo jofainas, todas esas cosas, siempre estimulado por mi padre. Poco a poco yo a papá le decía que iba a hacer una jofaina, un lavatorio antiguo, y el hecho de haber ido a aprender con un maestro, Rogelio Pessini, el porcelanista de Casilda, magnífico maestro, ahí empecé yo a despertarme como que podía hacer tanto una jofaina, un canasto, un trabajo de relieve, la efigie de Tutankamón, o leones. Ahora ya hacemos de todo: pescados para la decoración, faroles, salamandras, todo lo que sea gastronomía; es muy rico, con la imaginación el material ofrece muchas oportunidades".

"Pero primero hay que hacerse amigo del barro", advierte. "Una vez que te hacés amiga, él te va a ofrecer oportunidades, millones de oportunidades. Es lo que les digo a mis alumnos. Es un material muy noble, muy franco: procesarlo y acompañarlo con paciencia y después empiezan a aparecer las cosas. Papá siempre me decía: 'Lo que hace un hombre lo puede hacer otro', y es cierto. Lo que pasa es que pasa por el interés que vos le pongás a la cosa, el amor que le ofrezcas, y ahí aparece maravillosamente; como por arte de magia, a esta altura".

Lunes y viernes da visitas guiadas a pedido para escuelas; tiene alumnos de 9 a 90 años y trabaja con su hijo Fernando Andrés. Ya no está "el burro que amasaba la tierra cuando venía" pero sí "hay que hacer una elaboración previa del material, muy incisiva, mojándolo muy bien". Luego pasa a los tornos y al fin al horno, que permanece desde 1855: "muy bien plantado, muy vigente, está bien hecho, papá después hizo otro más y yo uno chiquito dentro del gigante. Pero siempre hay que ir acondicionándolo, cada horneada, porque son mil grados de temperatura que llega, novecientos. Y hay un desgaste", resume.

Años de oficio. "¡Te mantiene vivo!", dice. Y me regala un ánfora.