Promediaba la década de los 40. Bichitos blancos inundaban tranvías y aceras antes de las ocho de la mañana y después del mediodía. Un panorama blanco cubría las veredas y los tranvías cordobeses. Purretes con esa vestimenta, el guardapolvo blanco, caminaban o viajaban hacia sus escuelas o volvían de ellas.
Déjenme definir a mi modo el guardapolvo –también llamado delantal–que yo recuerdo: una prenda escolar colocada arriba de los vestidos normales de los varones, blanca nívea y bien planchada al comienzo de la semana, por esfuerzo de las madres de los alumnos, y algo más ajada y con rasgos de cierta suciedad los sábados, al final de la semana (en ese tiempo había clase los sábados), plisada la más pituca o lisa la más modesta, botones blancos al frente y con terminación en pollerita (falda), que usaban todos los chiquilines de la escuela primaria estatal hasta el 6º grado y, en ocasiones, también los docentes de esa escolaridad y hasta, a veces, también los alumnos de escuelas secundarias. El guardapolvo es y era para mí una prenda símbolo, precisamente símbolo de la igualdad en la escuela, pues era para todos igual y, sin decir nada, ocultaba la ropa que vestía el alumno por debajo de ella, de primera o de última calidad, usada o nueva, impecable o zurcida. Eso permitió que, hasta bastante más crecidito, ya en la Universidad, sin darme cuenta, tuviera compañeros de familias con fortunas, de hijos de empleados y de trabajadores y de hijos de personas muy humildes. Todavía los recuerdo y con algunos de ellos me veo, a pesar de que hace medio siglo que vivo fuera de Córdoba y de que alguno de ellos reside en otra Provincia. De las maestras -todas mujeres- ni hablar. Ellas eran una especie de héroes, juanas de arco sin armas, hadas con sueños, estrictas o más liberales pero siembre buenas. Conservo hasta hoy algunos de sus nombres, algo que no sucede ni dentro de mi propia familia. Sus hijos éramos nosotros, los chiquilines del grado, buenos o malos alumnos, revoltosos o juiciosos; a todos querían por igual, pues el guardapolvo nos igualaba a todos como hermanos. Ello demuestra que el presupuesto de la fraternidad es la igualdad. De allí mi devoción por la escuela pública argentina, a la cual le debo toda mi formación, incluso la universitaria. Por eso, cuando escucho la tendencia del neoliberalismo –confesada incluso por nuestro presidente– a la supresión paulatina de esa escuela para dar paso triunfal a las llamadas “privadas”, reacciono con tristeza y hasta con bronca, como lo demuestro ahora. Se han dado ya los primeros pasos para la supresión de la enseñanza estatal o su mera existencia como alternativa para las personas que, sin otra posibilidad, “caen” –el verbo no me pertenece– en ella, supuestamente inferior en calidad a la privada (sueldo de los educadores a la baja, como si se tratara de la compraventa de una mercancía en el mercado, edificios sin mantenimiento, hasta inhabitables o convertidos en “shoppings”).
Hoy se magnifican esos pasos: supresión por decreto de la paritaria nacional docente, que fijaba el piso de dignidad del salario a nivel nacional, pues la paritaria “no es para discutir haberes a cobrar sino tan sólo cuestiones gremiales”.
No sé si los docentes cobraban antes un salario digno –yo era muy niño y no podía apreciar esas cosas–, pero supongo que sí, pues papá y mamá trabajaban en ese oficio de distintas maneras y nosotros vivíamos con mi hermana sin graves restricciones. Nunca habitamos una casa propia sino un departamento alquilado, gracias a la intervención de la ley de locaciones urbanas sobre la libertad de mercado del Código Civil, no teníamos automóvil –pocas familias eran propietarias de uno de ellos–, pero no recuerdo escasez alguna de algo que no fuera suntuoso.
Con el expreso deseo de no confundir, sobre todo épocas, debo decir también que no pretendo describir la mejor escuela. Vista desde hoy, aquella también albergaba rastros negativos propios de la época. Por ejemplo, describo tan sólo la escuela primaria de los varones, porque no había escuelas mixtas, de varones y mujeres. Al menos en Córdoba, las escuelas de varones eran casi todas del Estado. Yo sólo recuerdo la existencia de una “escuela privada” de varones, perteneciente a la Iglesia católica. Seguramente hubo alguna otra pero carecían de importancia y de fama frente a las escuelas estatales. Las niñas, de las que no se esperaba, en principio, rendimientos científico-culturales de importancia, tenían sus propias escuelas. Según la interpretación de mi experiencia, su educación inauguró la existencia masiva de las hoy llamadas “escuelas privadas”, por mención de las escuelas confesionales de aquella época y de clases sociales superiores. Allí el “uniforme” suplantó al guardapolvo blanco. Para mejor informar, expreso también que un tema de actualidad, la enseñanza religiosa en la escuela, era parte del currículum, incluso en la escuela estatal, durante el primer gobierno del general Juan Domingo Perón,. Ello dividía el curso en dos clases, la de religión, católica por supuesto, y la de moral, repetidamente un recreo adicional. A contrario del espíritu laico de la ley 1420, esta situación dividía las aguas: “rusitos” eran aquellos de la clase de moral.
Pese a todo ello, la ideología neoliberal de quien detenta el poder trata de terminar con una tradición argentina simbolizada por los delantales blancos igualitarios. Intenta así elevar al individuo por sobre la comunidad, acrecentar la desigualdad siempre presente e imponer el egoísmo frente a la solidaridad. ¡Ay guardapolvo blanco!//que me educaste siendo niño//que te quiero y que te extraño//de mis ensueños arquetipo.
* Pofesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.