El cuento por su autor

De chico, al finalizar la década del noventa, jugué en las inferiores de Los Andes. Mejor dicho, ocupé un lugar en el banco de suplentes dos o tres años. El preparador físico de mi categoría, Marcos, era un ex jugador del club. Una especie de ídolo barrial que había estado en las finales del último ascenso al Nacional B. De tanto verme en el banco más que en la cancha, en el medio de los partidos se me acercaba a hablar. Nunca de una estrategia o de cómo tenía que moverme si me tocaba entrar. En susurros, para que no lo escuche el técnico, me contaba goles que había hecho, de la posibilidad trunca que tuvo de jugar en Vélez, de la lesión crónica en su rodilla derecha. Su hit, la historia que volvía una y otra vez como si fuese un complejo vitamínico que lo mantenía en pie, eran los partidos que jugaba para el equipo del entonces presidente Menem. Le cambiaba la voz, se extasiaba, cuando me nombraba los figurones con los que compartía camiseta y las sobremesas que armaban después de los partidos. Jamás supe cuánto de lo que decía era cierto. Tampoco me importaba. Menos por qué me había elegido como auditorio exclusivo de sus hazañas. Como toda buena historia jamás pensé que valía la pena escribirla. Sin embargo, hace unos años me lo volví a cruzar, y cuando le pregunté por su pasado me miró con cara de no saber de qué le estaba hablando. Entonces, esa noche, apelando a la cualidad performática de la lengua, me dispuse a transformar esa historia en cuento para que de un modo u otro sucediera.


Soy el único de mi familia que tiene casa propia. Y eso que no somos pocos. Si cuento las tres temporadas reproductivas de mi viejo, sumo diez hermanos. Casi un equipo de fútbol. Tengo del oficio y rubro que se te ocurra. Tornero, maestra, abogado, médica, fletero, peón rural, de todo. Parecemos Las páginas amarillas. Si me sacudís, hasta me encontrás un hermano sociólogo, el más chico. Labura como un boliviano, de sol a sol. Hace entrevistas, encuestas, escribe en un diario que no lee nadie, da clases en escuelas de posguerra y, de yapa, sin cobrar un mango, entretiene a amas de casa en universidades del conurbano. Es capital simbólico, me dice. Yo le digo que pierde el tiempo, que el trabajo gratis no existe, que eso se llama explotación. Igual no me da bola. Mejor dicho, no me daba bola. Cuando el capital simbólico no le alcanzó para pagar el alquiler, me vino a pedir una mano. Es mi hermano, el pendejo, nunca le pude decir que no. Enseguida le pegué un radio a Alejandro y lo metí a hacer prensa en el Club.

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El año que entré al Club venía de ascender con Los Andes. La final del Reducido la jugamos contra Deportivo Armenio, en cancha neutral. Dos a uno terminamos. Yo hice el segundo, el del triunfo. La enganché de aire, con el empeine, desde afuera del área. La pelota no había cruzado la línea del arco y ya retumbaba el grito de “gol” desde las tribunas. Los tablones no aguantaban un salto más. Fue una fiesta. Jugar en el Nacional B era un sueño.

Antes que nos reincorporemos a los entrenamientos llegó la primera oferta. Al principio ni atendí el teléfono. Nada podía ser mejor que jugar en otra categoría con la camiseta que había hecho las inferiores. Pero insistieron, mil veces. Una tarde vinieron directamente a casa. Andrea, mi novia en ese entonces, corrió la cortina de la ventana y quedó pegada en el vidrio como una mosca. No lo podía creer. La misma jeta que estaba en los afiches de todo el barrio, acompañaba con palmas desde la vereda. Respiré hondo y abrí la puerta. Vamos a comer, me dijo Alejandro apenas asomé un pie. Nos subimos a un auto negro con vidrios polarizados. En menos de veinte minutos estábamos sentados en un restaurante pegado al aeropuerto. Solos. Debió ser lunes al mediodía. Salvo dos gringos recién llegados que comían un bife de chorizo crudo no había nadie. Parecía que lo habían cerrado para nosotros.

Alejandro pidió sólo mollejas y vino tinto. Esperó que el mozo se alejara y dijo: el país está creciendo. El municipio está creciendo. El Club está creciendo. Queremos que vos también puedas crecer. Y, haciendo una pausa, agregó: con nosotros. Tomó un trago largo de vino y me pasó el contrato. Me ofrecía el triple de lo que iba a ganar en el Nacional B con Los Andes. Esperó que lo mire a los ojos. Me acercó otra carpeta y una bic azul. Levanté la solapa. Mi nombre completo y número de DNI aparecían al final de la única hoja. Leí de principio a fin, dos veces. Era el boleto de compra de un lote en un country en construcción por la zona virgen de Canning.

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No fui el único refuerzo del Club. Esa temporada también llevaron al pibe Paz, que venía de romperla en Italiano, y a la Fiera González que se cansó de tirarme centros en Los Andes para que yo saliera goleador. También se habló de que iban a contratar a Claudio Benetti. Pero eso quedó en la nada. El perro pedía fortunas. La seguía chapeando con que le había dado el último campeonato a los bosteros. Un caradura. Uno tiene que saber el tamaño del hueso que se merece. Alejandro me contó esa historia. Se le cagó de risa en la cara, me dijo.

Alejandro no es ningún gil. Guita tenía. Ya había arreglado con los capos del hipermercado y con los que estaban metiendo mano en el aeropuerto. Pero tampoco era cuestión de tirarla. Él sabía mejor que nadie que debía armar un equipo que movilizara y terminar las tribunas. Su cara tenía que ser más conocida que el escudo del Club. La papa era el municipio. Alejandro ya tenía todo arreglado con los que mandaban en Provincia y Nación. A cambio de fidelidad habían prometido bajarle plata, plata dulce, plata fuerte, para que transforme el baldío que era esto. Sólo tenía que ganar las elecciones. Lo hizo. Sacó más del sesenta por ciento de los votos. Como patear un penal sin arquero, me dijo la noche que se convirtió en Intendente.

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Para festejar, al domingo siguiente se mandó un asado bestial en la Estancia. No te miento si digo que había más de quinientas personas. El Secretario, que venía de la contra, decía que convocaba más gente un pedazo de carne que los muertos que habían contratado para ascender. Un pelotudo. Así le fue. Ahora Alejandro lo tiene colgado en el Consejo Escolar.

La frase que más repetían esa tarde era “qué día peronista”. Parecía una contraseña. Hasta la escuché en la boca de una mina con tacos dorados. El cielo estaba vacío de nubes y de las ramas bajaba una sombra fresca que se sentía como una caricia. Al único que no se la escuché decir fue a mi hermano, el pendejo. En esa época militaba en la Juventud Comunista. Recién había empezado el secundario y ya andaba contándole los segundos al capitalismo. Tampoco se había querido poner la camiseta del Club. Andrea y Susana, la jermu oficial del Alejandro, las repartían como guardapolvos el primer día de escuela. En el pecho tenía el auspicio del hipermercado y en la espalda el logo de una granja de pollos. Cuando le marqué al pendejo la mesa donde comían los capos, me dijo: la burguesía nacional. Yo me reí. Él siguió masticando la costilla que le había dejado en el plato.

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Ese año arrancamos con todo. Le ganamos tres a dos al Docke de local, en un partidazo. Estábamos entusiasmados. Llegamos al Octogonal con chances de ascender. Pero nos bajó Almirante Brown en un partido que fuimos un desastre. Ese no dolió tanto. Lo que nos golpeó en serio fue la final del 96. Habíamos ganado el Apertura y estábamos finísimos. El ascenso lo definíamos con Defensa y Justicia, en partidos de ida y vuelta. El primero de local. La cancha explotaba. Arrancamos ganando con gol de Alesandrello. La otra tarde lo miré en youtube, un golazo. Igual no alcanzó, en el segundo tiempo dormimos y nos empataron de cabeza. Después fuimos a su cancha y perdimos dos a uno. El vestuario parecía un comité Radical. El que no lloraba le pegaba con puño cerrado a los lockers de chapa. Alejandro entró con la camiseta puesta y las chuzas blancas mojadas por la transpiración. Nos callamos como si hubiese apretado mute en un control remoto. Jugaron como leones, nos dijo, ahora dejen de llorar como maricones. A la noche festejamos en la Estancia. Vengan con la familia o con quien quieran. Y antes de irse, con esa sonrisa que nunca sabés si habla en joda o en serio, agregó: hoy no perdimos nada, los partidos importantes son los que jugamos en Olivos.

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La primera vez que nos dijo que íbamos a jugar con el Turco y el Cabezón yo pensé que estaba jodiendo. Veníamos de perder con San Telmo y se apareció en la práctica diciendo que a la tarde iba a traer dos refuerzos estrella. Antes de darnos tiempo para retrucar el chiste, empezamos a escuchar las aletas del helicóptero sobre el casco de la Estancia.

Una vez por mes jugábamos en la quinta de Olivos o en la Estancia. A nosotros nos tocaba en el equipo del Turco, junto al Beto Alonso, el nene Commisso, Pinino Más y otros gallinas que buscaban salvarse en dólares. A mi viejo ni le decía. Era un bostero enfermo y encima había bancado los trapos en la Resistencia. Si hablo ahora es porque ya no está. Nadie muere dos veces.

Los partidos eran tranquilos. Jugábamos contra Gendarmería, los empleados de alguna embajada o un rejunte de intendentes, famosos y periodistas que esperaban el flash de las revistas. Sin embargo, la primera vez que me tocó jugar me temblaban las piernas como en una final. Uno no tira paredes con el Presidente todos los días. En la cancha el Turco era como uno de esos pequineses que ladran con furia a los rottweilers. Me parecía que si le daba un pase fuerte lo quebraba. Alejandro notó que andaba medio raro. Me llamó a un costado y, con el brazo rodeándome la espalda, me dijo: no te preocupes, jugá despacio, pelota que robás se la pasás al Turco.

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A mi casa la levanté antes de la primera reelección de Alejandro. La campaña la hicimos juntos. Yo había tenido que dejar de jugar por una lesión en la rodilla. Me encargué de la Comisión del Hincha y, con los muchachos, no dejamos barrio sin pisar. Debemos ser los que más laburamos acá en el municipio. Por eso estoy hasta las pelotas de que nos digan ñoquis. Los quiero ver trabajando de domingo a domingo, sin importar la hora ni el lugar. Cuando se prendió fuego el país en el 2001, aguantamos con el Cabezón. Después vino Néstor del culo del mundo y pateamos casa por casa para que le conocieran la jeta. Ni hablar cuando se pudrió con los del campo. Alejandro nos dijo que había que bancar al Partido y llenamos la Plaza. Nosotros no preguntamos: vamos.

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Si todo sale bien, después de las elecciones vamos a construir otro piso arriba de la galería. Andrea está embarazada de nuevo. La familia crece. Espero que esta vez venga el varón. Me lo imagino con la camiseta del Club y se me pone la piel de gallina. Hay que pasar la posta, decía mi viejo. Es cierto. Desde lo de la rodilla al fútbol casi ni juego. No me operé, así que sigue jodiendo. Igual hay días que afloja y me deja jugar algún partidito. Ahora armamos con los chetos que ganaron las elecciones. Esos pibes corren. Hay dos o tres que andan bien. Con entrenamiento podrían jugar en la primera del Club. Yo me pongo la pechera amarilla sólo porque Alejandro me lo pide. Pero en cualquier momento la rodilla me dice basta. Y, aunque me cueste, voy a tener que dejar de jugar.