Si el deporte es un formidable amplificador del comportamiento social, el fútbol lo retrata mejor que ninguno. Tiene aprobados distintos posgrados sobre el machismo. La masculinidad al palo se revela en cada partido transformada en homofobia (“los de… son todos putos”), misoginia (“es para vos… la puta que te parió”) y hasta el tradicional cantito que glorifica la violación (“se van para… con el culo roto”). Todas estas violencias agitan su repertorio desde una tribuna, con la complicidad de todos nosotros, hinchas de diverso pelaje que suelen seguir al rebaño.
Son varias décadas de entonar estribillos, aplaudir la ocurrencia de la puteada más original, acompañar con palmas o en silencio sepulcral. Hoy el círculo central de la sociedad patriarcal parece estar en la mitad de cualquier cancha. Reproduce desde ahí lo que el movimiento feminista –un verdadero movimiento de liberación, a tono con el enunciado político de los años 60– nos machaca con razón a cada momento. No importa si quedan debates pendientes por darse.
La violencia empieza por las palabras, ciertos gestos o la certeza de que los hombres pueden arrogarse más derechos que las mujeres. No pueden porque tienen casi todos y ellas siguen recorriendo un largo camino para conquistar los que se les niegan. A veces esa conculcación de derechos se basa en una mirada clasista. En el Jockey Club se les prohíbe votar y a una sede de CUBA no tienen permitida la entrada. El del fútbol no es el único territorio hostil.
Ahora apelemos a un ejemplo sin salirnos del deporte más popular. El sábado 12 de enero, las mujeres saudíes pudieron ir por primera vez en sus vidas a ver un partido de fútbol. En junio podrán manejar automóviles. Prácticas que tenían vedadas por una política del Medioevo que no puede atribuirse solamente al ISIS o a los talibanes. Y sí a una monarquía que nada en petróleo, es socia de Estados Unidos y ahora es gobernada por un príncipe que quiere desmontar de a poco esa sociedad opresiva.
Si Arabia Saudita y otros países confesionales atrasan varios siglos por la condición de servidumbre a que someten a sus mujeres, la Argentina atrasa cada vez más por su cantidad de femicidios, la violencia de género latente y la desigualdad de oportunidades de ascenso social. El fútbol vuelve a reflejar en este caso una patología que no trascendería demasiado en otras actividades que carecen de su resonancia mediática.
Si a las jóvenes que denunciaron a los jugadores de Boca, Wilmar Barrios y Edwin Cardona, las hubieran abusado, maltratado o amenazado ilustres desconocidos –son las tres imputaciones que había en la causa judicial hasta ahora–, el caso terminaba alimentando una estadística donde se superponen víctimas todos los días por su condición de mujer. Un dato reciente difundido en el suplemento Las 12 de este diario es aleccionador. En la provincia de Buenos Aires se reciben 19 denuncias diarias por abuso sexual en las distintas comisarías de la mujer. Pero solo el 5 por ciento se judicializan.
En el ambiente del fútbol hay decenas de episodios conocidos por violencia de género. Trascienden porque la mayoría son protagonizados por jugadores, como en el caso de los dos colombianos que fueron acusados por Cintia Susana Jiménez y Amanda Catherine Alayo. O el último, cometido por Fernando Tobio, de Rosario Central, a la salida de un bar. En el país de los futbolistas de Boca, un medio publicó siete antecedentes de denuncias parecidas contra profesionales, que incluyeron a un par de directores técnicos: para los argentinos no pasarían inadvertidos el DT Hernán Darío Bolillo Gómez –quien renunció a la selección nacional luego de golpear a una mujer– y Jairo “El Tigre” Castillo, el ex delantero de Vélez que fue denunciado por pegarle a una modelo tras una fiesta en Cali.
En Colombia, hechos como esos quizás pasen más inadvertidos porque la violencia se naturalizó durante una guerra civil de cinco décadas. En noviembre pasado, el documento La guerra inscrita en el cuerpo, que preparó el Centro Nacional de Memoria Histórica, divulgó que más de 15 mil hombres, mujeres y niños sufrieron violencia sexual durante el largo conflicto armado. Su uso fue “premeditado y sistemático” decía el informe.
Sin llegar a esos niveles de violencia armada, Argentina se ubica entre los países de América Latina con mayor cantidad de femicidios. Solo El Salvador y Honduras la superan con amplitud en una región que a noviembre del año pasado, y según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y Amnistía Internacional, “cada día mueren en promedio al menos 12 latinoamericanas y caribeñas por el solo hecho de ser mujer”.
La matriz de violencia que deriva en semejantes estadísticas pasa antes por una suma de violencias que se retroalimentan, que dejan marcas indelebles, familias devastadas, hijos sin madres, pero también mujeres humilladas que ahora cuentan lo que antes no podían o no se atrevían a contar. El fútbol pone en carne viva historias como las de Cintia y Amanda, pero porque se animaron a denunciar lo que les pasó y aunque todavía haya que probarlo. Como los colombianos Cardona y Barrios, antes fueron escrachados Ricardo Centurión (le astilló tres dientes e intentó asfixiar a su ex novia Melisa) o Luis González (su esposa, la portuguesa Andreia Marques denunció que la intentó matar).
Otros futbolistas recibieron condenas por diferentes episodios. Diego Trotta, del club Bella Vista de Bahía Blanca, golpeó a su ex pareja en abril de 2014, fue filmado en plena calle y lo atraparon. Le dieron seis meses de prisión en suspenso. El caso más mediatizado ocurrió el año pasado cuando al ex defensor de Independiente y Temperley, Alexis Zárate, lo condenaron a seis años y medio de prisión por abuso sexual con acceso carnal contra la novia de su compañero de equipo, Martín Benítez. La pena no está firme porque fue apelada. La abogada de la joven, Raquel Hermida Leyenda, mencionó en los días del juicio que había tomado otros doce casos de violencia de género contra jugadores. Jonathan Fabbro podría seguir el mismo camino que Trotta y Zárate. El ex volante de River y Boca fue detenido el 20 de diciembre pasado en México. Lo acusan de haber abusado de su ahijada menor de edad. Aceptó ser extraditado a la Argentina.
En cada caso que se conoce de un personaje famoso acusado por este tipo de delitos –no todos están dentro de las fronteras del fútbol o del deporte en general– pueden pasar dos cosas. Que el morbo de los medios reduzca el hecho a una estadística más en sus páginas amarillas. O que se genere conciencia en torno a la violencia de género en cualquiera de sus formas. En el campo donde se dirime este conflicto todavía las víctimas están bajo sospecha. En ocasiones ni siquiera hay empatía con ellas. Pero al menos ya no domina el silencio. Hay quienes pretenden comprarlo por unos billetes, y eso se desprende de algunos expedientes.
No tendrán éxito si las mujeres hacen la denuncia judicial, señalan a los violentos en público y se dejan acompañar en su lucha. Así el machismo retrocederá y no importará si lo hace de a un centímetro por día. Lo vital será que se consolide en el tiempo esa tendencia. Que se frene semejante cultura homicida. También restará educar a los hombres y mujeres por venir, hijos/as de ellas mismas en la sociedad del patriarcado que antecede al propio capitalismo. El problema ahora se ve más nítido. Ofrece la perspectiva de que el futuro nos deparará otro paradigma. Mucho más alejado del machismo en que nos educaron.