Tenía yo alrededor de seis años y estaba sentado en el cordón de la vereda de mi casa, en mi pueblo natal, después de la lluvia, cuando un pedacito de papel blanco rasgado, que flotaba en la corriente de agua barrosa, atrajo tan poderosamente mi atención que perdí conciencia del tiempo y de mi propio cuerpo, concentrado en la contemplación de lo que ahora llamaría belleza pura: el contraste de claro y oscuro, la forma irregular del papel, la relación entre figura y fondo y el aura de gozosa trascendencia que me envolvía, todo lo cual sentí sin comprender, ya que tuvieron que pasar muchos años hasta poder darle un nombre. Pero antes de que eso ocurriera, antes de que empezara a estudiar pintura con Juan Grela y estética en la universidad, descubrí, en plena adolescencia, una revista francesa con reproducciones de los primeros papeles rasgados de Arp, e inmediatamente me di cuenta de que ya conocía ese lenguaje, de que ese lenguaje era mío desde la infancia.
En aquella época, insatisfecho con los dogmas y el moralismo judeo-cristiano en que me habían educado, estaba devorando literatura teosófica cuando dos obra de René Guénon (Introducción al estudio de las doctrinas hindúes y El teosofismo) me hicieron comprender la necesidad de buscar versiones más genuinas de la metafísica oriental. Así, a través de libros franceses e ingleses, empecé a acercarme a una mejor comprensión del hinduismo, el taoismo y el budismo. Me interesé tempranamente por la pintura china y japonesa de paisaje, de filiación taoista y budista zen, en las que el fondo, el espacio vacío, predomina abiertamente sobre las figuras. Este fondo es el símbolo del Tao, o Vacío, o Nirvana, o Naturaleza de Buda, Realidad Última, cuya correspondencia hinduista es el Brahman supremo sin forma. Por el contrario, las formas que pueblan ese fondo sin símbolos de la manifestación del Vacío como Samsara, como rueda del nacimiento y de la muerte, es decir, nuestro mundo espacio-temporal. No tardé en darme cuenta de que esas pinturas orientales (cuyo lenguaje, fosilizado por los siglos, era un poco una lengua muerta para nosotros, occidentales del siglo XX), podían ser traspuestas a un lenguaje contemporáneo con solo sustituir las montañas, cascadas, pinos y personajes por formas no figurativas o figurativas no imitativas. Y también me di cuenta de que eso, aunque no intencionalmente, ya lo había hecho el mismo Arp en la década del treinta con sus primeros papeles rasgados.
Esta orientación, que tuvo su precursor inconsciente en las primeras acuarelas abstractas de Kandinsky, se afianzó y se hizo más consciente con el tiempo, sobre todo después de que los Ensayos sobre budismo zen, del doctor Suzuki, revolucionaran la cultura de Occidente. Pero hubo y hay mucho disparate ‘zenista’ (a veces buena pintura, si se la mira con ojo puramente occidental y moderno), mucha parodia, mucha traición al espíritu del zen. Entre las obras más genuinas, me atrajeron particularmente las miniaturas de Julius Bissier, una gran retrospectiva de las cuales pude ver en la ciudad suiza de Lausanne, en la década del sesenta. Las miniaturas me influyeron durante algún tiempo. Me honra decirlo porque es bueno para un artista en plena evolución encontrar estímulos adecuados, sobre todo si después de asimilarlos logra librarse de ellos. Lo que me ayudó en este caso a hacerlo fue que siempre encontré las miniaturas ‘demasiado bonitas’: el espíritu del zen me parecía más austero. Quise lograr austeridad sustituyendo el color por el blanco y negro pero me iba al extremo opuesto, de modo que desistí por un tiempo. Todo hubiera quedado allí, o hubiera cambiado de rumbo, de no ser por dos accidentes que me ocurrieron en la década del setenta y que me llevaron, por un camino distinto de la pintura, a concretar mi aspiración.
El primer accidente consistió en que me sobrevino un estado depresivo. Recurrí a un psicológo, cuyo tratamiento consistió principalmente en hacerme hablar sobre lo que me hubiera gustado escribir o pintar de haber estado en condiciones de hacerlo. Yo le dije que a menudo me entretenía mirando las sombras de las plantas en el jardín y de las cosas en general, y que esas sombras, cuyas formas a veces no representaban nada, me resultaban más interesantes que las cosas mismas y me hacían pensar en una realidad diferente, más allá de la apariencia convencional. Agregué, no sé a que altura de las pocas sesiones que tuvimos, que me hubiera gustado presentar, sobre fondos vacíos, mundos o personajes realizados con esas sombras, que produjeran un sentimiento de serenidad y de paz y una cierta intuición de trascendencia. Trabajamos sobre ese tema, yo redondeando mi aspiración y él insistiendo que empezara a ponerla en práctica, pero quizás nunca lo hubiera hecho de no ser por otra experiencia aparentemente casual que ocurrió por ese entonces. Íbamos por una calle de Rosario con el escultor Osvaldo Boglione cuando dimos con la liquidación de una pinturería de principios de siglo. Allí, entre otras cosas, había una buena cantidad de viejos rollos de papel para paredes art nouveau y art déco, cuyo anverso me interesaba muy poco pero cuyo reverso (que tenía, en los extremos de los rollos, misteriosas anotaciones de números en lápiz) era una delicia de grises y de tierras quemados por el tiempo. En un impulso los compré todos. Había encontrado oportunamente las tonalidades y texturas ‘austeras’ para mis ‘aproximaciones al Vacío’, que ya no serían pinturas sino papeles rasgados, en un inesperado regreso al primer lenguaje visual que conocí. […] En pocas semanas completé una muestra, que expuse en la galería Génesis de la familia Gambartes, en Rosario.
* Fragmento inicial del texto de presentación escrito para la muestra Aproximaciones al vacío y otras imperfecciones, realizada en la sede porteña de la OEA, en 1995. (Imágenes: dos pinturas de Padeletti de los años sesenta.)