El analista discursivo e investigador del Conicet Juan Eduardo Bonnin dedicó gran parte de su carrera a evaluar cuáles fueron los sentidos que la palabra “reconciliación” revistió a lo largo de las cuatro décadas que separan la actualidad de los crímenes de lesa humanidad cometidos en la última dictadura cívico militar. En diálogo con PáginaI12, Bonnin no solo asegura que “hoy, reconciliación significa impunidad”, sino que también define las implicancias que esa “impunidad” tiene en el discurso del oficialismo, más lejos de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y más cerca de los acuerdos económicos e ideológicos de los funcionarios que componen al Gobierno. “Hoy no es la pelea de los militares por la impunidad sino la pelea de los hijos y los nietos de los militares, de los hijos y los nietos de civiles que apoyaron a la dictadura, por el significado de aquella lucha previa”, apostó.
–¿Qué significa el pedido de reconciliación que realizó Massot?
–Lo primero que hay que decir es que la reconciliación es un concepto que cada actor cargó y carga de significado según los usos concretos que le dieron y dan en cada coyuntura. Hoy, después de los indultos, la reconciliación es impunidad y no hay manera de cambiarle el sentido al término. No siempre significó impunidad, pero en la actualidad no hay forma de que signifique otra cosa. Ya nadie está dispuesto a disputar su significado como forma de reclamar justicia en relación a las violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura.
–¿Cuáles fueron esos diferentes significados de la reconciliación y como se llegó a cristalizar en impunidad?
–En 1983, días antes del Documento Final de la Junta militar, los obispos publican “En la hora actual del país”, en el que plantean a la reconciliación como una especie de sacramento que implica el reconocimiento de los errores, el arrepentimiento, el propósito de no volver a cometerlos, la reparación si fuera posible. No definen cuál sería ese “pecado”, quién sería el “pecador”. Cada quien, entonces, miró para donde le convino. En su Documento Final la dictadura aseguró que los guerrilleros debían pedir la reconciliación por sus pecados. Al mismo tiempo, (Raúl) Alfonsín rechazó el Documento Final por no adecuarse a la reconciliación, al plantear que los militares no se habían arrepentido de “sus pecados”. Muchos organismos de derechos humanos también participaron de esta discusión. Cada sector cargó del sentido que quiso o pudo al término. Ninguno se preguntó por qué tenían que hacer lo que decían los obispos, que callaron los crímenes en los centros de detención. Ese fue el gran triunfo de la Iglesia. Después del Punto Final y la Obediencia Debida; después de los indultos, los organismos de derechos humanos terminaron por rechazar de plano el término. Entonces quedó cristalizado: no hubo ya forma de identificar la reconciliación con “verdad y justicia” porque quedó demasiado pegado a la idea de impunidad, donde permanece hoy.
–¿Cree que en la voz de Massot, el oficialismo está buscando impunidad para los genocidas?
–No sé. No vislumbro las puertas hacia una futura batalla jurídica para pedir la amnistía o el indulto. Lo que veo es que el término está ligado a desactivar políticas de memoria, flexibilizar las condiciones del proceso de juzgamiento, establecer ciertos límites a la justicia que ha costado tanto conseguir. Las prisiones domiciliarias van en ese sentido.
–El 2x1, la habilitación de prisiones domiciliarias, el retorno del Ejército a conmemorar a militares fallecidos en acciones de organizaciones armadas de los 70, las declaraciones negacionistas de altos funcionarios del gobierno de Cambiemos... ¿puede entenderse el uso de la reconciliación como una pieza más del campo semántico oficialista para redefinir lo ocurrido durante la última dictadura cívico-militar?
–El término combina muy bien con el campo semántico sobre el que camina el oficialismo, al que le amplifico los límites. Con el “vamos todos juntos” integra el abanico conceptual que define esta época. Y a pesar de que Massot lo niegue, la maravilla y lo trágico de este concepto es que muestra el peso que sigue teniendo el discurso religioso sobre el discurso político.
–Massot pone como ejemplo el proceso de reconciliación de Sudáfrica para “cerrar” el capítulo...
–Es interesante analizar la oposición que se hace entre “historia” o “memoria” y “presente”. Esa idea de que el pasado es algo que termina en un momento, de que el presente no tiene nada que ver con ese pasado, de que no tiene por qué responder por él, es una lectura muy conservadora. Es muy triste. No hay lugar para pensar que el pasado forme parte del presente, a pesar de que lo dicen funcionarios que, como Massot, están vinculados ideológicamente o por lazos familiares con ese pasado. El proceso de Sudáfrica es muy diferente al de Argentina. La Comisión de Verdad y Reconciliación tuvo que optar entre verdad y justicia. A un torturador que contaba a quién torturó, dónde, cuándo, con quién, le garantizaban la amnistía. El hecho de nombrar una reconciliación a la sudafricana es sugerir un ordenamiento en el cual la justicia lleve las de perder.
–¿Es volver a la impunidad de los 90?
–El panorama político es muy diferente. Veo una redefinición de la lectura y del tratamiento de los hechos pero no vinculado a una presión de los sectores militares, sino a un discurso de compromisos ideológicos y económicos de la gente que compone este gobierno. Massot es miembro de la familia Massot, propietaria del diario La Nueva Provincia y vinculada con delitos de lesa humanidad. Estamos en un nuevo momento de sedimentación ideológica. Hoy no es la pelea de los militares por la impunidad sino la pelea de los hijos y los nietos de los militares y civiles que apoyaron a la dictadura por el significado de la lucha previa.
–¿Qué significado le quisieran dar?
–A primera vista, el que plantea los hechos como una guerra sucia, que ofrece la lectura de la teoría de los dos demonios, pero intuyo que esa es una lectura simplista que requiere una profundización. Siento que hay algo que se nos está escapando.