"Los bondis siguen demorando lo suficiente para conocerte con alguien", escribe Marianela Luna en su primer libro, 112, publicado en una edición artesanal de tapa dura entelada y marmolada por el sello independiente local Casagrande a fines de 2017. El número del título es el de una línea de transporte público urbano local que atraviesa la ciudad de Rosario de punta a punta. Los ocho relatos reunidos se leen como capítulos de una novela: sería más apropiado decir que se trata de una novela, más específicamente una novela de iniciación (lo típico de una primera novela) pero los lectores van encontrando de a poco las conexiones entre relato y relato; la forma fragmentada va decantando en un todo coherente de la misma forma en que una vida cobra sentido.
Nacida en 1988, gestora de slams de poesía y figura local clave del "activismo poético" (término acuñado por Ben Bollig para hablar de la poesía argentina de este siglo), Marianela Luna escribe desde niña. De esa niñez habla poco en el libro, donde comienza a contar su vida desde los 10 años: el comienzo de la pubertad. La saga sigue no sólo una línea de tiempo en orden cronológico (cerrándose con la ruptura con su segundo novio) sino que además se ordena siguiendo las paradas del 112, que "después de las 10 de la noche para en todos lados".
Obra autobiográfica, 112 se puede pensar con aquella categoría que Josefina Ludmer designó como "literatura post‑autónoma", revisando el ideal moderno de la autonomía de la obra de arte postulado en el siglo veinte por Theodor Adorno. Baste con decir que una obra autónoma se cierra en su propia burbuja, lo cual para Adorno era la condición de que pudiera hablar del mundo. Pero no: después de la autonomía vino la literatura post‑autónoma, que porta las marcas de la realidad como tatuajes, que se mezcla con ella como con una multitud en pleno pogo.
El de 112 es un realismo situado, localizado con precisión, para leer con el mapa interactivo al lado; si es el de las paradas del 112, mejor. El recorrido de esa línea enhebra como un hilo rojo todos los relatos del libro. Pero además ocho de sus paradas sirven de título a los capítulos. Hay que vivir en una ciudad para conocer sus códigos geográficos sociales: qué significa ser del centro o de la periferia. Los cuatro puntos cardinales están representados en esta cartografía. El recorrido del 112 es el arabesco que le sirve a la autora para dar consistencia al relato de una vida signado por cambios bruscos, no solamente los esperables en la adolescencia y juventud sino además un cambio de clase y de barrio, debido al ascenso social de la madre que se casa. Con el padrastro vienen juntos la holgura y el desarraigo.
Soporte el distendido lector veraniego una sola referencia académica más: nombremos el "giro autobiográfico" de Alberto Giordano, y ya cae armado un borrador de ponencia para ir craneando con tiempo (marco teórico incluido), a lucir el día en que la Escuela de Letras de la UNR vuelva a ocuparse de la literatura de Rosario. ¿Por qué no?
Desde los peripatéticos personajes de Juan José Saer que deambulan por "la ciudad" (Santa Fe), hasta la guía literaria Rosario ilustrada (EMR, 2004), o aquel bello experimento de crónicas a cuatro manos titulado 40 esquinas de Rosario (Matías Piccolo, Ernesto Inouye, Agustín Alzari y Bernardo Orge, 2014), la idea de una literatura situada no es extraña a la producción ni a la investigación literarias de y por autores de la región. Luna se inscribe en esa tradición desde un lugar excéntrico, histriónico, calculadamente salvaje, rico en un humor satírico, capaz de reírse (¡sin cinismo!) de sí misma y de todo.
Su prosa va asestando frases con el triple filo filosófico, político y estético de un ingenio dolorosamente lúcido, un compromiso íntegro con la causa del feminismo y un estilo literario que brilla por su elegancia. Elegancia en el mejor sentido, no el clasista burgués sino el lógico matemático: elegancia como belleza de la forma que surge de una máxima concisión. Y que se les anima a las palabras de la calle, de la vida y la noche. Una elegancia punk rock que no teme ser vulgar. Una aristocracia del espíritu labrada en el barro de los arrabales. Una voz que respalda su desparpajo de monólogo de stand‑up en la construcción de una imagen de autora que es un trabajo cotidiano de tiempo completo, a través de las redes sociales.
Marianela Luna es una escritora de estos tiempos sin literatura, sin literatura porque el estilete del estilo literario se bate a duelo de arma blanca en cada chat, en cada twit, en cada video, pero sobre todo cada vez que la performer enciende el micrófono en un escenario.
Autora de la "oralitura", Luna sube su voz a las redes y le pone su imagen. El simple acto de comer un melón "en mi departamento. Con sombrero. Porque puedo" constituye un sketch cómico de un minuto que suma un capítulo al autoparódico "Diario de una ortiba en verano sin vacaciones". Es obvio (una entrevista off the record lo confirma) que viene muy fogueada en las lides del fenómeno blogger, que tuvo su auge hace una década o más. Como toda buena bloguera literaria, Marianela Luna es tataranieta lejana de las causeries de Mansilla y las comedias de Oscar Wilde, o sobrina cercana de Miguel Brascó y de María Moreno: una escritura menor, ligera, dandy, poco amiga de la tapa dura y más afín a la inmediatez de la columna firmada en la revista o el diario. Una letra nada solemne pero no por eso menos seria, veloz como el día a día y consciente de la propia fragilidad. Nada más trágico que lo cómico y efímero: la acróbata rica solo en oficio, danzando sin red.
Si algo puede decirse en contra (a favor, en verdad) de 112 es que tendría que haber salido 10 años antes. Su tono es fiel al de la voz de la autora en su registro oral, un tono bien en presente; pero su construcción de lo cotidiano se cuida muy bien de no rebasar los límites de un realismo que vuelve relevante lo banal, un realismo que tuvo su apogeo en el 2007 del giro autobiográfico y el boom de los blogs. La épica de esta novela es la de la adaptación, la adecuación del yo infantil al mundo de los adultos jóvenes a medida que aquella chica (la narradora) va mutando. La densidad trash de una época está presente a través de marcas y otros nombres propios. No hay líneas de fuga hacia lo fantástico. Pero a un primer libro no se le puede pedir más. Si se lo compara con la producción de Luna en otros formatos, no hay en el libro tanto riesgo ni tanta audacia (aunque abundan en él, el riesgo y la audacia). No obstante, si se lo sitúa en el contexto de lo que se está produciendo en Rosario, resulta una obra de vanguardia.
Las estaciones de este vía crucis (que no carece de momentos felices) son, no necesariamente en ese orden, estas paradas del 112: España y Juan Canals (España al 4400, barrio Matheu, zona sur, rumbo sur); Italia y Ameghino (a tres cuadras de ahí pero con rumbo norte, Italia al 4300); Almafuerte y Alberdi (norte, desde donde se lanza el rito iniciático del coraje, volver sola a las cuatro de la mañana); la céntrica de Sarmiento y Córdoba; el noroeste representado por Constitución y Catamarca, y una recurrencia fatal en torno a República de la Sexta (Maipú y Ocampo, Sarmiento y Ocampo, Laprida y Viamonte).
De la inocente confusión entre Juan Canals y Canal 5, se salta a un comienzo como este: "El día que vi un pene por primera vez tenía diez años y muchísimo miedo". Pronto la niña muta en "la nueva piba del punk" con la complicidad afectuosa de sus amigas. "Las lindas", sin embargo, "siempre fueron las otras". La educación sentimental es un viaje a la Florida en el 112: "Podíamos pasar horas hablando y por un año lo hicimos en plural". El consuelo de un compañero de trabajo tras la separación se transforma en un infierno grotesco al que pone fin la mudanza de él a bordo del 112 con una valija prestada. ¿Fin?
"Confiada pero muy lentamente, le bajé le brazo y le quité el revólver. Pesaba mucho más de lo que creía, igual que mis palabras".
Estas palabras dicen más de lo que cuentan. Evocan a tantas mujeres cuyos asesinos silenciaron. Los relatos de Marianela Luna son un arma cargada de futuro por una vida sin violencias, una vida en igualdad.