El último que apagó la luz transformó lo “menor” en un arte mayor. Lo cómico, tan menospreciado en el poema como en la narración, es la esencia expresiva de lo humano. El poeta más longevo de América Latina que no tenía “apuro por desaparecer del mapa”, como él mismo ironizó, murió ayer a los 103 años en su casa del balneario de Las Cruces, en la región de Valparaíso. La poesía de Nicanor Parra, uno de los grandes renovadores del siglo XX, resistirá a la embestida hagiográfica de homenajes y reconocimientos. A pesar del exceso de comulgantes de un credo que en un pasado no tan lejano cosechaba más disidentes que devotos, no hay bendición ni institucionalización que pueda extirpar lo subversivo de su “antipoesía”. Como si hubiese desa- rrollado un ácido desacralizador que neutraliza el riesgo de convertir en paradigma de la corrección poética y política una propuesta que nunca sería cabalmente asimilada por el sistema. Refractario a toda parafernalia protocolar, el poeta de cabellera despeinada, que bajó la poesía del pedestal culto y refinado para aproximarla al barro de la palabra hablada, la crónica periodística, el sermón religioso o el pregón del vendedor ambulante, jugó sus barajas entre lo serio y lo carnavalesco, entre la risa del bufón obstinado y la elegante melancolía del príncipe. El gobierno de Chile decretó dos días de duelo nacional para despedir al Premio Cervantes.
“El que sea valiente que siga a Parra –planteó Roberto Bolaño en uno de los textos de Entre paréntesis–. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza. Sobre el dolor y la soledad sí que escribe; sobre los desafíos inútiles y necesarios; sobre las palabras condenadas a disgregarse así como también la tribu está condenada a disgregarse. Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado”. Esa alta tensión estalla en las pupilas de sus lectores. No hay poema que no genere un espasmo. Viene a la mente “La seriedad con el ceño fruncido”: “Es una seriedad de solterona./ La seriedad con el ceño fruncido/ es una seriedad de juez de letras./ La seriedad con el ceño fruncido/ es una seriedad de cura párroco/ La verdadera seriedad es otra:/ la seriedad de Kafka,/ la seriedad de Carlitos Chaplin,/ la seriedad de Chejov,/ la seriedad del autor del Quijote,/ la seriedad del hombre de gafas/ (Érase un hombre a una nariz pegado/ Érase una nariz superlativa)/ la seriedad del hombre de gafas/ Yo sostengo y defiendo/ La seriedad del Cuerpo de Bomberos,/ La seriedad de la Iglesia Católica,/ La seriedad de las Fuerzas Armadas/ (Érase un hombre a una nariz pegado/ Érase una nariz superlativa),/ La seriedad de la Bomba de Hidrógeno,/ La seriedad del presidente Kennedy,/ La seriedad del frac/ es una seriedad de panteonero:/ La verdadera seriedad es cómica”.
El ideólogo de la “antipoesía” nació el 5 de septiembre de 1914 en San Fabián de Alico. Su padre fue un carismático maestro de escuela y su madre una campesina que le inoculó el virus por las coplas. Parra estudió Matemática y Física en la Universidad de Chile y en la década del ‘40 decidió viajar a Estados Unidos para estudiar Mecánica Avanzada y después Cosmología en Oxford. Primero influido por Federico García y Walt Whitman en su exploración hacia una poesía con la oreja puesta en la calle, el itinerario poético empezó con la publicación de su primer libro: Cancionero sin nombre (1937). Hubo un silencio de casi dos décadas, hasta que volvió al ruedo con Poemas y antipoemas (1954), libro donde, además de revolucionar la manera de entender la poesía en todo el mundo hispanoparlante, Parra despotricaba contra “la poesía del pequeño dios./ La poesía de vaca sagrada”. Algunos han interpretado que los dardos estaban dirigidos al “trío intocable” compuesto por Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha. Esa revolución en la manera de entender la poesía pronto cosecharía elogios del crítico norteamericano Harold Bloom: “Parra nos devuelve una individualidad preocupada por sí misma y por los demás”, precisó Bloom y agregó: “Parra es, incuestionablemente, uno de los mejores poetas de Occidente”. Claro que también hubo juicios severos. “Los antipoemas inspiran lástima y asco”, dijo De Rokha.
“Me parece que el trabajo de un poeta no consiste en hacer empanadas –repetir una empanada igual a la otra—, sino que siempre tiene que estar buscando algo nuevo. El poeta para mí no es un artesano. En esto disiento profundamente del punto de vista de algunos críticos e incluso de algunos filósofos, que han pretendido reducir el trabajo del escritor a una labor de artesanía”, decía Parra, gran admirador, lector y traductor de William Shakespeare. Hamlet fue el personaje shakesperiano que más lo cautivó. “Soy el fantasma de Hamlet”, afirmaba el primer gran poeta chileno que no usó seudónimo, a diferencia de Ricardo Neftalí Reyes (Pablo Neruda), Lucila Godoy Alcayaga (Gabriela Mistral) y Carlos Díaz Loyola (Pablo de Rokha). “Según los doctores de la ley, este libro no debiera publicarse -se lee en Poemas y antipoemas-:/ La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,/ Menos aún la palabra dolor (...)/ Sillas y mesas sí que figuran a granel,/ ¡Ataúdes! ¡Útiles de escritorio! / Lo que me llena de orgullo/ Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos.” Su poesía es un contradiscurso lírico de entonaciones más bien urbanas, donde no habla el nerudiano yo heroico, sino el sujeto moderno, irónico y sarcástico, cuyo monólogo fragmentario tiene la desnudez confesional de una sátira de los usos del habla formalizada.
Nadie como Parra ha sabido utilizar el slogan publicitario y político, la inscripción mural, el aviso luminoso, la sentencia fulminante, el proverbio, el axioma científico, la invectiva de sus “artefactos” visuales y poéticos. En “USA”, por ejemplo, dice: “Donde la libertad/ es una estatua”. Hay muchos más: “La palabrita pueblo/ ya me pone la carne de gallina”. “Cultivar un jardín/ es ponerse la soga al pescuezo/ recomiendo vivir en pedregales”. “La derecha y la izquierda unidas jamás serán vencidas”. “Bien, y ahora quién nos liberará de nuestros liberadores”. Su necesidad de desimpostar la voz, de rasguñar el tono del habla, atraviesa las páginas de La cueca larga (1958), Canciones rusas (1967), Artefactos (1972), Sermones y prédicas del Cristo del Elqui (1977) y Hojas de Parra (1985), entre otros libros. “Durante medio siglo/ la poesía fue/ el paraíso del tonto solemne./ Hasta que vine yo/ y me instalé con mi montaña rusa. /Suban, si les parece. /Claro que yo no respondo si bajan /echando sangre por boca y narices”, se lee en unos versos incluidos en Versos de salón (1962). En la década del 60, Parra fue traducido al inglés en las versiones de Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, William Carlos Williams y Thomas Merton.
“Neruda fue siempre un problema para mí; un desafío, un obstáculo que se ponía en el camino –reconoció Parra a Mario Benedetti, quien lo entrevistó para la revista uruguaya Marcha en 1969, el mismo año en que el “antipoeta” obtuvo el Premio Nacional de Literatura-. Entonces había que pensar las cosas en términos de este monstruo. Más tarde la cosa ha cambiado; hay muchos monstruos. Por una parte hay que eludirlos a todos, y por otra, incorporarlos. Si esta es una poesía anti-Neruda, también es una poesía anti-Vallejo, una poesía anti-Mistral, una poesía anti-todo, pero también resuenan en ella todos estos ecos”. Los premios llegaron con la madurez. En 1991 ganó el entonces llamado Premio de Literatura Juan Rulfo, que concede todos los años la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En 2001 recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y una década después, en 2011, el Premio Cervantes. En la década del ‘70 se granjeó la antipatía de la izquierda chilena cuando tomó el té con la esposa del entonces presidente norteamericano Richard Nixon: “Yo no soy derechista ni izquierdista/ yo simplemente rompo con todo”, escribió en uno de sus “artefactos”. Aunque estuvo mencionado en la ecléctica danza de candidatos al Nobel de Literatura, hay especulaciones y teorías conspirativas para todos los gustos sobre las razones por las que nunca lo obtuvo. Una sostiene que la responsable de clausurar el camino al Nobel fue la sueca Sun Axelsson, una amante “despechada” que tuvo Parra, a quien le habría ocultado que estaba casado.
“Parra ha conseguido sobrevivir –subrayó Bolaño–. No es gran cosa, pero algo es. No han podido con él ni la izquierda chilena de convicciones profundamente derechistas ni la derecha chilena neonazi y ahora desmemoriada. No han podido con él la izquierda latinoamericana neoestalinista ni la derecha latinoamericana ahora globalizada y hasta hace poco cómplice silenciosa de la represión y el genocidio. No han podido con él ni los mediocres profesores latinoamericanos que pululan por los campus de las universidades norteamericanas ni los zombis que pasean por la aldea de Santiago. Ni siquiera los seguidores de Parra han podido con Parra. Es más, yo diría, llevado seguramente por el entusiasmo, que no sólo Parra, sino también sus hermanos, con Violeta a la cabeza, y sus rabelaisianos padres, han llevado a la práctica una de las máximas ambiciones de la poesía de todos los tiempos: joderle la paciencia al público”.
El propio Nicanor redactó un “Epitafio” posible: “Fui lo que fui: una mezcla/ De vinagre y de aceite de comer/ ¡Un embutido de ángel y bestia!”.