Decidí volver a la ciudad para tratar de arreglar las cosas con mi mujer. Me había ido dando un portazo, como enojado, para ocultar que estaba totalmente enamorado de una pendeja que me tenía loco y que me dejó loco también cuando se fue. Hasta tantear la situación no podía pedirle que me recibiera en nuestra casa, la que había dejado tan convencido, por otra parte. Así que le pedí a Raúl que me diera asilo por unos días, hasta el retorno. Tanta confianza, así, me tenía. El no tuvo ningún problema, al contrario, me recibió con alegría y la primera noche la pasamos riendo, recordando los días de caravana, y tomando unos vinos. Al segundo día todo cambió, como es inevitable que suceda en esta vida que imaginamos programada. A Raúl le avisaron que su madre había muerto. Tenía que viajar, y sus hermanas le pidieron que dispusiera del tiempo suficiente como para quedarse y arreglar todo lo que fuera necesario. Cuando se fue lo vi bastante pálido. Es lógico pensé, aunque no visitara muy seguido a su madre, era su madre, y al final las madres son las madres.

Raúl siempre fue un tipo raro. Por un lado un misántropo que huía de la gente y por el otro un desesperado sufriente de la soledad. Después de pensarlo un poco me dije que quizá eso no era una contradicción. Como fuera, esta vez lo había encontrado mejor. Creo que fue por el canario. Se había comprado un canario. Al que alimentaba, cuidaba, y hasta le hablaba como si fuera una persona. Lo había llamado "Piqui", porque decía que tenía un pico hermoso, que a decir verdad yo veía como cualquier pico de cualquier otro canario. Bueno, pero así somos, todo lo que es nuestro siempre lo vemos especial. Especialmente bueno o especialmente malo. Pero diferente. Igual no dejaba de sorprenderme al ver a Raúl extasiado con el canto de su pájaro. Parado al lado de la jaula ponía esa cara de arrobamiento místico que uno solo imagina en Sor Juana Inés de la Cruz. Como sea, cuando Raúl estaba haciendo la valija estuvo pidiéndome por más de una hora que cuidara bien a su Piqui. Recomendaciones, consejos, aclaraciones, ruegos. Hubo de todo. Hasta llegó a decirme que mi llegada a su casa la había organizado la fuerza del universo para que su pájaro no se quedara solo. No le dije nada, pero ni vale la pena aclarar que me sentí como un pequeño insecto al lado de su gran Piqui. Me explicó, sobre todo, que al bicho no le gustaba la soledad. Que la sufría y que era necesario que le hablara un poco todos los días. Pensé que en ese sentido Raúl y Piqui se parecían bastante, pero no se lo dije.

Cuando Raúl cerró la puerta y se fue en un taxi tan negro como la noche sin luna que nos cubría, no dejé de sentirme aliviado. Eso de tener al lado a un reciente huérfano que le habla a su canario no paraba de molestarme en un lugar indefinido que no lograba localizar.

Ni bien se fue llamé a Daniela y le propuse que habláramos. Me dijo que me esperaba en su, nuestra, casa a las ocho. Supe que tenía un tramo del terreno ganado, y lo confirmé más tarde cuando, después de un rosario de palabras, lágrimas y pesares, vino el momento de compartir la cama. Que fue como antes, no, mejor que antes en realidad, porque siempre el condimento de la reconciliación lo hace más intenso, aunque uno intuya que, más tarde o más temprano, avanzará de nuevo el gris. En fin, lo importante para esta historia es que Daniela me pidió o, a decir verdad, me dio autorización para que vuelva a vivir a nuestra, su, casa. Me puse contento, pero no dejé de preocuparme. Contento porque esa vida de trashumante ya me había cansado y necesitaba, de alguna manera, anclar. Y preocupado porque tendría que incumplir el compromiso con Raúl, y con su Piqui. La solución la encontré con lo que es habitual en mi vida que la encuentre: la cibernética. Si yo tenía que echarle un ojo a Piqui, por qué no echárselo con una cámara. Aprovechando los adelantos de los satélites y mi profesión que a su manejo se dedica, instalé un dispositivo especial que me permitía ver a Piqui cuantas veces quisiera, sin estar allí. Incluso monitorear cuando su comida estuviera por acabarse para darme un salto y rellenarle las bandejitas con alimento y agua. No fue difícil y me sentí un genio, resolviendo la cuestión con tanta facilidad.

El problema apareció al segundo día. Cuando sintonicé la cámara para echarle ese ojo a Piqui, me di cuenta que al canario le faltaba un ala. Quedé consternado y llegué en un santiamén a la casa de Raúl. Pero la jaula estaba igual: cerrada, como la había dejado, la comida y el agua completas. Nada había cambiado, solo el ala que no estaba por ningún lado. Descartando la entrada de cualquier animal que lo hubiera atacado, y la magia en la que, excepto en raras ocasiones, he decidido no creer, lo único que pude deducir fue que el pájaro se había comido su propia ala. Y no sería por hambre, no, porque su comida estaba intacta. Pensé que tal vez fuera una manifestación de la tristeza que le producía la falta de Raúl, pero lo negué con rapidez. Comenzaba a parecer un loco irracional como era mi amigo con su pájaro. Se me ocurrió de inmediato  llevármelo a casa para tenerlo cerca y vigilarlo, pero, de todas las mujeres que andan por el mundo yo fui a elegir una que padece de ornitofobia, por lo que eso se hacía definitivamente imposible. Volví a casa preocupado, pero también pensando que no tenía sentido gastar pensamientos en algo tan pequeño como un canario.

Sin embargo al otro día cuando sintonicé la imagen de Piqui ya le faltaba la otra ala, y una pata. Para tener una idea: era un bicho, un pajarito color amarillo limón, con las plumas medio pinchudas y algunas pegadas al cuerpo como si estuviera mojado, con dos ojos oscuros, brillantes como de vidrio, y casi imperceptibles. Con dos agujeros medio pelados, sin plumas, en los laterales del cuerpo; y encima ahora, por la falta de su pata, un poco inclinado hacia el costado izquierdo. Un espanto. No, no puede ser, dije, e hice lo que se suele hacer en los casos de preocupación extrema: relativizar, naturalizar. En definitiva: negar. Y con un "habré visto mal" me tranquilicé y juré que al otro día pasaría por la casa de Raúl a darle un poco de charla al Piqui, junto con su comida y el agua. Y fue así nomás, a primera hora de la mañana ya estaba ahí, pero al poner la llave en la cerradura supe que algo no andaba bien. No sé por qué, pero son esas cosas que uno ve con otra parte de su cuerpo que no son los ojos. Como si la realidad se adelantara antes de ser real. Habrá sido por eso que fui hasta el jardín de invierno como pisando huevos. Con miedo. Auténtico y apestoso miedo. Y ahí estaba, confirmando lo esperado. Mejor dicho no estaba. No estaba el Piqui. No había nada ni nadie en la jaula. Vacía. Solo la comida y el agua sin tocar, y en un costado, casi sin poder ser advertido, había un pequeño pico. El pico del Piqui. Solo eso había quedado de él.

Me senté derrotado en el primer sillón que encontré tratando de explicar con la razón eso que había visto. En ese momento escuché la puerta de calle y en unos segundos vi a Raúl parado junto a mí. Mirándome, como pidiendo explicaciones. No sé, le dije, no sé dónde está, se fue, desapareció, te juro que no entiendo. Entonces miró la jaula, me miró a mí, volvió a mirar la jaula y me dijo: Te repetí mil veces que no soportaba la soledad. Lo abandonaste. Te fuiste de casa, ¿no? Ante mi silencio culpable siguió: no le dejaste más opción que quedarse con él mismo. Y empezó a llorar.

Cuando me fui de su casa, lo dejé durmiendo y convencido de que lloraba más por la muerte de su madre que por la desaparición de Piqui. Y me consolé pensando que ya se le iba a pasar, que al día siguiente le compraría otro canario, y mucho más lindo que el desaparecido Piqui.

Al otro día lo urgente tapó lo importante, como suele pasar. Una discusión medio salvaje con Daniela me hizo olvidar totalmente a mi amigo y su canario. A la noche, tarde, me acordé que la cámara todavía estaba conectada. Sería bueno dar una mirada antes de llamar a Raúl para ver como está, pensé, por si ya está dormido.

Abrir la cámara y gritar fue el mismo acto: ahí estaban las pantuflas de Raúl, su pantalón pijama arrollado sobre sí mismo haciendo un bulto en el piso, pero sin ningún cuerpo adentro. Y al costado, casi sin poder ser advertida, una mandíbula con todos sus dientes.