Alguien –para utilizar términos apropiados, la memoria resulta complicada– lo tiró en algún momento del martes en su muro: llegó un día en que Facebook alteró su rutina y se llenó de Luis Alberto Spinetta, fotos, frases, clips, canciones. Y cualquier cosa que tenga que ver con el Flaco hace bien. El 23 de enero es el natalicio de Luis, pero desde hace dos años es también el Día Nacional del Músico, algo que (pese a alguna protesta expresada en su momento) suena a justicia. Para el Flaco el único norte fue su música y su poesía. Ni el marketing ni la conveniencia torcieron sus instintos, una tozudez comprobable en aquel célebre episodio de la “pérdida” del dibujo original para la tapa de Almendra que resolvió haciéndolo de nuevo, o en la decisión de no editar el disco de los Socios del Desierto hasta que la compañía no se aviniera a lanzarlo como él quería, en formato doble.

Spinetta fue una guía y una luz para el rock argentino, pero también un tipo que se acostumbró a aglutinar a su alrededor músicos extraordinarios, y dejarlos brillar. No cabía duda de quién era el motor de sus proyectos, pero en su concepción del arte siempre hubo espacio al reconocimiento de sus aliados, al elogio expreso, a asignarles un rol esencial en la búsqueda de la mejor carnadura para sus canciones.

Por eso, por esa hermandad forjada en el altar de la creación artística, es que la Ciudad Cultural Konex se convirtió en la noche del 23 en escenario ideal para encauzar semejante torrente de magia. La lluvia de la tarde amenazó con tener que postergar todo una semana, pero quizá los ruegos del público que agotó las entradas y de los mismos músicos que con todo amor planearon, armaron y ensayaron El Marcapiel hicieron el milagrito de espantar a las nubes. Todos formaron parte, de un modo u otro, del universo de Luis. Todos tenían lo necesario para que no fuera una banda de covers o un encuentro vano. La lista, como puede verse en estas páginas, impresionaba. Pero no hubo allí cuestiones de cartel ni figuraciones egoístas: a los participantes se los veía desbordados de orgullo y agradecimiento por participar de la celebración de una obra única, inoxidable, eterna. Un rito paradójicamente sin lugar a la nostalgia, porque esas canciones, vertebradas por los mismos tipos que las tocaron tantas veces, fueron una expresión sin tiempo.

Para quienes crecimos haciéndonos mejores con la obra de Luis, con tantos discos y tantas presencias en sus shows, El Marcapiel era (como aquella velada inolvidable de 2015 en el Centro Cultural Kirchner) un desafío. ¿Cómo no sentir el enorme agujero de su ausencia, si encima lo que sonaba –lógicamente, teniendo en cuenta quiénes tocaban– era igual a tantas veces? ¿Cómo combatir la tristeza de buscarlo y no encontrarlo en medio de ese sonido y esas melodías tan conocidas?

Pero ya lo dijo Luis: quién resistirá cuando el arte ataque. Lo que primó fue el poder de las canciones, poder cantar junto a Goldín que todo gigante muere cansado de que lo observen los de afuera y desgarrarse con el grito de “No tengo más Dios”, o emocionarse con las leves instrucciones en la voz de Emilio, el Lebon de pura dulzura en “Laura va”, el durazno y la era de uranio según Machi, poder escuchar esa “Iris” de Los Amigo inédita en vivo, la paz nocturna contagiada por Ferrón en “Es la medianoche”, el viaje en el tiempo de “Hoy todo el hielo en la ciudad” o Rodolfo dándole palos a la batería en “Ana no duerme”. 

El tiempo detenido por completo con una multitud cantando “Quedándote o yéndote” bajo las estrellas, cuando ya nadie más se aguantó las ganas de llorar. Al cabo, las lágrimas estaban lavando las heridas del alma. 

Nunca vamos a dejar de extrañar a Luis Alberto, el Flaco, el tipo que nos hizo, nos hace, nos seguirá haciendo mejores. La ausencia sigue doliendo, pero las canciones permanecen. Toda la música que cuelga suena por nosotros. Todo es armonía. Y está bien.