“Porque solo tenemos lo que sabemos que debemos perder” decía Ursula hablando de la vida y de la muerte, olas que el mar pierde. ¿Pierde? Quién sabe en qué otro ondeo andan dando saltos si de Ursula en marea se trata. Ursula K Le Guin murió en la tarde del lunes 22 de enero en su casa, en Portland, Oregón. Tenía 88 años. Su hijo Theo compartió duelo un día después. Dijo que aún desconocían las causas, que su mamá había padecido algunos problemas cardíacos y quizás había sufrido un ataque al corazón. “Su mente se mantuvo aguda hasta el último momento (…  ) nunca dejó de escribir (...) incluso se sorprendía a sí misma escribiendo historias hasta hace unos dos meses” dijo. La noticia en Twitter, con una foto de Ursula usando un sombrero, sumó lágrimas a los deseos de eternidad: “Buena suerte en la galaxia” fue el de Stephen King pensando en otras mareas sin calma. Nada triste el pie del universo en que se apoye a partir de ahora mientras el literario se sacude aturdido con su muerte. Los primeros recuerdos citan a la saga Terramar y a la revolucionaria novela de ciencia ficción La mano izquierda de la oscuridad. Después y sin demora, aparecen El nombre del mundo es Bosque, Los desposeídos, La rueda celeste, Las llaves del aire (Ursula sabía titular). Cuando la lista es larga y se olvida nombrar a El mundo de Rocannon (la historia del viaje de un científico a un mundo de seres inteligentes y que no será sino después su universo literario, el universo Hainish, el universo Ekimen, el universo de las civilizaciones ancestrales que desde la voz escrita de Ursula le auguran larga vida a los textos antropológicos que leía su padre y a la literatura romance de la Edad Media y el Renacimiento de su tesis de maestría) aparecen los reconocimientos institucionales, y si de distinciones se trata, entonces la memoria nombra a los premios Hugo, Nébula y a la “credencial” de Gran Maestra (fue la primera mujer en recibirla) entregada por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA).

Su mamá era escritora (Theodora Kroeber) y su papá antropólogo (Alfred Kroeber) y tenía once años cuando una revista de ciencia ficción le dijo no a uno de sus relatos. No parece haberse distraído con el rechazo. Años académicos en los Estados Unidos (Harvard, Columbia) y en Francia (con beca Fulbrignt incluida y un casamiento galo: se casó con Charles Le Guin en 1953) resumen los años previos, después solo fue literatura. Poesía, libros para niñxs, traducciones (poemas de Gabriela Mistral y el Tao Te Ching de Lao Tse, para citar apenas dos de sus elegidas) y una serie de relatos que las revistas de ciencia ficción ahora –avísenle a la nena de once– publicaban embelesadas y que después el mundo editorial los recopiló en La rosa de los vientos, Un pescador del mar interior, Cuatro caminos hacia el perdón y El cumpleaños del mundo y otros relatos, son algunos nombres imprescindibles en la lista de su obra. Malafrena, agrega una lectora que entre obituarios en red la llora recordando que fue el primer libro que leyó de ella –las razones de prioridad siempre son un misterio–. Un lago limpio y las siluetas proyectadas de un imperio industrializado arman un planeta, un planeta Le Guin. Sí, lo primero fue un lago y más importante que el reflejo (esa indiferente nitidez) era lo que contenía, Malafrena, repite, y la suma a la lista.  

Le Guin empujaba los límites, razones de sabiduría y elegancia rebelde. A fines de los años ochenta se negó a formar parte de una antología en la que no aparecían escritoras mujeres: caballeros guárdense el club y el vestuario que yo con ustedes no tengo nada que hacer, simplemente no pertenezco, les dijo –palabras más palabras menos–  recuperando aquellas otras dichas en otro discurso volcánico: “Cuando las mujeres hablan de verdad, hablan de manera subversiva: no pueden evitarlo (…) Cuando las mujeres ofrecemos nuestra experiencia todos los mapas cambian. Hay nuevas montañas. Eso es lo que quiero, oírte entrar en erupción.”                                                                       La lucha también la tenía en primera fila cuando defendía a los escritorxs de ciencia ficción y fantasía “que fueron excluidos de la literatura durante tanto tiempo ... y que durante los últimos 50 años vieron las hermosas recompensas solo para los llamados realistas” y cuando veía que las productoras de cine y televisión elegían a hombres blancos para protagonizar las historias de sus libros, “la mayoría de los personajes en mis libros de ciencia ficción no son blancos, están mezclados; son arco iris (…) mi combinación de colores fue consciente y deliberada desde el principio”,  decía mientras Donald Trump recibía lo suyo.    

“Leemos libros para descubrir quiénes somos”, era una de sus frases favoritas y volvía a usarla cuando le preguntaban si Harry Potter estaba inspirado en Gavilán, el mago Ged, su personaje de Terramar  (los franceses a estas horas anuncian su muerte como la muerte de la abuela de Harry Potter), “yo no cree la idea de una escuela de magos, eso lo hizo antes y en una sola línea T.H. White”,  respondía Ursula mientras recordaba su propio homenaje a Philip K.. Dick y aseguraba que “un libro no es único, y no es efímero. Dura. Es confiable. Si un libro te contó algo cuando tenías 15 años, te lo volverá a decir cuando tengas 50 años, aunque puedes entenderlo de manera tan diferente que parece que estás leyendo un libro completamente nuevo.” 

Por cada paso –ying, yang– una imagen prolongada. Como muchos de la misma especie, J.R.R. Tolkien, Lin Carter, J. K. Rowling, la materia y la consistencia del futuro, es el pasado: los romances medievales, las baladas escocesas. En gran medida Ursula fue la culpable de una conclusión verdadera que acaso la divulgación haya vulnerado: la especie humana es un mito vulgar, las civilizaciones que nos rodean no la consideran así, la superioridad es tolerante y magnánima. Ella, mientras tanto, contestaba las cartas que sus lectores le mandaban, leía en voz alta sus libros preferidos, reconocía que su feminismo había sido lento y tardío: “escribí como el resto, así es como las historias de héroes funcionan; son historias sobre hombres (…)  no le puse nombre a algunos personajes femeninos (…) el cambió empezó recién en La mano izquierda de la oscuridad y aún así me arrepiento de la implicación que la sexualidad ha de ser heterosexual”, hablaba siempre de lecturas e historias nuevas y miraba a su interlocutora con la misma mirada con la que mira a cámara en la foto de despedida que su familia eligió para anunciar su muerte.                       

Ante esos ojos –o por esos ojos– la luz se restablece con aplomo apócrifo, a punto de ser trémulo y a punto de convertir todo en ficción fluctuante salvo que alguien abra alguno de sus libros de inmediato.