Leal a mis contradicciones, a pesar de no creer en las frases hechas, me detengo a leerlas con atención cada vez que las circunstancias me enfrentan con ellas. Para el día del amigo fui víctima de varios refranes. Me quedaron grabadas las siguiente palabras de Mario Sarmiento: "No toda distancia es ausencia, ni todo silencio es olvido". Mucho antes de vivir en el campo, descubrí su silencio en los silencios de mi abuela. Un sólo trayecto, tal vez una huida, tres bocas con hambre envueltas en el flamante duelo de su marido muerto, la llevaron a no regresar ni de visitas a su pueblo natal rodeado de pampa. En cada atardecer se regalaba un tiempo, un cigarro, una mirada a la nada que borraba toda distancia, era su elegida manera de volver sin volver, de abandonarse a los recuerdos, de elevarse con ellos, de alimentarlos con mentiras propias de la memoria. "Si no querés que te mientan, no hagas preguntas. Preguntar es como abrir cajones ajenos o revisar bolsillos del alma. Es normal que el entrevistado se sienta invadido, que se defienda. La mentira suele ser su primer arma", me dijo una tarde mientras repartía las catorce cartas necesarias para jugar chin‑chon. Sus clases diarias eran su forma de entrenarse para las interminables partidas con enganche con las que consumía las noches con amigas tan solas como ella. "Si yo te preguntara por las escaleras que estás formando, ¿vos me las dirías...? Siempre es mejor la observación, mirando las cartas que descartás o aquella que recogés, puedo acercarme a tu verdad, nadie es capaz de escribir mentiras sobre los renglones de una mirada". Lejos de cualquier interrogatorio, ejercía el arte de saber escuchar. Con la excusa de curarse de mal de ojos, torceduras, nervios recalcados y/o encimados y otros males sin atención en hospitales, desfilaban por su casa pacientes que hacían catarsis en una cocina custodiada desde lo alto de un aparador por Ceferino Namuncurá, "un lirio de pureza brotado milagrosamente en el árida Patagonia, un mapuche sabio", según palabras de la curandera. Aseguraba que los males esparcidos por el mundo tenían curación en la naturaleza. "Para cada enfermedad, existe una planta que la cure m'hijo, los antiguos se llevaron la receta a la tumba. Uno hace lo que puede... repitiendo lo poco que le enseñaron", repetía angustiada, sintiéndose parte de un pasado desprestigiado. Para la cura del empacho, los convalecientes podían elegir entre un tratamiento de tres días consecutivos en base a cinta y dieta, o bien optar por la intervención directa de unos fuertes dedos tirando de un cuero empapado en una mezcla de alcohol y talco. Anahí, una vecina curada de pata de cabra a meses de nacida, le preguntó por enésima vez mientras sostenía el extremo de un centímetro contra su panza, "doña Emilia, ¿en serio que usted no sabe quienes son mis padres biológicos?". Sabiendo que la pregunta la ofendía doblemente, la empachada intentó remediarlo con celeridad. "Discúlpeme, se lo ruego, lo que pasa es que estoy desesperada, como nunca antes necesito saber mi verdad... al menos dígame que siente". Después de persignarse tres veces seguidas, señal inequívoca de final de sesión, la adivina la miró dulcemente a los ojos y antes de apretarla en un abrazo le dijo: "Siento que estás embarazada, hija". Con la misma fuerza que amaba a las plantas, odiaba a quienes practicaban el arte del bonsai. Le dolía la crueldad de cortarle la raíz de crecimiento a la víctima, el periódico podado de brotes y hojas, las ridículas bandejas con escasa cantidad de tierra intentando convertir la vida en un adorno. No dudaba en llamar a los viveros que exponían ejemplares de árboles encerrados en macetas, zoológico de vegetales. La tarde que me animé a preguntarle por la veracidad de la historia que se contaba sobre mi abuelo, extrajo desde el fondo de un baúl un poncho rojo atado con una soga gastada, lo desató sobre la mesa dejando a la vista un facón y una taba. "Estos objetos me lo entregaron junto a su cadáver. Murió en su ley, a punta de cuchillo durante un duelo criollo defendiendo las ideas de don Hipólito. Tampoco era amigo de los que cortaban raíces. Decía que el argentino tenía dos abuelos, el antiguo y el gaucho, negados sistemáticamente con el objeto de ser dirigidos por los que bajaron de los barcos. Mi abuela murió la tarde del seis a cero a Perú. Durante dos años deambuló casi perdida por los hogares de sus tres hijos. Sus escasas frases aparentemente incoherentes desde el medio de la niebla generaban tiernas sonrisas. Durante una televisada cadena nacional protagonizada por una brutal junta militar en pleno proceso, sentenció con una voz tan fina como lejana, "son japoneses, nos invaden para fabricar bonsáis". No hay nada mejor que un par de medias azules para obsequiarle a quien no conocemos demasiado. Hace más de diez años, un vecino me regaló un retoño de morera sometido a las milenarias técnicas. Inmediatamente después de agradecer el presente equivocado, quité los alambres que aprisionaban sus ramas y la trasplanté en el fondo de mi casa. La bauticé Anahí, la regué en exceso y esperé paciente el milagro de la vida. En la actualidad descanso bajo su sombra, leo, escribo, disfruto de mis amargos, me endulzo con sus frutos, pero sobretodo festejo en silencio, sin ausencias ni olvidos cada vez que las Abuelas recuperan otro nieto, lo disfruto como una batalla más ganada en la larga lucha contra los enanos mentales de corazón sin sangre, presos en su propia ignorancia, esclavos de su negada impotencia que los obliga a sentirse gigantes podando raíces, injertando odios, reduciendo historias, alambrando sueños... fabricando bonsáis.
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