El cuento por su autor
Cuanto sucede en un barco debe consignarse en el libro de bitácora. Un documento que se ocupan de completar, guardia a guardia, los pilotos. Así mandan las leyes internacionales. Pero hay cantidad de incidentes que jamás podrán ser leídos en las páginas de los libros de bitácora, tan prolijas como insubstanciales, que ya hace mucho tiempo no albergan monstruos, galernas ni abordajes. No están porque no deben enterarse quienes no navegan: propietarios de barcos, aseguradores, autoridades portuarias, prefectos, ministros de la cartera, periodistas de suplementos especializados y demás expertos de tierra firme. Todo eso oculto, silenciado, vivo, es precisamente lo que interesa a las ficciones que se animan al mar abierto.
Suele suceder que de golpe, sin aviso, y en general sin explicación fehaciente, dejen de funcionar los generadores de un buque. Y como a bordo todo, incluidas las bombas que proveen de combustible al motor principal, funciona a electricidad, el buque se detiene y queda a la deriva, a oscuras, sin ningún tipo de instrumental. Hay una expresión inglesa para designar esa pequeña catástrofe: blackout. Mientras no hallemos una traducción igual de certera y expresiva, conviene mantenerla. Un blackout no es un apagón. No se trata sólo de una cuestión electromecánica, sino de una experiencia tan física como metafísica, de una incursión visionaria. El barco flota de otra manera, suena de otra manera. Y quienes van a bordo, también. No busquen blackouts por los libros de bitácora. No viven allí.
Todos los cargueros en los que navegué, al menos una vez por viaje, eran sorprendidos por un blackout. Oportunamente inoportuno, el blackout sabe dejarte a la deriva en medio de una flotilla de pesqueros o con una costa peligrosa a sotavento o en medio de un temporal imposible de imaginar lejos del mar. No se puede contar esa experiencia (no se puede contar la experiencia). Intentarlo vale la pena sin más premio que el intento. Lo que llamamos real es apenas un combustible, la escritura fuego, el relato una señal de humo.
El joven Gonzaga a la deriva por el Golfo de Penas durante un blackout piensa
Por Juan Bautista Duizeide
A Eric Schierloh
nEl Hornero sube y baja, lentamente, con las olas, redondeadas y largas, que lo alcanzan, desde el oeste, después de cruzar miles de millas por mar abierto. Lentamente se va cruzando a la marejada. Empieza, ahora a rolar, lentamente, pero cada vez de manera más pronunciada. A rolar sin rumbo. A rolar con abandono de bestia herida. A rolar. Lenta, lenta, lentamente.
De golpe se apagaron las luces, se detuvieron las máquinas, cesó el estrépito que los acompañaba desde la zarpada. Se disolvió la estela en el mar, lo blanco en lo verde, lo allá en lo acá. Y ahora no funciona la radio, no funciona el radar, no funciona el girocompás. Y rolan. Lentamente rolan. Sin nada que hacer en el puente, salvo mirar hacia afuera y esperar, el joven piloto oye abajo ruido de cosas que ruedan, se caen, golpean, oye risas como gritos y gritos como risas. Sugestiones de la inmensidad venciendo el adentro. Suspiros de brujas y jadeos de santas.
Todo barco es un monasterio y es un manicomio.
Todo barco.
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A lo lejos, arriba y abajo con los bandazos del Hornero, un gris espeso, un tanto más espeso que el de las nubes bajas arrastradas por el viento del oeste, late al filo del horizonte. ¿La península de Taitao?
A lo lejos, arriba, abajo, gris, siempre lejos.
Subió a las puteadas el capitán apenas se empezó a detener el barco. Llegó agitado al puente, manoteó el teléfono para llamar a la sala de máquinas. El joven piloto lo miraba de reojo. Antes de hablar, volvió a colgar el aparato. Sí, qué boludo. Eso dijo el capitán. Como si le contestara el pensamiento al joven piloto. Vaya a buscar al jefe, le gritó al marinero de guardia. No puede acostumbrarse, aunque lleva incontables viajes como capitán de este barco, a que la electricidad se corte de golpe y sin que encuentren una razón. O al menos una buena excusa. No puede acostumbrarse a que no funcione ninguna de las radios, a que los bancos de baterías sean sólo un decorado para zafar de complacientes inspecciones. Cree, lo ha dicho alguna vez, borracho, en el comedor de oficiales, que no hay peor ciego que el sordo. Y además se siente, dicen que dijo, aquella vez, una bestia encerrada en un laberinto de silencio y de negrura. Para colmo, un falso silencio.
Todo barco lleva, desde el momento mismo de su botadura, una carga de oscuridad.
Todo barco.
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Se detuvieron los generadores. Sin aviso. No encontramos... Dice el jefe de máquinas apenas llega al puente, en un resuello lo dice, con el último escalón latiendo, todavía, en la planta de sus pies, latiendo. Eso ya lo sé. Bufa el capitán. Necesito una solución, no una queja.
El joven piloto mira hacia proa. Arreció el viento del oeste, sopla cruzado a una corriente como una larga lengua fría que viene de las islas, que sube del hielo al ecuador pasando por ese golfo, y sortea cada península, cada punta, cada islote, obstinada, constante, desde que el tiempo se mide en miedo.
Crucificado entre el viento y la corriente, el barco mira hacia tierra. Hacia donde se supone que debería estar la tierra. Hacia donde se supone que debe estar el este. Fuera del alcance visual, esa tierra, ese punto cardinal, son una creencia o una superstición. El joven piloto, hace minutos, mira hacia allá. No puede, no puede, no, dejar de mirar y mirar. ¿Hay un edificio inmenso iluminado como en fiesta o revuelta? ¿Hay una cordillera en llamas? ¿Hay un bosque rojo, tan rojo que cualquier fuego sería pálido? ¿Un desfile de gigantes? ¿Una batalla que parece nunca ir a terminar?
Todo barco es una máquina de alterar la percepción de los navegantes.
Todo barco.
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Dejaron de discutir el capitán y el jefe de máquinas. Ya oscurece. En un claro del cielo a salvo de nubes comienzan a dibujarse retazos de constelaciones. Orion. Cetus. Capricornio. Ahora que no discuten, cuentan. Se cuentan. El capitán. El jefe. Por la oscuridad brillan historias de ésas que peregrinan, milla a milla, noche a noche, viaje a viaje, de barco en barco, de época en época. Parapetados en la negrura, sin osar a una palabra, el joven piloto y el marinero de guardia escuchan. El capitán cuenta de un viaje con trigo a Java. Cuenta que tardaron semanas en descargarlo, que llovía y llovía. Y cuando zarparon, desde el muelle decenas de mujeres perfumadas a selva se arrojaban, gritando, al agua resplandeciente y putrefacta. Y también algunos hombres. A los gritos. Más fuerte y más agudo. En una lengua hecha de leves latigazos. Mujeres y hombres tragados por el agua, por el silencio, por la distancia. Termina de contar el capitán y el jefe de máquinas le cuenta de un viaje a Hamburgo, directo desde Buenos Aires, antes de que los barcos de carga dispusieran de radares. Más de dos semanas de niebla cerrada tocando la sirena todo el tiempo, la sirena de niebla, de día y de noche, a cada minuto, más de dos semanas. Y agrega, después de una pausa, que fueron, aquellas, las únicas sirenas que le tocó oír en décadas de mar. Y el capitán, entonces, cuenta de un viaje, durante su primer año de navegación, directo de Santos a Capetown, en lastre. Y recuerda las olas de aquel cruce, color verde, color violeta, color pizarra, fáciles de nombrar, sí, pero de tonos que nunca existieron salvo en aquellas olas. Y luego las olas del Cabo, más altas, todavía, que las del cruce, y varios de la tripulación en la popa, varios que ya no cumplían con ningún trabajo, con ninguna guardia, y pasaban las horas, las horas muertas, rezándole a una virgen de latón oxidado, en la popa, la popa que subía y bajaba con aquellas olas demenciales, en medio de un olor a sal más penetrante que la peste, cuenta y se repite, como las olas, nunca igual.
Todo barco es una máquina de contar historias.
Todo barco.
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Ahí en el puente, a oscuras, en silencio, están el capitán, el jefe de máquinas, el joven piloto, el marinero de guardia. En el comedor, el resto de los marineros. Dejaron hace rato de jugar a las cartas. Dejaron hace rato de hablar. Se miran a la luz de velas que empiezan a menguar. Entre chisporroteos con aroma a pasado. A recuerdos tan falsos como inolvidables. Y abajo, en las máquinas, a la luz de las linternas, el primer oficial de máquinas, y el segundo, y el tercero, y el mecánico, y el electricista, y todos los engrasadores. En lucha. En lucha con lo que no saben. No saben cómo. No saben qué. Y luchan. Encerrados. Ahí abajo. En la sala de máquinas. El jefe les dijo, y se fue, que de ahí no salen hasta que lo arreglen. Y ellos siguen, casi a ciegas, transpirando en esa cueva de acero. Y todo el resto de la tripulación, en otras partes del barco, está encerrado también. Están todos encerrados en ciento treinta metros de acero que limitan con el casi infinito del mar, con el infinito de la voz que habla adentro de cada uno de ellos, más incesante, más inclemente que ningún oleaje. Mientras el barco rola, rola, rola. Se embarcaron para ganar más dinero que los demás, se embarcaron contra la esperanza, contra la desesperanza, por el aburrimiento del mundo, por lo excitante que podría ser andar el mundo. Y ahora rolan, rolan, rolan.
Todo barco es una cárcel de ilusos reclutados por la libertad.
Todo barco.
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Suena cada mínimo sonido del barco ahora que las máquinas no suenan. Suena el agua. Suena el viento. Suena hasta el más ínfimo desplazamiento de cuerpos, de objetos, suenan las ideas como un zumbido, suena todo lo que nunca suena y tenía una voz guardada para un momento como éste. Y suenan las respiraciones de ellos cuatro, ahí, en el puente. Callados. Y el joven piloto piensa: ¿dónde fue aquello, cuándo? Ese hombre que sale de un callejón, a la noche, un hombre al que prácticamente no llega a verle la cara, un hombre al que prácticamente no llega a oírle la voz. Un hombre que sale de un callejón, lo toma de las solapas del abrigo, lo sacude, no sabe si con entusiasmo o desesperación, y le dice algo, le grita algo que no sabe si es una pregunta, un pedido de ayuda, o alguna propuesta de esas propuestas como sólo florecen por los puertos del mundo. Algo con demasiadas consonantes. Y sin esperar, sale corriendo y se pierde en lo hondo de ese callejón por el que apareció. Y el joven piloto piensa: ¿cómo se llamaba aquella muchacha de pelo castaño que le confesó, riéndose, mi segundo nombre es...? ¿Y cuál era aquel nombre? Tenía flequillo y le gustó cómo se reía. Y el tono de su voz, su voz en un idioma que no entendía del todo. ¿Era en Marsella o en Copenhague? ¿O en algún puerto italiano después de la guerra? No puede acordarse. Tampoco se puede olvidar.
Todo barco es una máquina de urdir olvidos, una máquina de tentar memorias.
Todo barco.
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No hay novedades de abajo. ¿Hace cuántas horas que están allá en lucha, en lucha con lo desconocido, a la luz de las linternas, mientras el barco rola y rola y rola? Siguen a la deriva. Hacia el sur van, hacia el sur mirando al este. Si su estima no los engaña. Sin luces, sin radio, sin nada que hacer ahí en el puente. El mar es grande, pero la desgracia es siempre certera. Pusieron luces de emergencia para que los vean desde cualquier barco en navegación por la zona. Luces que saben siempre insuficientes. Así como saben que ahora, sin gobierno, son un obstáculo casi invisible para cualquier barco que pudiera aparecer. Un regalo del peligro.
El mar está vivo, por eso es que se deforma. Crecen horas sin sol, sin horizonte, sin. Se intensifica el viento del oeste, las olas, de tanto en tanto, rompen contra la popa y salpican hasta la caseta de las máquinas con un hervor que oyen desde el puente, y cubre, por un momento, cada ruido, hasta extinguirse en un suspiro de sal. Y vuelven, tímidas, las voces de gente que aún insiste en hablar de tanto en tanto, el golpe de cada cosa que se suelta y rueda y cae con estos rolidos, ahora más acentuados, más veloces, rolidos que hacen difícil estar de pie, de pie como ellos cuatro ahí, en el puente.
Piensa el piloto qué pasará abajo, en las máquinas, cuándo terminarán y volverá a haber luces, rumbo, y un ruido que cubra todos estos ruidos solos, separados, hirientes. Van hacia el sur mirando al este. O eso creen. Y rolan, rolan, rolan. Por la noche del Pacífico, en manos del viento, en manos del agua. A su merced. Pero lo más terrible es cómo suena todo en esta prisión de acero a la deriva, gran caja de resonancia de lo oscuro.
Todo barco es un vacío.
Tarde o temprano, el mar, o el tiempo, lo llenan.
(Muelle Luna Llena,
arroyo Gambado,
invierno 2017)