“Comprendió pronto que la verdadera pelea estaba en la calle, donde los poderosos imponen las reglas generales del destino de los pueblos”, escribió el periodista platense Pablo Morosi en la introducción de Padre Cajade: El santo de los pibes de la calle, biografía del cura militante nacido en Berisso el 2 de mayo de 1950 que desde mediados de los ‘80 y a lo largo de dos décadas encarnó una causa que debiera ser central, la de los derechos elementales de la infancia: comida, techo, afecto, educación, salud. “Siempre buscó comprender el pulso de su tiempo para discernir dónde debía hacer pie en sus luchas y alianzas -señala en el prólogo del libro Ana Cacopardo-. En sus silencios y provocaciones. Por esa razón, Carlos caminó siempre por las cornisas. Y la definición no es mía. Es del propio Cajade y me interesa traerla al inicio de estas líneas, porque no solo es una celebración de sus rebeldías. También explica la fortaleza de su legado: ‘Si algo tengo que agradecerle a Dios es que siguiendo la vocación que tengo, me haya hecho caminar siempre por las cornisas’”.
Como para en principio ubicarlo, aunque casi pueda deducirse: Cajade simpatizaba con Eva Perón, Ernesto Guevara, Camilo Torres, Jerónimo Podestá y Carlos Mugica. Su padre, un trabajador del frigorífico Swift, murió en un accidente cuando él tenía diez; su madre, muy católica practicante, orientó a sus hijos (Carlos era el tercero de cinco hermanos) hacia la parroquia San Miguel Arcángel, en Villa Argüello; ya durante la adolescencia Cajade encaró tareas solidarias en el barrio, con pie en un club, en una biblioteca popular y en el auge del ideario del Concilio Vaticano II, su impronta militante, su trabajo territorial (y el predominio político a tironear sin romper dentro de la Iglesia). Con una prosa sobria y despojada, Morosi entrevera y pone a dialogar las circunstancias y rasgos personales de Cajade con el devenir social, político y eclesiástico, en lo micro y en lo macro, y se centra especialmente en lo que denomina la Obra del cura, un tipo carismático, vital, desacartonado y consecuente con la que sería su causa: refugiar a pibitos desamparados, batallar por ellos para, en palabras de Hebe de Bonafini, “demostrarles a los políticos que la juventud es el presente y el futuro de este hermoso país que debemos construir entre todos”. Planteaba Cajade, ya a fines de los ‘90: “Sabemos bien que el niño se hace humano en condiciones humanas e inhumano en condiciones inhumanas. Si no le creamos condiciones humanas a nuestra niñez, ¿a qué proyecto de país apuntamos? No hace falta tener mucha capacidad para darse cuenta de que un país que abandona a su infancia, abandona a su futuro”.
Hay una escena iniciática que Cajade solía contar y que Morosi despliega en detalle en el primer capítulo del libro. Nochebuena de 1984, primer y complicadísimo año de la nueva democracia, luego de dar misa en la parroquia San Francisco de Asís de Berisso; ya con dos años oficiando en ese lugar, había ido estrechando vínculos con los vecinos y había acordado para esa noche un recorrido por distintas casas para brindar, pero cuando estaba por irse tres pibitos le pidieron algo para comer. Cajade no tenía nada para darles y los mandó para la casa, porque se acercaba la hora del festejo, pero los pibes ni sabían qué se festejaba y lo convencieron para que los acompañara tres cuadras, hasta donde vivían, lo que resultó ser un baldío con una casilla de cartón, techo agujereado, con algunos colchones y sin muebles. Eran nueve hermanitos y una madre; había una lata con agua, pero no comida. Cajade fue a comprar algo y volvió: cenaron, oyó la historia familiar. Esas horas lo marcaron, lo encendieron; al poco los tres pibes dormían en la casa parroquial, enseguida fueron muchos más, y Cajade pensó en la necesidad de un lugar específico para albergarlos, así que tras unos intentos sin respuesta, encaró al gobernador (radical) Armendáriz en medio de una ceremonia y consiguió los fondos para comprar una casa y una parcela en Villa Garibaldi, al sur de La Plata, donde fundó el Hogar de la Madre Tres Veces Admirable. Al principio fueron doce pibes; con el tiempo, anota Morosi, “el modelo de intervención de hogar-abrigo para la infancia llegó a alcanzar a unos 400 niños y adolescentes en forma directa y a otros 3.000 en forma indirecta”.
Morosi desgrana ese crecimiento, que implicó la expansión de los terrenos, la construcción de viviendas, sembradíos, cría de animales, comercialización de productos; también desgrana las crisis de funcionamiento, y las cercanías y cortocircuitos con autoridades municipales, gubernamentales, eclesiásticas (los monseñores Plaza, Quarracino y Aguer no eran, justamente, del palo). Junto al sociólogo Alberto Morlachetti, que asistía a niños a través de “Pelota de Trapo” (en Florencio Varela), fundaron el Movimiento Nacional Chicos del Pueblo, que enfocó en las detenciones arbitrarias, los apremios ilegales, los casos de gatillo fácil, el despropósito de los patronatos de menores para recluir a chicos abandonados. “Ni un pibe menos”, “el hambre es un crimen”, “sin trabajo no hay infancia”, fueron algunas de las consignas del Movimiento. Morosi va desplegando el creciente reconocimiento de Cajade en la opinión pública y en los medios, que van potenciándose, por ejemplo, con un acto contra McDonalds por haber echado a cuatro pibes de un local, o con una marcha de repudio tras la muerte de dos adolescentes en una comisaría de Esteban Echeverría, en la que caminó del brazo de Joan Manuel Serrat.
Menemismo y neoliberalismo le parecían nefastos: Morosi se detiene en su participación en la CTA, y en las marchas con pibes para denunciar el deterioro galopante de la calidad de vida; también describe su involucramiento en la Comisión Provincial por la Memoria, cuenta de su impulso a la revista La Pulseada y dedica un capítulo al espionaje al que fue sometido, a las continuas amenazas y hasta a un atentado contra su familia. El autor destina, además, varias páginas a las dos parejas con las que Cajade tuvo tres hijos, a la convivencia secreta, a los conflictos internos derivados de esa tensión. “La obligación del celibato no tiene razón de ser: si hasta algunos de los apóstoles que eligió Jesús eran casados”, planteaba Cajade; al respecto, Cacopardo apunta en su texto introductorio que “el silencio fue el único modo de tramitar una paternidad sin abandonar la Iglesia y su obra, un silencio que lo torturó durante años porque tenía el espesor de la clandestinidad para los que más amaba”. Cajade murió en 2005: un cáncer fulminante. El libro de Morosi rescata su vida, su quehacer, sus preocupaciones, su trabajo: impulsó la idea de instaurar una asignación universal para menores, predicó contra la baja de edad de imputabilidad, relacionó política e ideología con miseria e indigencia. “Vivió contra la corriente -escribe Morosi-, preso de los preceptos imperantes en una época cargada de oscurantismo y represiones; cercado por la rigidez de la Iglesia de los castigos, que lejos estuvo siempre de aceptar o entender los ardores que atravesaron su existencia sublevada y audaz”.