Desiderio Martínez está sentado en la puerta de su casa leyendo el diario. Como la mayoría de los cubanos, Desiderio lee el Granma. Viste traje y corbata azul, sombrero de paja y ala corta. Es, como usualmente por acá, una mañana calurosa, pero aun así antes de las diez todavía se puede caminar por las antiguas callejuelas de piedra en Trinidad, una ciudad preservada y cuidada como las joyas de la abuela. Más tarde, sobre todo a la hora de la siesta, ya nadie deambulará por los viejos adoquines de este casco histórico que está entre los mejor conservados de Latinoamérica, un baluarte que le valió el título de Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco en 1988.
Desiderio lee a la sombra. Los ¿cientos? ¿miles? de turistas que pasan a diario por la puerta de su casa no parecen importunarlo. “Siempre viví aquí, de aquí no me voy”, afirma el hombre, un setentón elegante con barba candado entrecana.
Trinidad es uno de los lugares más visitados por los turistas en la isla, quizás solo superada por La Habana y tal vez por las populosas playas de Varadero. Pero acá hay de todo: un centro histórico de caserones suntuosos y casitas simples, bajas, de color pastel; iglesias, la Plaza Mayor y otras plazas menores, museos. Playas de aguas claras, tibias, caribeñas. Selva, sierras, cascadas. Y mucha rumba.
“Aca siempre hay mucha música, salsa y trova”, comenta Desiderio mientras dobla el diario en dos y se lamenta de que ya no puede bailar. Recomienda ir a bailar o escuchar bandas en vivo a la Casa de la Música, a la Casa de la Trova y probar la canchancha, un aguardiente de caña de azúcar. “Es el trago original de acá. Se hace con jugo de limón, miel, agua, hielo. El que se toma eso sale con la cabeza loca”.
CASCO HISTÓRICO Trinidad, la tercera villa que fundaron los españoles en Cuba, en 1514, está en el centro-sur de la isla, a cinco horas de La Habana. Heredó el esplendor de la época dorada de la industria azucarera, a la que las familias catalanas Iznaga, Brunet y Borrell le sacaron el jugo a fuerza de mano de obra esclava en el Valle de los Ingenios. Las distinguidas y opulentas casonas, así como los santuarios, remiten al patrimonio arquitectónico colonial heredado de aquellos tiempos de bonanza económica para los hacendados y de miseria y maltrato para los trabajadores.
La Plaza Mayor funciona como inevitable referencia y buen punto de partida para recorrer esta ciudad de poco más de 50.000 habitantes con espíritu y cadencia pueblerina. La Torre del Campanario del Convento de San Francisco, situado justo enfrente, resulta el mejor lugar para darse una idea del entorno. Hacia un lado, los adoquines se pierden en un mato verde que da paso a las míticas sierras del Escambray, allí donde el Che instalara un campamento en tiempos de la revolución. Hacia el otro, Trinidad se funde con en el mar, en las playas de arenas finas y aguas tibias, color esmeralda, de la Playa de Ancón.
En la plaza de abajo un chico de vueltas en bicicleta. En las calles aledañas, un puñado de turistas pasean y un músico camina con su contrabajo al hombro. Un pulso cansino, genuinamente tropical, late en esos adoquines que han sido testigos de conquistas y revoluciones, del apogeo del azúcar y ahora del turismo. Se escuchan los motores de los antiguos almendrones, el cli-clac metálico de las herraduras de los caballos sobre el empedrado y el son cubano, que a partir del atardecer reaviva las almas caribeñas de los locales y el espíritu de los visitantes a puro tabaco y ron en las escalinatas de la Casa de la Música, frente a la Plaza Mayor y pegadas a la Iglesia de la Santísima Trinidad. Allí donde todas las tardes Emerito Escalante, 60 años, trinitario de pura cepa, se sienta guitarra en mano a cantar por unas monedas. “Llevo doce años tocando acá –dirá don Emerito–. Soy trinitario pero viví en la Isla de la Juventud 24 años. Don Raúl me dio una casa”.
En la planta baja del convento está el llamativo Museo Nacional de la Lucha Contra los Bandidos, que recrea mediante una interesante muestra de fotos, mapas, armas y demás objetos la lucha contra las bandas contrarevolucionarias que operaban en la sierra del Escambray.
A Trinidad le dicen la ciudad museo, ya sea por su estado de conservación como por la buen cantidad y calidad de museos, la mayoría en las inmediaciones de la plaza. Como el Museo de Historia, emplazado en el antiguo Palacio Cantero, que atesora piezas y documentos históricos de la villa trinitaria; o el Museo de Arqueología Guamuhaya, en la Casa de Padrón, que tiene una colección de objetos de las comunidades aborígenes que habitaron esta región de la isla en tiempos precolombinos. Y el Museo Romántico, que ocupa el antiguo palacio de los Condes de Casa Brunet, y recrea el ambiente de una típica residencia colonial trinitaria.
Trinidad es también tierra de artesanos. Su trabajo se ve reflejado en las diversas tiendas y en la tradicional feria artesanal dispuesta en las calles del centro. Los tejidos en randa de aguja son la especialidad de las mujeres, a las que se puede encontrar tejiendo vestidos, blusas, camisas o manteles a la sombra, en el umbral de sus casas. También piezas en cerámicas, figuras en madera y cestería se aprecian en los locales, muchas veces extensiones de los hogares trinitarios.
CABALGAR A LA CASCADA “Trinidad ahora depende totalmente del turismo. Antes había otras cosas. La agricultura, la siembra, la ganadería. Se plantaba arroz y yuca. Café hay un poco, y es espectacular. Por lo menos a mí me encanta. Es un cafe típico, criollo, que nació en Cuba. Café cimarrón”. Germán, sombrero de cowboy, jean gastado, botas, camisa de jean y musculosa debajo que dejará ver un tatuaje con su nombre en el antebrazo, sabe lo que dice. Nació hace poco más de veinte años, cuando aquellas actividades que enumeró ya habían entrado en decadencia y el turismo comenzaba a despuntar como medio de vida de gran parte de los trinitarios.
En su casa comenzaron a recibir viajeros en 1998 de manera “ilegal”, pero dos años después se regularizaron. “Fuimos los fundadores”, se ufana Germán acerca de esta modalidad de alojamiento en casas de familia, tan popular en toda la isla. Con su familia, además, organizan cabalgatas hacia las cascadas en derredor, en medio del entorno selvático que rodea Trinidad. La travesías hacia la cascada El Cubano, como la que encaramos esta mañana, parten temprano, como para aprovechar la jornada y evitar el solazo del mediodía.
Luego de andar a paso lento por las callejuelas trinitarias, transitamos rumbo a las sierras entre viejos ingenios abandonados, pequeñas plantaciones de caña, árboles de mangos, plátanos y palmeras reales. Cruzamos las vías de tren del siglo XVIII que cubre el trayecto hacia La Habana y poco después paramos en un “paladar” (restaurante) a degustar un jugo de caña hecho en el acto.
Más adelante, nos detenemos otras vez, ahora frente a un puestito rural, un quinchito de paja y madera rústico, con una bandera de Cuba que cuelga del techo. “Qué sabroso el café sí señora/ qué sabroso el café cómo no/ qué sabroso el café sí señó / qué sabroso el cafeeeé / Te voy hacer un café/ para que bailes el son/ para que baile el sooonn...”, canta el encargado del puesto. “Y ahora le vamos a poner sabrosura”, sigue, antes de moler los granos de café en un recipiente de metal, con un gran mortero madera. El hombre, que lleva puesto un sombrero de cowboy –como casi todos los hombres por acá– se monta su show para seducir a los viajeros al paso. Canta, bromea, revolea el mortero. Finalmente sirve el café -negro, fuerte, con borra- y ofrece habanos, también hechos por él y su familia, que tienen una pequeña plantación a cinco kilómetros del lugar. “Este tabaco es suave, es un tabaco criollo”, asegura luego de una larga pitada y una clase práctica de cómo fumar un buen cigarro. “Así es como uno lo pasa bien, disfrutando de la vida”.
A casi dos horas de la partida, y luego de una breve caminata al borde de un arroyo, en medio de una selva, llegamos finalmente a la cascada. Una caída de agua que desemboca en una ollita de aguas cristalinas. Se impone un baño refrescante, un descanso a la sombra sobre las piedras. Una cerveza y un cigarro criollo. Por la noche, habrá salsa en las escalinatas. Y al otro día, relax en la playa en Ancón.