No me acuerdo de la cantidad de veces que he leído Me acuerdo. Descubrí el libro poco después de que se publicara, en 1975, y en las tres décadas y media transcurridas he vuelto a él cada pocos años, quizás unas siete u ocho veces en total. El texto no es muy largo (apenas 138 páginas en la edición original), pero, cosa notable, a pesar de todas esas relecturas, cada vez que vuelvo a abrir la pequeña obra maestra de Joe Brainard tengo la curiosa sensacioìn de que me estoy encontrando con ella por primera vez. Salvo por unos pocos pasajes imborrables, la casi totalidad de las remembranzas registradas en las páginas de Me acuerdo se han desvanecido de mi propia memoria. Simplemente hay demasiados detalles para retenerlos durante un largo período, demasiada vida atiborra el movedizo collage de evocaciones como para que alguien pueda recordarlo en su integridad, y por lo tanto, aunque reconozco muchas de las entradas desde el instante mismo en que comienzo a releerlas, hay muchas otras que no reconozco. El libro sigue siendo nuevo, extraño, sorprendente: pequeño como es, pues, Me acuerdo es inagotable, uno de esos raros libros que nunca se gastan.

Prolífico artista visual y escritor ocasional, Brainard tropezó con el simple pero ingenioso método de composición de Me acuerdo en el verano de 1969. Solo tenía veintisiete años, pero era un tipo de veintisiete años altamente dotado y cultivado. Antes de la milagrosa innovación de 1969, Brainard había publicado poemas, diarios y prosas breves en una cantidad de revistas literarias del centro de la ciudad asociadas con la New York School, y ya había desarrollado un distintivo estilo personal: encantador, caprichoso, sin pretensiones, a menudo antigramatical, y transparente. Todas estas cualidades están presentes en Me acuerdo, pero aquí, casi por accidente, el artista ha dado con un principio organizador, y la escritura despega y se eleva hacia un registro totalmente diferente.

Con su característica despreocupación y agudeza, Brainard describe la excitación que sintió mientras trabajaba en su nuevo proyecto en una carta escrita aquel verano a la poeta Anne Waldman: “Estoy realmente en las nubes, por estos días, con un texto que todavía estoy escribiendo, Me acuerdo. Me siento propiamente como Dios escribiendo la Biblia. Quiero decir, siento que en realidad no lo estoy escribiendo yo, sino que está siendo escrito por causa mía. También siento que habla tanto de todos los demás como de mí mismo. Y eso me gusta. Quiero decir, siento que soy todos, todo el mundo. Y es un sentimiento bonito. No va a durar. Pero lo disfruto mientras puedo”.

Me acuerdo... Parece tan obvio, ahora, tan que cae por su propio peso, tan elemental e incluso antiguo: como si la fórmula mágica hubiera sido conocida desde la invención del lenguaje escrito. Escriba las palabras “me acuerdo”, deténgase uno o dos instantes, dele una oportunidad a su mente para que se abra, e inevitablemente recordará, y recordará con una claridad y una especificidad que no dejarán de sorprenderlo. Hoy se aplica el ejercicio en cada lugar donde se dictan clases de escritura, ya sea para niños, estudiantes universitarios o personas muy ancianas, e infaliblemente los resultados evocan detalles largamente olvidados de la experiencia vivida. Como escribió Siri Hustvedt en su libro más reciente, La mujer temblorosa o la historia de mis nervios: “Joe Brainard descubrió una máquina de recordar”.

Pero una vez que uno descubre la máquina, ¿cómo usarla? ¿Cómo enlazar los recuerdos que  fluyen a través de uno en una obra de arte, en un libro que sea capaz de hablarle a alguien además de uno mismo? Mucha gente ha escrito su propia versión de Me acuerdo desde 1975, pero nadie ha estado siquiera cerca de duplicar la chispa del original de Brainard, de trascender lo puramente privado y personal y alcanzar una obra que es acerca de todo el mundo: de la misma manera que todas las grandes novelas son acerca de todo el mundo. Me parece que ese logro de Brainard es el producto de varias fuerzas que operan simultáneamente a lo largo del libro: el hipnótico poder del ensalmo; la economía de la prosa; el coraje del autor al revelar cosas sobre sí mismo (a menudo sexuales) que a la mayoría de nosotros le daría demasiada vergüenza incluir; el ojo del pintor para el detalle; el don para narrar historias; la renuencia a juzgar a las otras personas; el sentido de lucidez interior; la ausencia de autocompasión; las modulaciones de tono, que van desde la aseveración directa hasta los elaborados vuelos de la fantasía; y por último, más que nada (lo más agradable de todo), la compleja estructura musical del libro como un todo.

Los recuerdos no dejan de venir a nosotros, inexorablemente y sin pausa, uno tras otro, sin ninguna restricción en cuanto a cronología o lugar. En un momento estamos en Nueva York, al momento siguiente estamos en Tulsa o en Boston, una reminiscencia de hace veinte años se pone de pie junto a un recuerdo de la semana pasada, y cuanto más avanzamos en el texto, más resonante se vuelve cada articulación. Como el propio Brainard lo entendió mientras escribía Me acuerdo, es, realmente, un libro que pertenece a todos.

Fragmento del prólogo de Me acuerdo y otros autorretratos de Joe Brainard que Eterna Cadencia distribuye por estos días.