Una de las envidias que se pueden tener en Europa, y tal vez en Asia, es la de encontrar las dinastías de artesanos que preservaron saberes, habilidades, herramientas, técnicas. Esos papeleros florentinos, esos vidrieros venecianos, esos alfareros andaluces, esos doradores parisinos, por no hablar de que cada país parece tener su tradición propia de encuadernación, taraceado y vitrificado de mayólicas. Son misterios bien guardados, herencias de aprendices, viejo cuadernos pasados de padres a hijos a bisnietos.
Una de estas historias la cuenta Jorge Tartarini en su libro “Techos Dörfler, nuestra historia”, una obra que sólo en apariencia es el cuento de una empresa. Los Dörfler andaban haciendo techumbres y manejando pizarras en el sur alemán ya en 1709, con lo que su firma argentina es simplemente la continuidad de siglos de experiencia y saberes trasladados por acá, con algunas herramientas de época incluidas. De hecho, los Dörfler argentinos parecen ser la mitad al sur de una familia que sigue en el asunto en Alemania, con lo que a nadie le sorprende verlos en una obra con un primo alemán trabajando con ellos, ni enterarse de que alguno de los argentinos anda por Alemania. Es como un programa de intercambio dentro de una familia.
El primero de los Dörfler argentinos fue Rudolf, que cumplió los 18 justo a tiempo para que lo mandaran a la guerra de 1914 como el soldado más joven de su regimiento. Los cuatro varones de la familia sirvieron en la hecatombe, pero al benjamín le tocó la aventura más extraña. En 1915 lo capturaron, herido, los soldados del zar, y el pibe terminó en Siberia picando carbón en una mina. Un día logró escapar con tres camaradas e hizo lo único que podía hacer: se volvió caminando a Alemania. Meses y meses de peripecias, de hambre, de esconderse por caminos rurales, cruzando países, idiomas y bandos hasta volver a la casa natal en Neudorf. El timing fue impecable, ya que dos días después del abrazo alegre con los padres se terminó la guerra.
La paz, se sabe, no fue buena para los alemanes. Los Dörfler se encontraron con que había muchísimo trabajo en la reconstrucción pero que la inflación literalmente disolvía todo jornal o ganancia. En 1920 Rudolph comenzó a tramitar una visa para Argentina y en 1921 llegó a Buenos Aires, que explotaba económicamente. Ni necesitó salir del barco para tener trabajo, porque la empresa alemana que estaba construyendo el Correo Central necesitaba techistas pizarreros y lo contrataron instantáneamente, por el manifiesto de a bordo.
Rudolph dejó su marca en la obra, literalmente. Sus nietos encontraron varias tejas que había marcado con su nombre cuando les tocó restaurar la techumbre del Correo, al transformarse en el Centro Cultural Néstor Kirchner. El joven inmigrante escribió en alemán, raspando la piedra, “Cubierta de pizarras realizada desde enero hasta diciembre de 1922 por Rudolph Dörfler, maestro pizarrero, Neudorf, Baden”. Con la experiencia encima, el muchacho se volvió a casa, se casó, vio que el país natal seguía mal y volvió a su tierra prometida con su joven amor.
La historia sigue, pero lo que hay que destacar del libro es que se transforma en un catálogo de obras de los Dörfler y que ese catálogo es un notable libro sobre el patrimonio edificado argentino. Resulta que en el casi siglo desde que arrancaron por acá, la familia parece haber participado en cada construcción o restauración notable que se haya encarado. En la obra están la iglesia de San Juan Evangelista en La Boca, la estancia Las Armas, el Banco Nación de Bustillo, la catedral de San Isidro, la torre de agua de Mar del Plata, el Jockey de San Isidro, el Llao Llao, la iglesia redonda de Belgrano, Santa Felicitas en Barracas, la Guadalupe de Palermo, el Pizzurno, la Santa Cruz, la notable catedral de Mercedes, el Estrogamou, el diario La Prensa, la catedral de Luján, la legislatura bonaerense, el Congreso Nacional, el palacio de Aguas en la avenida Córdoba, la embajada británica, el edificio Bunge y Born, el palacio San Martín, la notable municipalidad de Coronel Suárez, los quinientos balcones de Corrientes y Pueyrredón, el Sofitel de Montevideo, las cúpulas y miradores de la galería Güemes y la vieja Gath y Chaves, el colegio La Salle, el palacio Errázuriz, y un regimiento de casas y edificios privados de todo tipo.
Como se entiende al ver la lista, a las pizarras se le agregaron trabajos en las zinguerías y un nuevo metier en cuestiones de bronces y metales aplicados. En fin, una saga bien contada y un libro que termina siendo un valioso catálogo de patrimonio edificado y también inmaterial.