Habría que empezar con algo que Cucurto dice. Más que nada para que el intento de comentar el libro no altere la vitalidad de lo que Cucurto dice: “Las libertades son difíciles de clasificar”. Son un efecto que siempre está por pasar, de ahí el desamparo del que escribe para provocarlas.
Es este un libro de charlas distendidas con el escritor Facundo Soto, que juega el papel no tanto del periodista atildado que pretende reconocer en su entrevistado algo más que lo que le provocan sus libros, sino del que se lanza como un fanático erudito y respetuoso a confirmar chismeríos, recordar personas o peripecias y volver histórica su propia literatura. Cucurto fue impulsado a contar. Qué es escribir. Por qué la poesía de los noventa es importantísima, vasta y tuvo en Punctum, de Martín Gambarotta, “el Martín Fierro de mi generación”. Qué es Once. Por qué es genial la poesía latinoamericana. Dónde pone la libido en el día a día. Hacia dónde fue el modernismo... todo esto junto y a boca de jarro.
Desde el vamos está la cuestión del nombre. Washington Cucurto se llama Santiago Vega. Pero el libro se llama Conversaciones con Washington Cucurto, que a esta altura es un personaje que se volvió verdad. Su primer editor, el poeta entrerriano Daniel Durand, fue quien le puso Washington Cucurto y fue uno de los dos o tres compañeros de las andanzas que ejercieron influencia inicial. Otro es Fabián Casas y otro es Ricardo Zelarayán, a quien le dedicó su primer poemario: Zelarayán. Es de lo primero que se habla en este libro para no parar de hablar cronológicamente de los más de veinte libros que publicó desde 1998 hasta 2014, donde se cortan las entrevistas. Al principio el seudónimo no le gustaba, fue una sorpresa ingrata ver que su primer libro era firmado así, en un impulso de Durand sin consultarlo. Santiago Vega prácticamente ya no existe porque Cucurto se la pasa escribiendo o leyendo o editando libros. Ya se convirtió. Al poco tiempo del bautismo impuesto, ese “Cucurto” servía para cubrir las áreas de la vida que tenían que ver con la invención y que se realizaron. De esa paradoja sale este libro.
¿Cómo escribe? Fácilmente y variado. Rápido, apretado y para espantar la anécdota a través de la leyenda. Se le puede ocurrir la teoría política más radical en boca de un obrero colocado, puede deliberar sobre la pertinencia de un piquete, amar a través de un poema a un futbolista, reescribir las noticias del diario, defender sin ironía consumos culturales de toda índole, homenajear al poeta argentino Darío Cantón y cantar loas al repositor de supermercado que él mismo fue. Es una antropología urbana sin necesidad de instrumentos de medición y sin necesidad de la bendita “etnografía” que resaltó demasiado Beatriz Sarlo. Alcanza con vivir para conocer.
Las conversaciones están pobladas de imágenes memorables que funcionan como rituales de iniciación, simples a la hora de talar prejuicios y dejar libre el camino para que definamos al poeta sencillamente como el que escribe en verso lo que se lo ocurre después de lo que hay. Todas las críticas al mundo de “la teoría” o de “los intelectuales” o de “lo cerebral”, no serían atendibles si no fuera porque tienen la voluntad de satirizar la crítica literaria cuando se transforma en una técnica. Lo despectivo está exagerado para poder exagerar en el mismo movimiento lo elemental de la literatura, lo accesible que puede ser. Es por eso que si a Cucurto le gusta el neobarroco no es tanto por la saturación del ornamento y el baile del sentido sino por la vida liberada vivida por los referentes de ese ritmo bien latino. Es que practica el eudemonismo desde Almagro, influenciado por la ciudad pero impermeable a la palidez, por eso sin ponerse colorado dice em el borde de la autoayuda: “Me gusta todo lo que le hace bien a mi vida”.
La literatura es entonces la radicalización y la constancia del invento. Es “seducción e inmadurez” que defiende como conceptos para ocultarse en la fantasía del mundo real y hacerse ver por contraste. Lo notable de su literatura es lo que predica en muchas de las respuestas: el riesgo inocente y divertido de escribir porque sí. Lo que escribe está frito (cocinado, no muerto) y esconde el misterio del origen en una sucesión de telares y olores que prefieren la creación para escapar de la representación. Hasta los errores son para Cucurto parte del argot de lo que hace. Escribe desde un no-realismo lleno de afectos y de experiencia. Todo esto condensado quizá sea lo que el titula como su estilo: el realismo atolondrado.
Está mejor en el libre albedrío, en el enchastre de ciudad. Eso se nota, por ejemplo, en la editorial Eloísa Cartonera, que fundó junto a Javier Barilaro para distribuir libros de gran valor a precio vil, ayudar a los cartoneros de la malaria de 2001 y de paso agregarle colores contingentes a las palabras. Vivir para leer y para los lectores. El lector es para Cucurto el rey de la sensibilidad y el escritor una especie de “alienado creativo”, bastante patético. En el medio está el personaje, la caricatura del escritor que bombea imágenes hacia adelante con la sola función de inventar lectores que no sepan qué hacer con lo que leen. En el poema “Lector de Enrique Lihn”, dedicado a otro de los poetas que honra porque tuvieron vidas cortas pero de una fuerza exhaustiva, dice: “soy un hombre que se las rebusca como puede/ que no sabe hacer nada más que leer/ pero lee con dificultades y juntando las letras”.
El que habla en este libro ya no sabemos quién es. Cuando el escritor se explica, los libros se reescriben. Pero si la propia historia literaria se estructura como un lenguaje excesivo, se vuelve a su vez literatura. Todo significado es también un exceso que, si se lee libremente, arma disparate. Es en este momento cuando entendemos por qué para Cucurto los libros sirven para combatir la soledad.