Allá lejos y hace tiempo, un por entonces joven aprendiz de costurero llamado Abraham Bursztein se despidió de un amigo con la promesa de volver con un traje hecho a su medida. Pasaron más de 70 años hasta poder cumplir su palabra. O al menos intentarlo, puesto que ambos perdieron contacto inmediatamente después de separarse. ¿Estará vivo? ¿Se reconocerán mutuamente? ¿Y si se mudó hace décadas sin dejar pista alguna de su ubicación actual? Todas preguntas que Abraham intentará responder(se) durante el largo, larguísimo periplo que lo lleva desde su futura ex casa en Buenos Aires hasta la ciudad polaca de Lodz, de donde el nazismo lo arrancó durante la Segunda Guerra Mundial para llevarlo a un campo de trabajo forzado. Así están planteadas las cosas en El último traje, segundo largometraje como realizador del veterano guionista Pablo Solarz. Lejos de la oscuridad misántropa de su interesante ópera prima Juntos para siempre, el autor de los textos de Historias mínimas, Un novio para mi mujer y Me casé con un boludo apuesta ahora por un relato luminoso y esperanzador que funciona como guía de las emociones de la platea.
Bursztein (Miguel Ángel Solá avejentado veinte años) se radicó en la Argentina y formó una familia numerosa que hoy se ramifica en hijxs, nietxs y bisnietxs. Esa familia no está en sintonía con los requisitos del pater familias, al que en las próximas horas despojarán de su casa para mandarlo a un geriátrico. Parte de razón tienen: Burstein roza los 90 años y tiene muchas dificultades para moverse solo, producto de una pierna infectada al borde de la amputación. Consciente de la cercanía de la muerte, es tiempo de cumplir su último deseo, aquella promesa hecha al viejo amigo que lo salvó de una muerte segura después de escapar de los alemanes, tal como remarcan los numerosos flashback al uso distribuidos a lo largo de los casi noventa minutos de metraje. Remarcar es un verbo pertinente para El último traje, puesto que Solarz deposita toda su confianza en los artilugios de un guion con innumerables quiebres y situaciones, haciendo que el film desprenda un carácter ilustrativo antes que uno asentado en la articulación de palabras e imágenes.
Suerte de road movie sobre todo tipo de transportes (aviones, trenes, autos), El último traje recarga el viaje de Bursztein con peripecias en cuatro países que incluyen, entre otras cosas, encuentros ocasionales con un argentino errante (un desaprovechado Martín Piroyansky), la dueña de un hotel con la que hay mucha onda incluso cuando le hayan desvalijado la habitación mientras cenaban, una joven alemana políglota que estudió hebreo en la facultad y le demuestra que no todos los alemanes son nazis, y hasta una enfermera polaca que apenas conoce se va de la clínica para acompañarlo hasta Lodz… ¡en su auto! Todos seres humanos buenos y dispuestos a ayudarlo. La que también ayuda es la banda sonora. No a Abraham, claro, pero sí a aquellos espectadores poco atentos a los momentos en los que El último traje quiere imponer el mandato de las lágrimas a como dé lugar.