Un Williams que nunca nos gustó, pero cada tanto soltaba unas ocurrencias bastante inspiradas, decía que nadie que hubiera vivido realmente los años 60 podía decir que los recordara. Algo así me pasa a mí en relación con estos Seminarios Ludmer que nos hemos reunido aquí para evocar. Los veo borrosos, como si flotaran en una nube que nublara la cabeza... de otro. Ni siquiera recordaba, por ejemplo, que se llamaran “seminarios”. Naturalmente, todos éramos jóvenes, más jóvenes, etc. etc. Pero la juventud, como sabemos, nunca ha explicado nada. Bien mirada, esta dificultad mía para recordarlos prueba varias cosas: que yo estuve ahí, efectivamente (primera y principal); que los Seminarios Ludmer fueron mis años 60; y que quizás eso que uno recuerde mal, como flotando en una nube que nubla la cabeza de otro, sea algo muy parecido a lo que uno sueña todo el tiempo con llamar, sin pudor alguno, pero también sin peligro de equivocarse, la felicidad.

Puesto a pensar –buen remedio, si no el único, para la memoria remisa–, lo que me viene a la cabeza son preguntas, preguntas muy parecidas a las que uno se hace al día siguiente de una fiesta especialmente lograda: ¿Cuánto duró? ¿Quiénes estaban? ¿Qué tomamos? ¿De quién son estos zapatos? Es así, lo siento: veo los “Seminarios Ludmer” como una fiesta. Si hasta veo el cartel, el pasacalles cruzando Marcelo T. de Alvear: ¡Fiesta en la Maternidad Pardo! Porque lo que veo flotando en una nube de otro es la mezcla rara, rarísima, de euforia, determinación, ansiedad, avidez, desconcierto y placer que sólo ofrece una verdadera fiesta. 

Iba a decir: “una fiesta excepcional”, pero ¿habrá algo más redundante? Una fiesta es eso: una excepción. Todo lo que Agamben describe del atroz “estado de excepción”, sólo que... pervertido y redimido por un deseo loco: un estado de excepción bueno, entusiasta, jugoso, magnético, inesperado... Yo me veo yendo a dar clase en los “Seminarios Ludmer” y la combinación de fervor y de pánico que me empuja vuelve a dejarme helado. ¿Un “seminario” para 500, 800, 1000 estudiantes? Otra que Barthes y sus falansterios de la rue d’Ulm. Sí, ése era un punto experimental fuerte de la fiesta: aparear la lógica minoritaria y resistente de una institución privada (el “grupo de estudio”) con la lógica pública, monumental, de una institución universitaria de masas. Esa apuesta a la desproporción era exigente, pero no creo que fuera lo que más a la intemperie nos dejaba. Lo peor –lo mejor– era que no sabíamos nada. En 1984, a punto de entrar a enseñar en la universidad, nadie sabía nada. No sabíamos cómo se hacían las cosas. Así que, a la manera del punk, nos pusimos a hacer eso: a enseñar no lo que sabíamos (eso lo hace cualquiera), no lo que “traíamos” de otro lado (los grupos de estudio), no nuestro capitalcito de egresados de la “universidad de las catacumbas”, sino lo que no sabíamos, lo que nos moríamos por saber, lo que alucinábamos que era saber en el contexto específico de la institución universitaria. 

Eramos un equipo. Es una palabra que vuelve mucho: “equipo”. Nos llamábamos a nosotros mismos así: “el equipo”. “Entonces el equipo va el lunes al teórico y dice...” “El equipo se presenta y después de repartir el texto de Tinianov...” Nos veo avanzando por los pasillos de Marcelo T. todos en hilera, casi coreografiados, cargados de fotocopias hasta reventar, con el dejo insobornable de los Intocables y algo, mucho, de la convicción de una brigada de boy scouts dispuestos a todo, pero sobre todo a matar y a morir por la teoría. Porque no sabíamos nada pero teníamos una misión, o dos: razonar de la manera más convincente posible la creencia en la literatura (una), y (dos) hacer visible el inconsciente de la teoría, de toda teoría, de todas las teorías, y poner todos esos dobles fondos en contacto, no tanto para que dialogaran (dialogar no era un verbo de la época) como para que discutieran, se pelearan, se sacaran chispas. Promovíamos todas las disidencias; nada nos reconfortaba más que el cisma, la secesión, el diferendo. Nuestra misión era ilustrada y beligerante: queríamos la verdad verdadera (la del inconsciente), no queríamos la reconciliación. (Reconciliar era un verbo de la época). 

Unos pesados.

Pero así son los que sucumben a la pasión de producir efectos.

Como se habrán dado cuenta, empecé a escribir esto en singular, como un testimonio “personal”, y hace renglones que nado en el plural, y es algo que me pone contento. Contento hoy, ahora, como lo estaba entonces. Porque el plural, por supuesto, no es más que el otro nombre de la fiesta, el nombre político, el que está llamado a perdurar. Quizá los “Seminarios Ludmer” hayan sido el único plural que articulé en mi vida con sentido, y no sólo con sentido sino con alegría, y no sólo con alegría sino con felicidad. Con esa felicidad profunda, de trance, que es incompatible con los detalles. 

Ese plural-fiesta –y otras muchas cosas que nadie hará caber jamás en cinco minutos–, se lo debemos todos a Josefina Ludmer, alias China, la mujer diminuta y genial en la que todos pensamos cada vez que nos ponemos a pensar algo.

Josefina Ludmer murió hace diez días. En los últimos años fue reconocida como una de las grandes figuras de la crítica literaria y como formadora de estudiantes, escritores y críticos. Este texto fue leído en el homenaje que se le realizó el 26 de agosto de 2015 en la Facultad de Filosofía y Letras  a raíz de la publicación de los Seminarios Ludmer .