El crítico y teórico André Bazin escribió en 1948 que “Charlot es un personaje mítico que domina todas aquellas aventuras en las que se ve mezclado. Para cientos de millares de hombres sobre el planeta, Charlot es un héroe como lo fueron para otras civilizaciones Ulises o Roland, con la única diferencia de que hoy conocemos a los héroes antiguos a través de obras literarias acabadas que han fijado de modo definitivo sus aventuras y avatares, mientras que Charlot sigue teniendo la libertad de introducirse en un nuevo filme”. El Charlot francés es el equivalente a nuestro Carlitos, distintos nombres para referirse a ese mismo personaje –polimorfo, variable, mutante, nunca estático– que hizo del actor que lo encarnaba un ente indivisible de su propia creación: Charles Spencer Chaplin. Carlitos o Charlot o El Vagabundo o El Hombrecito ya no puede introducirse en una nueva película (su creador murió hace casi cuarenta años), pero su figura continúa atrayendo a nuevos espectadores y su arte parece estar más vivo que nunca. Basta con participar de alguna proyección colectiva de alguna de sus películas –las tempranas, en particular, antes de su paso definitivo al cine sonoro con El gran dictador (1940) y Monsieur Verdoux (1947)– para constatar el poder de seducción que continúa irradiando desde la pantalla. Fue uno de los dos genios absolutos (el otro, sin dudas, fue Buster Keaton) dentro del panteón de los grandes comediantes del período mudo, practicantes todos ellos de un arte que puede considerarse perdido pero que, sin embargo, continúa vivo en algunas comedias contemporáneas, a veces en dosis microscópicas. Fue, asimismo, el primer cineasta en animarse a reducir las dosis de slapstick –la comicidad física basada en golpes, caídas y tortazos– para centrarse en la meticulosa preparación del gag; de olvidar el efecto de acumulación para obsesionarse con la coyuntura: lo gracioso ya no es el porrazo sino cómo, dónde y por qué éste se produce. Más aún –y en esto ningún contemporáneo logró superarlo– comenzó a incorporar progresivamente a sus películas un elemento de pathos, de melodrama incluso, que parecía ir en contra de todo lo que se hacía y se debía hacer para divertir al público en una película cómica. Chaplin cumplió a rajatabla todas las reglas para poder luego destruir varios capítulos del manual de uso.

La vida del hombre que se hizo multimillonario interpretando –en muchos, aunque no en todos los casos– a personajes de clase trabajadora y a indigentes y marginales, ha sido objeto de innumerables textos centrados en su obra, en su vida personal o en ambas cosas. El mismo Chaplin publicó en 1964 su autobiografía, a la que debe tomarse con pinzas quirúrgicas: su tendencia a la fabulación era legendaria y muchas anécdotas –en particular las de su infancia y juventud– fueron relatadas en tantas versiones como tantos oyentes estuvieran dispuestos a escucharlas. ¿Era necesario un nuevo libro sobre su enorme figura? ¿Hay información novedosa acerca del hombre y sus desventuras? El escritor británico Peter Ackroyd cree que sí, y su Charlie Chaplin –editado recientemente en español por Edhasa– intenta bucear en la enorme cantidad de información, muchas veces contradictoria, que pulula en textos, anecdotarios y referencias históricas. Ackroyd, especialista en biografías –ha publicado volúmenes sobre Oscar Wilde, T. S. Eliot, Chaucer, Newton, Edgar Allan Poe, Shakespeare y Dickens, entre otros–, escribe en un estilo directo y frontal, con una enorme profusión de datos y más de una elucubración imposible de confirmar, y su lector ideal es aquel que desconoce en gran medida los avatares de la vida del homenajeado. Pero incluso aquel que haya investigado con algo de detalle los distintos pasos de Chaplin en el mundo real y en el del cine encontrará aquí datos desconocidos (o poco conocidos) para completar una posible imagen mental. Charlie Chaplin, el libro, es además un buen antídoto contra las simplificaciones y la mitología creada alrededor del comediante. Un buen ejemplo es el breve pasaje en el cual Ackroyd detalla todas las posibilidades respecto de la creación de la iconografía chaplinesca: el bigote, los zapatos y pantalones XXL, la chaqueta pequeña, el bastón, etcétera. ¿Fue un rapto de inspiración casi milagroso, como lo presenta la biopic Chaplin de Richard Attenborough, donde el personaje interpretado por Robert Downey Jr. entra a un camerino como Charles Spencer Chaplin y sale, algunos minutos más tarde, como Carlitos, el vagabundo? ¿O, por el contrario, fue un proceso gradual que tomaba elementos de tradiciones teatrales previas como el vodevil, del cual Chaplin provenía? La realidad, usualmente, elige ubicarse bien lejos de la manzana que cae sobre la cabeza y ayuda a pergeñar una teoría que explique el mundo.

Una infancia dickensiana

“Los orígenes de Charles Chaplin son un misterio. Nunca ha podido hallarse su certificado de nacimiento y tampoco existe ninguna fe de bautismo con su nombre. (…) El lugar en el que vino al mundo, también es una incógnita. Él mismo creía haber visto la luz en East Lane, no lejos de Walworth Road”. De un plumazo, Ackroyd pone en duda la información biográfica oficial de su nacimiento: 16 de abril de 1889 en Walworth, Londres. Pocas páginas más adelante, también discute la posibilidad de que el padre legal del niño –llamado, como él mismo, Charles Spencer Chaplin–no haya sido su padre biológico. Lo cierto es que la infancia de la futura estrella siempre estuvo llena de nieblas y misterios, más allá de que fue el propio comediante el encargado de darle impulso a una versión oficial, por las razones que fuere: necesidades publicitarias, auto convencimiento o una suma de ambas cosas. Lo que sí resulta indiscutible es que el joven Charles y su hermanastro Sydney atravesaron los primeros años de vida sufriendo una gran cantidad de padecimientos: abandonados por Chaplin Sr., un hombre alcohólico y volátil, algo que los marcaría por el resto de sus vidas, en particular a Charlie, quedaron al cuidado de su madre, Hannah Harriet Hill, una cantante y actriz con serios problemas psicológicos, que la llevaron a pasar gran parte de su vida entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas. Tanto Sydney como Charles conocieron las tablas desde muy temprano y hay escena en el mencionado film biográfico –aquella en la cual el muchacho rescata a su madre de una deshonrosa actuación y se gana los aplausos de la audiencia– que parece estar basada en una anécdota real. “La vida del vodevil era dura y exigente. Los números eran cortos, ya que duraban entre cinco y quince minutos, pero se realizaban ante un público que muy a menudo armaba un gran escándalo y que por regla general animaba el alcohol”, continúa el autor, retratando el universo de Chaplin durante su infancia y pubertad. Puede afirmarse, sin embargo, que fueron sus aptitudes para la comicidad las que lo salvaron de una posible vida de crimen, grande o de poca monta. A períodos de relativa estabilidad económica les seguían otros de grandes penurias, y tanto Charles como su hermano pasaron muchas temporadas en diversas escuelas especiales y orfanatos. E incluso alguna que otra noche durmiendo a la intemperie.

Sería la afiliación con el famoso grupo de teatro dirigido por el empresario inglés Fred Karno el que pondría finalmente a Chaplin en la senda del estrellato, primero como comediante de su compañía en el Reino Unido y luego –gracias a una gira por los Estados Unidos– en la floreciente industria del cine de lo que poco tiempo después comenzaría a llamarse Hollywood. El breve período que va de comienzos de 1914 a fines de 1916, apenas tres años en la vida de un hombre, pero un paso gigantesco para su carrera, Charles Chaplin pasó de ser un cómico relativamente conocido en el ambiente teatral a ser el hombre más famoso del mundo, y de mantener un estilo de vida trabajoso en términos económicos a ser, Ackroyd dixit, el “empleado mejor pago del mundo”. Charlie Chaplin recorre en detalle esos años de frenética actividad creativa, durante los cuales el actor y realizador pasó por tres productoras estadounidenses distintas, disfrutando cada vez de mayor libertad y honorarios más elevados, al tiempo que fue desarrollando y puliendo tanto su estilo como director detrás de las cámaras como su imagen delante de ellas. Asimismo, su vida personal comenzaba a dar que hablar con algunos escándalos, que lo seguirían durante gran parte de su vida. Mujeriego empedernido con una afición por las mujeres más jóvenes que él, posiblemente hoy sería considerado un pedófilo o efebófilo (conoció a la que sería su primera esposa cuando ésta tenía dieciséis años). En cuanto a si Chaplin fue o no un auténtico misógino es algo que sólo puede definir la conciencia personal de cada individuo, pero lo cierto es que en la vida real los conflictos y el maltrato verbal y psicológico con muchas de sus innumerables parejas y actrices eran moneda corriente. Sus películas, por otro lado, tienden a dividir a las mujeres en dos grandes grupos: una imagen idealizada, casi etérea, para las mujeres más jóvenes y otro en la cual la idea de la harpía tiende a quedarse bastante corta (usualmente la mujer casada). Escribe Ackroyd que “las mujeres nunca andaban lejos del actor. Acudían como moscas y muchas se mostraban más que dispuestas a dejarse seducir por el hombre más famoso del mundo. El propio Chaplin se mostraba perfectamente listo a aceptar todas las ofertas. Impaciente incluso. A la casa que tenía alquilada en Hollywood le habría cuadrado muy bien una puerta giratoria”.

El siglo de Chaplin

El cliché del “payaso triste” le calza a la figura de Chaplin como anillo al dedo. Casi todos aquellos que lo conocieron íntimamente hablan de un hombre por momentos taciturno, en otros expansivo, siempre propenso a las explosiones de violencia. Y, esencialmente, egocéntrico. Poco después de la muerte de su primer hijo, a pocos días de nacer, Chaplin abordaría el proyecto que se transformaría en su primer largometraje, conocido en la Argentina como El pibe (1921). Película que parece recorrer, en clave imaginaria, su propia infancia y en la cual, según Peter Ackroyd, pueden verse los puntos de contacto entre las vidas y obras de su autor y las de Charles Dickens. “Cabría sugerir incluso que Chaplin fue el verdadero sucesor de Dickens”. A propósito de otros artistas ingleses, el regreso a su país natal a comienzos de la década del 20, luego de varios años del inicio de su exilio profesional, no sólo tuvo como propósito encontrarse con figuras de la talla de H. G. Wells sino, fundamentalmente, volver a mirar los lugares de su infancia y juventud con otros ojos. Ese viaje europeo, que lo llevó no sólo a su querido Londres sino a ciudades como París y Berlín, lo enfrentó a la enorme fama que había sabido cosechar: miles y miles de fans enfervorizados lo esperaban en cada esquina y usualmente debía protegerse de la turba con asistentes y policías. Chaplin siempre fue ambivalente al respecto: por un lado, deseaba el reconocimiento popular y le dolía si alguien no lo reconocía en las calles; por el otro, detestaba la idea de una masa enloquecida y gritona corriendo detrás suyo. Chaplin fue un beatle mucho antes de que los miembros de la banda británica hubieran siquiera nacido. Ese poder, sostenido en base a la popularidad, es el que le permitiría transformarse en uno de los socios fundadores de United Artists –uno de los primeros intentos en la historia del cine de escapar del yugo de los estudios– y luego ubicarse en la senda del artista comprometido, aquel que necesita decir algo sobre el estado del mundo. A partir de Tiempos modernos (estrenada en 1936, el film es un hermoso anacronismo: cine mudo cuando ya nadie lo producía), sus películas adquirirían aristas abiertamente políticas y mostrarían claramente una ideología que comenzaba a resultar sospechosa para algunos de sus conciudadanos. La osadía de realizar El gran dictador en un momento en el cual la figura de Adolf Hitler no era vista con malos ojos por una mayoría (el rodaje comenzó en 1939 y se estrenó en 1940) se revelaría anticipatoria de uno de los mayores horrores del siglo XX.

El libro de Peter Ackroyd recorre las últimas tres décadas de vida de Chaplin y analiza las razones por las cuales decidió/fue empujado a abandonar su tierra adoptiva para no volver a pisarla durante muchísimo tiempo, afincándose en Europa, cerca de los Alpes suizos. Antes de eso, dirigió una de sus mejores películas: Monsieur Verdoux, una comedia negrísima donde el comediante abandona por completo su famoso personaje para encarnar a un asesino serial de mujeres. La escena final, con su protagonista caminando hacia el cadalso, es casi una antítesis de todos aquellos “The End” agridulces, en los cuales el Vagabundo iba caminando hacia el horizonte con un paso siempre esperanzado. En el medio, por supuesto, había empezado y terminado la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, en los Estados Unidos, las acusaciones de comunismo y de anti-americanismo seguían arreciando sobre su persona. Comenzaba la Guerra Fría y ya no parecía haber lugar para un “hombrecito” que simbolizara la entereza pícara del linyera o el orgullo del trabajador explotado. Ese cambiante siglo XX fue el siglo de Chaplin, cuya vida parece encarnar varias parábolas y moralejas.